—Tengo prisa.
—Bueno, bueno… ¿Queréis hablar de negocios?
—Eso es.
Al libanés no le gustaba demasiado aquella precipitación, pero para operar en Egipto debía pasar por ahí.
—¿Cuándo se efectuará la entrega? —preguntó Medes.
—Nuestro barco llegará la semana próxima. Espero que se hayan proporcionado todas las autorizaciones necesarias.
—Yo me encargo de eso. ¿Y el cargamento?
—Cedro de primera calidad.
Egipto carecía de ciertas maderas, que, por lo tanto, debían importarse. Las mejores se negociaban a alto precio. Hacía mucho tiempo que Medes estudiaba aquel tráfico con la esperanza de obtener el máximo beneficio. Pero era preciso descubrir al comerciante que compartiera su punto de vista y fuese lo bastante hábil para llevar a cabo la empresa.
—¿Cómo se organiza tu circuito de venta?
—¡Del mejor modo, señor, del mejor modo! Tengo algunos contactos seguros en la región y ofrezco madera a la mitad de la cotización oficial, pagada de antemano. Como nunca ha existido y no existe en ningún albarán, ni el vendedor ni el comprador pueden ser molestados. A vuestros compatriotas les gustan los buenos materiales y no vacilan en obtenerlos, aun a hurtadillas, para utilizarlos en la construcción de sus villas o para confiarlos a un carpintero para que cree muebles refinados.
—Si este primer negocio es un éxito, le seguirán muchos más.
—¡No lo dudéis! Dispongo del mejor equipo de profesionales, tan afectos como discretos.
—¿Eres consciente de que, sin mí, el éxito es imposible?
—Sois el arquitecto de esta empresa, lo sé muy bien. Tenéis toda mi gratitud y…
—Tres cuartas partes del beneficio para mí y una cuarta parte para ti.
El corazón del libanés estuvo a punto de detenerse. Sólo sus largos años de experiencia le permitieron mantener una sonrisa de fachada, aunque tuviera ganas de estrangular al ladrón.
—Por lo general, señor, yo…
—Esta situación es excepcional, y me lo debes todo. Gracias a mí se te abre el mercado egipcio y te harás muy rico. Puesto que me eres simpático me muestro más que razonable.
—Os lo agradezco —declaró el libanés cálidamente.
—No hables nunca de mí con nadie. Si dieras un paso en falso, te haría detener por fraude. Y tu palabra nada valdrá comparada con la mía.
—Contad con mi mutismo.
—Me gusta tratar con un hombre inteligente. Hasta pronto, cuando festejaremos nuestro primer éxito.
A Medes no le inspiraba confianza aquel libanés, y vigilaría cada fase de la operación, bloqueándola al primer incidente. Sin embargo, el comerciante estaba tan devorado por el ansia de beneficio que tal vez fuera un socio serio.
Gergu estaba ebrio.
Mientras esperaba a Medes no había dejado de vaciar copas de cerveza fuerte, exigiéndoselas a un malcarado copero, obligado, a su pesar, a satisfacer las exigencias de aquel patán, tan apreciado por su patrón.
Cuando llegó, Gergu se levantó e intentó mantenerse muy erguido.
—Tal vez haya bebido un poco, pero tengo clara la mente.
—Siéntate.
Gergu eligió un sillón y consiguió no fallar.
—Tengo buenas noticias. Satisfago al gran tesorero Senankh, que no es hombre fácil, sin embargo, pese a las apariencias. Me parece incluso especialmente desconfiado y me mantengo en mi lugar para no despertar sus sospechas.
—¿Y de mujeres?
—Sólo recurro a profesionales —afirmó el inspector principal de los graneros—. Así, no debo temer denuncia alguna.
—Sigue así. No quiero ningún escándalo que implique a una dama de la buena sociedad. ¿Cuáles son, a tu entender, las debilidades de Senankh?
—La gastronomía. No soporta los platos triviales ni los vinos mediocres.
—No es suficiente para corromperlo. Te ocupas demasiado de ti mismo y poco de los demás, Gergu. Necesito más informaciones. ¿Y esas buenas noticias?
Gergu esbozó una sonrisa golosa.
—Senankh me ha llevado a Abydos. El se ha encargado del tesoro del templo y yo de las condiciones de vida de los sacerdotes.
Medes se animó.
—¿Te han permitido acceder al templo?
—No, sólo a un edificio administrativo. Sin embargo, no he perdido el tiempo. Primero, comprobé que el paraje está guardado por el ejército.
—¿Por qué razón?
—Ni idea, pero es bastante raro. Hacer preguntas me habría creado, forzosamente, problemas.
Medes rabiaba.
—¡Penetrar en el territorio sagrado de Abydos y no enterarse de nada esencial! Gergu, a veces me pregunto si eres digno de mi amistad.
—¡No he terminado! Luego, conocí a un sacerdote con el que espero seguir en contacto. Un tipo extraño que podría interesaros.
—¿De qué modo?
