—Majestad —declaró Sarenput—, me gustaría mostrare, mi morada de eternidad. A vos y sólo a vos.
Sobek y Nesmontu se mordieron los labios para no enunciar una negativa basada en la más elemental prudencia. Acababa de suceder lo que temían: Sarenput esvelaba sus verdaderas intenciones. Ya cerca de su tumba unos sicarios asesinarían a Sesostris.
—Te sigo —dijo el rey.
Despechados, Sobek y Nesmontu se preguntaron cómo intervenir.
—¿Puedo serviros de remero? —ofreció el elegante Sehotep.
—Es inútil —replicó Sarenput—, yo mismo remaré. El ejercicio me mantiene en plena forma.
La insistencia hubiera humillado al jefe de provincia ¿No estaría aguardando una provocación para dar a sus milicianos la orden de que atacaran?
Sobek comprendió que Sesostris pensaba salir por si solo de aquel mal paso. A pesar de su colosal fuerza, ¿no corría el riesgo de sucumbir bajo su número?
Conducida con vigor por Sarenput, una hermosa barca de sicomoro se dirigió hacia el acantilado de la ribera oeste, en el que se excavaban las tumbas de los jefes de la provincia de Elefantina desde el tiempo de las pirámides. Para alcanzarlas había que recorrer una escalera y unas rampas bastante empinadas, flanqueadas por muros.
La barca atracó suavemente y ambos hombres treparon poco a poco y en silencio.
El fuerte sol del sur no los molestaba, ni al uno ni al otro.
Llegados ante la morada de eternidad de Sarenput se volvieron para contemplar un paisaje hechicero, compuesto por el río de un brillante azul, los palmerales de luminoso verde, la arena ocre y las casas blancas.
—Este lugar me gusta más que ningún otro —reconoció Sarenput—, aquí espero vencer a la muerte y pasar una vida en la eternidad. Uno de mis antepasados, que llevaba el mismo nombre que yo, hizo grabar estas frases: «Estaba lleno de alegría al conseguir alcanzar el cielo, mi cabeza tocaba el firmamento, rocé el vientre de las estrellas, siendo estrella yo mismo, y danzaba como los planetas.» ¿No es éste el único destino envidiable? Venid, majestad. Venid a ver el más hermoso de mis dominios.
Sesostris descubrió una tumba tallada en el gres cuyo suelo ascendía mientras el techo descendía para reunirse en un punto invisible, más allá de la capilla terminal. En la primera sala, grandiosa y austera, había seis pilares. Una escalera llevaba a un corredor que conducía a la cámara de culto, donde se abría una hornacina con la estatua del
ka
de Sarenput.
Avanzando por aquel eje que parecía un rayo de luz, Sesostris admiró seis estatuas del jefe de provincia como Osiris.
—Ésa es mi principal ambición, majestad: convertirme en fiel del dios de la resurrección. ¿Necesitáis una prueba más evidente de mi inocencia? Nunca habría intentado agredir la acacia de Osiris. Y lo que vos habéis realizado muestra que sois depositario de la sabiduría que tanto necesita este país. Si me opusiera, sería un criminal. Podéis considerarme, pues, un servidor leal que nunca os traicionará.
Orgulloso y decidido,
Buen Compañero
marchaba a la cabeza del cortejo. A su derecha, siguiendo apenas el ritmo,
Gacela
arrastraba su grueso vientre y sus colgantes ubres. Pero la hembra no se habría perdido bajo ningún pretexto aquella gran fiesta y, con la cabeza alta, no quería quedarse atrás.
Ambos perros se detuvieron ante una estela en la que estaban grabados los nombres de Sesostris.
—Venerad al faraón en lo más profundo de vosotros mismos —declaró Sehotep—. Unid su fulgor a vuestros pensamientos, propagad el respeto que debemos testimoniarle. Él da la vida. Se muestra generoso con quienes siguen su camino. Como Portador del sello real confirmo la pertenencia de esta provincia a la Doble Corona.
Sarenput, en cuyo rostro se veía una ancha sonrisa, se inclinó ante Sesostris.
Por primera vez desde hacía mucho tiempo, el general Nesmontu se relajó. Y el propio Sobek, con gran asombro, sintió una impresión de seguridad. El rey acababa de obtener una nueva victoria sin derramar ni una sola gota de sangre.
—Debo regresar al islote de Biggeh para asegurarme dique la circulación de la energía todavía está activa —indicó el monarca a Sarenput—. Prepara la fiesta durante la que anunciaré las obras de embellecimiento del gran templo de Elefantina.
Ante la gruta de las fuentes del Nilo, la joven sacerdotisa vio que el faraón salía de ella.
—Ha llegado para ti la hora de ir más allá. ¿Lo aceptas?
—Estoy dispuesta a ello, majestad.
—Necesitarás todo el valor y toda la firmeza de que puede ser capaz un ser humano. ¿Estás segura de que la tarea no supera tus fuerzas?
—Haré tanto como pueda.
El monarca ofreció a la muchacha un uraeus de oro macizo con incrustaciones de lapislázuli, turquesa y cornalina. La cobra hembra se levantaba en la frente del faraón para proyectar una llama tan potente que disipaba las tinieblas, eliminando a los enemigos de Maat.
—Toca este símbolo, empápate con su magia y confía en la mano que te guía.
La cobra estaba ardiendo.
La muchacha sintió que su energía le llenaba la sangre y le ofrecía una fuerza nueva.
El rey entró en la gruta, y la joven sacerdotisa se quedó sola. Recogida, degustó el silencio del islote sagrado sin temer lo que iba a suceder. Desde su infancia había deseado conocer los misterios del templo y sabía que el recorrido sería tan largo como difícil. Pero de cada prueba vivida había nacido una inmensa alegría que llevaba más lejos sus pasos en un paisaje cada vez más vasto. Y nada había turbado aquella andadura, salvo la aparición de un joven escriba del que había sabido que se llamaba Iker. Hubiera debido de ser un mero encuentro, pero no conseguía olvidarlo, como si se tratara de un amigo, casi de un íntimo, aunque no volvería a verlo nunca.
Siete sacerdotisas vistiendo una larga túnica roja y llevando unos tamboriles formaron un círculo alrededor de la muchacha.
Luego avanzó la superiora. Llevaba una peluca en forma de buitre y el collar-
menat
, símbolo del nacimiento del espíritu.
La muchacha se estremeció.
Sólo la reina de Egipto, la soberana de las Dos Tierras, la que veía a Horus y Set reunidos en el ser del faraón, podía lucir aquel tocado ritual. El signo jeroglífico del buitre significaba, a la vez, «madre» y «muerte», pues era necesario pasar por la muerte iniciática para encontrar a la madre celestial cuya encarnación era la reina.
—Que las siete Hator aprisionen el mal de ojo —ordenó.
Las ritualistas desplegaron una venda roja con la que envolvieron a la joven sacerdotisa.
—La hora de un nuevo nacimiento ha llegado —anunció la reina—. Fuiste iniciada en la función de sacerdotisa pura
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; luego, de músico que hace brillar el amor
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. Hoy, al abordar nuevos misterios, te conviertes en una Despierta
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. Las Venerables de la morada del dios Ptah, las Ancianas de la ciudad de Cusae y las Hator de la morada de Atum, el principio creador, son tus ancestros. Viven en las iniciadas aquí presentes y te harán oír la música del cielo, de las estrellas, del sol y de la luna.
Se elevó un canto dulce y profundo, acompañado por los tamboriles y los dos sistros que manejaba la reina. Sucesivamente, las ritualistas pronunciaron las siete palabras creadoras formuladas por la diosa Neith durante el nacimiento de la luz, brotada de sí misma fuera del agua primordial. Macho y hembra, anterior a cualquier manifestación, había inaugurado el proceso de todos los nacimientos moldeando las divinidades.
—Soy todo lo que fue, todo lo que es y todo lo que será —dijo la reina—, y ningún mortal ha levantado nunca mi velo, el sudario que protege el cuerpo de Osiris. A las iniciadas les corresponde tejerlo. Serás, pues, conducida a la Morada de la Acacia, donde las almas de Hator y de Osiris se reunirán en tu corazón. En este islote sagrado de Biggeh adopta la forma de la caverna de Hapi, en la que el agua celestial se une a la terrena. Atraviesa ese espacio, que tu vida se alimente con el agua fresca de las estrellas y el fuego del conocimiento.
Después de que la desnudaran, la muchacha entró en la gruta, donde contempló la llama. Luego, recorrió el camino de las constelaciones, cruzó las puertas del cielo, se bañó en el lago de luz y nació de nuevo en la mañana con los primeros rayos del sol en su amanecer.
Una sacerdotisa la colocó en el zócalo que simbolizaba a la diosa Maat y la abanicó con una pluma de avestruz, otra expresión de la misma realidad, para ofrecerle el buen viento que la llevaría hasta la ciudad de la felicidad.
La revistieron luego con una túnica roja y adornaron su cuello con un ancho pectoral de cuentas que significaba su renacimiento tras haber atravesado la región tenebrosa donde las fuerzas de destrucción no habían conseguido retenerla.
La reina le entregó una paleta de escriba y el pincel para escribir. Le puso luego una estrella de siete puntas en la cabeza.
—Tú, que eres ahora una Hator, debes convertirte también en una Sechat, pues te ha sido atribuida una función particular. No podrás limitarte a vivir en ti misma la iniciación y a degustar la paz interior del templo en compañía de tus Hermanas. Te aguardan temibles pruebas y tendrás que conocer las palabras de poder para enfrentarte con los enemigos visibles e invisibles. Te ayudaremos tanto como sea posible, pero sólo tú podrás obtener la victoria.
Iker se había marchado antes del alba, cuidando de no despertar a nadie en el palacio, dormido aún. La víspera había entregado a Djehuty todos los expedientes de los que se había encargado, mostrándose sordo a sus últimas advertencias.