—Nuestras miradas se encontraron de un modo extraño. Tal vez el tipo sea un gran sabio, pero tuve la impresión de que no se siente satisfecho con su suerte y le gustaría mejorarla.
—¿No estás haciéndote ilusiones?
—Huelo a los corruptos.
—Un sacerdote de Abydos… ¡Imposible!
—Ya veremos. Si puedo hablar de nuevo con él sabré algo más.
Medes comenzó a soñar: ¡tener un aliado en el interior de Abydos, el centro espiritual de Egipto, poder manipularlo, conocer los secretos del templo cubierto, utilizarlos en su beneficio! No, era un espejismo.
—¿Conoces el nombre y la función de este sacerdote?
—Todavía no, pero se presentó como mi interlocutor principal para asegurar el bienestar de sus colegas. Nuestra entrevista hubiera tenido que ser banal. Sin embargo, sentí que era otra cosa.
—¿Pronunció palabras que confirmasen esta impresión?
—No, pero…
—Tu imaginación te pierde, Gergu. Abydos no es un lugar como los demás. No esperes encontrar allí hombres ordinarios.
—Pocas veces me engaña mi olfato, os lo aseguro.
—Esta vez te equivocas.
—¿Y si tuviera razón?
—Lo repito: es imposible.
Sehotep desnudó con mucha lentitud a la joven que había conocido, la víspera por la noche, durante una cena oficial. No habían dejado de mirarse y, al finalizar la comida, se habían prometido verse de nuevo a solas. Puesto que el Portador del sello real y la hermosa morena tenían exactamente las mismas intenciones no se habían dispersado en inútiles palabras.
Ciertamente, ella estaba prometida, pero ¿cómo resistir el encanto de aquel apuesto dignatario, con los ojos brillantes de inteligencia y deseo? Ninguna costumbre obligaba a las muchachas a casarse vírgenes, y mejor era tener cierta experiencia para satisfacer al futuro esposo.
Por lo que a Sehotep se refería no podía prescindir durante mucho tiempo de compañía femenina. Vivir sin su magia, sus perfumes, su sensualidad, aquellos gestos que sólo eran suyos, le resultaba insoportable. Nunca se casaría, pues había demasiadas almas hechiceras para descubrir y demasiados cuerpos deliciosos para conquistar. A pesar de los reproches de Sobek el Protector, estricto moralista, seguía siendo el hombre de todas las mujeres.
Puesto que la atmósfera se había relajado claramente en Elefantina desde que el jefe de provincia Sarenput se había unido a Sesostris, el Portador del sello real pensaba de nuevo en el placer, para darlo y recibirlo a la vez. Como Superior de todos los trabajos del faraón acababa de supervisar los planos de ampliación del templo de Khnum en la isla de Elefantina y, a la mañana siguiente, se aseguraría del buen estado sanitario de los rebaños de Sarenput, que, como fiel vasallo, aceptaba sin rechistar aquella verificación.
Sehotep temía que algún importuno estropeara su vela da, pero no se manifestó oficial alguno. Se ocupaba, pues, con tanta delicadeza como ardor de aquel magnífico paisaje para explorar. Las hondonadas, los valles y las colinas de su nueva conquista eran suficientes para alegrar al más hastiado aventurero. Su secretario tuvo el buen gusto de aguardar a que terminara su viaje antes de molestarlo. Le entregó una carta redactada en una escritura codificada que sólo el faraón y él sabían descifrar.
El contenido justificaba la inmediata reunión de un consejo restringido.
—Calma chicha, majestad —declaró Sobek el Protector—, pero no he levantado ninguna de las medidas de seguridad.
—Sin caer en un optimismo bobalicón —añadió el general Nesmontu—, debo reconocer que el comportamiento de Sarenput no ofrece anomalía alguna. Su milicia esta ahora a mis órdenes y no debo deplorar incidente alguno. Esta alianza me parece decisiva.
—Desgraciadamente, no lo es —respondió Sesostris—. El texto de los decretos ha llegado al conjunto de los jefes de provincia, y ahora tenemos su respuesta.
Sehotep tomó la palabra.
—Up-uaut, jefe de una de las partes de la provincia del Granado y de la Víbora cornuda, ha pronunciado un discurso agresivo, reafirmando su independencia. Ukh, que reina en la otra parte de la misma provincia, lo ha imitado. Djehuty, a la cabeza de la provincia de la Liebre, anuncia una gran sorpresa que extrañará a su majestad.
—Dicho de otro modo, un ataque imprevisto —comentó el general Nesmontu.
—Por lo que se refiere a Khnum-Hotep, el jefe de la provincia del Oryx, afirma en voz muy alta el poderío de su familia, que seguirá rigiendo su inalienable territorio.
—Esos cuatro potentados quieren, pues, la guerra concluyó el general—. Con las milicias de Sarenput y de Uakha tenemos una pequeña posibilidad de vencerlos.
—Es demasiado pronto para lanzar esas tropas a una batalla —consideró Sesostris—. Su fidelidad es demasiado reciente. Y tampoco podemos permanecer inmóviles.