El joven escriba subió al primer barco que se dirigía al norte. Levó anclas con la salida del sol y jugó con la corriente, tan rápida como caprichosa. El capitán, un experto bigotudo, manejaba el gobernalle a las mil maravillas. A bordo, una decena de viajeros, un buey, algunas ocas y
Viento del Norte
.
—¿Adonde vas, muchacho? —preguntó el capitán.
—A Kahum.
—Unas veinte horas de navegación, numerosas paradas, una noche de descanso si no hay incidentes… ¿Cuánto ofreces?
—Dos pares de sandalias de buena calidad, una pieza de lino y un papiro de tamaño mediano.
—¡Pagas bien, caramba! ¿Hijo de buena familia?
—No, simple escriba de la provincia de la Liebre, al servicio de Djehuty.
—Un gran notable muy respetado. ¿Por qué vas a Kahum?
Sus preguntas empezaban a exasperar a Iker, que, sin embargo, intentó seguir siendo amable.
—Por motivos personales.
—¿Una misión confidencial?
—Si os parece.
—Kahum es un lugar extraño. Yo no lo conozco, pero al parecer está bien protegido y es preciso tener autorización para vivir allí. ¡No debes de ser un cualquiera!
—Os he dicho que soy un simple escriba.
Puesto que no soportaba ya el interrogatorio, Iker se tendió en su estera de viaje y fingió dormirse.
El capitán discutió con otro pasajero. Estaba claro que era un incorregible charlatán.
Como se había anunciado, las paradas fueron numerosas. Unos subían, otros bajaban, se entablaban conversaciones, se mordisqueaban tortas, cebollas o pescado seco, se bebía cerveza dulce y la gente se dejaba arrastrar al compás de un río benevolente. Iker escuchaba con desatento oído las historias de familia y los relatos de procesos y querellas domésticas.
Una nueva parada intrigó a
Viento del Norte
, cuyas orejas se irguieron.
No era una aldea, sino un pequeño palmeral surcado por las acequias de irrigación. Salieron dos hombres mal afeitados, de brazos musculosos como remeros.
Remeros que se parecían a los miembros de la tripulación que deseaban aniquilar a Iker. Se instalaron a popa.
¡De modo que el capitán le había tendido una trampa! Se había burlado de él haciéndole unas preguntas cuyas respuestas conocía. Aquellos dos bandidos iban a terminar el trabajo.
Iker se acercó al bigotudo, que parecía haberse adormecido.
—¿No vigiláis el río?
—Un buen marinero duerme con un solo ojo.
—Desembarcadme en seguida.
—¡Falta mucho aún para Kahum!
—He cambiado de opinión.
—No sabes lo que quieres, muchacho. ¿Adonde deseas ir, realmente?
—Desembarcadme.
—No tengo prevista ninguna parada inmediata. Si insistes, quiero un suplemento.
—Os he pagado generosamente, ¿no?
—Es cierto, pero…
—¿Bastará una estera nueva?
—Si realmente es nueva…
Iker le entregó una de sus dos esteras de viaje. Satisfecho, el capitán inició la maniobra de atraque.
En cuanto pusieron la pasarela, Iker y
Viento del Norte
desembarcaron. El joven escriba estaba convencido de que los dos remeros iban a imitarlo. Se equivocaba. El barco se alejó.
—Tendremos que caminar más de lo previsto —dijo Iker a
Viento del Norte
—. Al menos, nadie nos perseguirá.
El asno asintió, Iker se sintió aliviado.
—Aquellos dos tipos tenían realmente muy mal aspecto. Después de lo que me sucedió, ¿cómo no ser desconfiado?
Iker comprobó que nada faltaba en su material de escriba, mientras el asno se daba un banquete de cardos. Luego, siguieron hacia el norte tomando por un sendero que flanqueaba los cultivos.
—¡Me obsesionan tantas preguntas! En Kahum obtendré, tal vez, respuestas. Pero ¿por qué se niegan a hablarme del país de Punt? Djehuty sólo me ha revelado parte de la verdad. A menos que él mismo esté peor informado de lo que imagino. ¡Y el que quería aniquilarme es el propio faraón! ¿Qué daño le habré hecho? No soy nada, no amenazo en modo alguno su poder. Y, sin embargo, la tomó conmigo. Si fuera razonable, huiría para que así me olvidara. Pero es imposible renunciar a la verdad, sean cuales sean los riesgos. Y quiero que renazca. Tengo ganas de combatir por su causa.
Viento del Norte
decidió los tiempos de descanso y eligió los lugares sombreados donde dormitar antes de proseguir el camino. Los dos compañeros sólo se cruzaron con campesinos, malhumorados unos, amables otros. En una granja, Iker redactó varias cartas para la administración, con la que el propietario tenía conflictos. A cambio, recibió alimentos.
Al acercarse a la rica y lujuriante provincia del Fayum, el asno comenzó a rebuznar con insistencia. Sin duda alguna, detectaba un peligro.