Nesmontu temía una nueva hazaña que, aquella vez, le fuera fatal al rey.
—Majestad, os recomiendo la mayor prudencia. Los jefes de provincia que os son hostiles acaban de endurecer su posición. Afrontarlos con fuerzas inferiores a las suyas desembocaría en un desastre.
—El responsable del marchitamiento de la acacia es uno de los cuatro: Up-uaut, Ukh, Djehuty o Khnum-Hotep —recordó Sehotep—. Sea cual sea el método utilizado hay que eliminarlo.
—Reuniendo las provincias —declaró Sesostris— ensamblamos lo que está disperso y participamos en el misterio osiriaco. Cuando Egipto está dividido, Osiris no reina ya y el proceso de resurrección se interrumpe y la muerte invade el cielo y la tierra, por eso vamos a abandonar Asuán y partir hacia el norte.
—¿Con qué ejército? —se preocupó Nesmontu.
—Con la flotilla que nos permitió conquistar Asuán sin derramar sangre.
—¡Majestad, la situación es muy distinta! Sarenput estaba aislado, mientras que nuestros cuatro adversarios cohabitan en la misma región. Su reacción, por lo demás, tiende a demostrar que se han unido. Up-uaut es famoso por su carácter agresivo e indomable. No vacilará ni un instante en lanzar contra vos su milicia.
—Saldremos mañana por la mañana —ordenó el rey.
En la morada de los cananeos procedentes de la ciudad de Siquem, el Anunciador había predicado largo tiempo la revuelta contra el faraón y la destrucción de Egipto. Fascinados, los discípulos bebían las palabras que tanto deseaban oír. Los futuros terroristas necesitaban el aliento de su jefe, pues su integración en la sociedad egipcia no resultaba tan fácil como estaba previsto. Encontraras trabajo no parecía demasiado difícil, pero los contactos con la población, con las mujeres sobre todo, les causaban asco. Detestaban su libertad, su habla franca y su influencia. Aquellas hembras habrían debido encerrarse en sus casas y obedecer a sus maridos. Y, además, la figura del faraón seguía siendo muy popular. De él esperaban justicia y prosperidad. En este aspecto, Sesostris acababa de lograr una crecida perfecta que apartaba por mucho tiempo el espectro de la hambruna, y su nueva administración gozaba de una reputación de honestidad y rigor.
Todo aquello era suficiente para ceder al desaliento un estado de ánimo que el Anunciador parecía ignora.
—¿No valdría más regresar a casa —propuso uno de los cananeos al finalizar el sermón—, levantar nuestro país y atacar el Delta?
El Anunciador le habló dulcemente, como si se dirigiera a un débil mental.
—También yo hubiera preferido esta solución. Pero obtener una victoria militar, rápida y total, es ahora imposible. El ejército de ocupación egipcio aplastaría el menor intento de revuelta. Debemos luchar, pues, desde el interior, aprender a vivir aquí, conocer al adversario, sus costumbres y sus puntos débiles. Será largo y difícil, pero os ayudaré, a ti y a tus compañeros.
La morada del libanés no estaba muy lejos de la de los cananeos, pero el Anunciador tomó un tortuoso itinerario que lo apartaba de allí.
—Separémonos —le dijo a Shab
el Retorcido
—. Deja que me adelante, y ocúltate.
—Si nos siguen, no he advertido nada.
—El que nos sigue es hábil.
—¿Debo eliminarlo?
—Limítate a observarlo y asegúrate de que está solo.
Shab estaba perplejo. ¿Quién había podido descubrirlo? Había tabiques estancos entre las distintas organizaciones del Anunciador, que era el único que conocía la compleja trama. Por lo que a sus miembros se refería, todos, sin excepción, se oponían ferozmente a Egipto. Ningún traidor habría podido introducirse entre ellos.
El Retorcido
se acuclilló bajo un tejadillo y fingió dormitar.
De una calleja vio aparecer al cananeo que quería regresar a su casa, el mismo a quien el Anunciador había reconfortado.
El hombre corrió, volvió sobre sus pasos y, luego, tomó por la calleja más estrecha. Nadie lo acompañaba.
Shab siguió sus pasos.
Estaba claro, el cananeo había perdido el rastro del Anunciador. Vacilante, no sabía ya qué dirección elegir.
Despechado, volvió hacia la izquierda.
Shab oyó un curioso ruido, parecido al que producía el aire al resbalar por el plumaje de un halcón en el momento de abalanzarse sobre su presa. Apareciendo de ninguna parte, el Anunciador acababa de posar su mano en el cráneo del cananeo, que lanzó un grito de dolor, como si unas zarpas de rapaz se hubieran hundido en su carne.
—¿Me buscabas a mí?
—No, no, señor… ¡Paseaba!
—Es inútil mentir. ¿Por qué me seguías?
—Os aseguro que…
—Si te niegas a hablar, te reviento un ojo. El sufrimiento es insoportable. Luego, te provocaré otro más atroz aún.
Aterrorizado, el cananeo confesó.