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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El árbol de vida (12 page)

BOOK: El árbol de vida
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—¿No merece vino una hazaña como la nuestra? —sugirió Sekari.

Horuré fingió reflexionar.

—Pides demasiado… Pero había pensado en ello.

Sekari vació tres copas, una tras otra, y luego se tomó el tiempo de degustar el caldo, con mucho cuerpo, mientras comía por cuatro.

—¡Lástima que en este lugar falten mujeres! De lo contrario, sería la felicidad total. Muy pronto pasaremos alegres veladas. ¿Tienes alguna amiguita, Iker?

—Estoy buscando a una mujer.

—¡Sólo a una! ¿Dónde la encontraste?

—Primero junto a un canal, bajo un sauce.

—¡Ah, la diosa que se aparece a los boyeros! Es una vieja leyenda que no carece de encanto. Pero yo estoy hablando de una mujer de verdad.

—Existe.

—¿Cómo que existe?

—La vi por segunda vez.

—¿También bajo un sauce?

—No, en una fiesta, en el campo. Y acabo de verla por tercera vez en el corazón de la turquesa.

Sekari vació otra copa de vino.

—Has trabajado mucho, Iker, has dormido poco y todas estas emociones te han turbado. Unas horas de sueño te devolverán el aplomo.

—No conozco su nombre, pero sé que es sacerdotisa.

—Ah… ¿Más bien bonita o más bien austera?

—No hay en el mundo mujer más bella.

—¡Pareces realmente enamorado! Espero que tu sacerdotisa no pertenezca al «Círculo de oro» de Abydos.

—¿De qué se trata, Sekari?

—Es una expresión que los jardineros empleábamos para designar a los iniciados que se retiran a un templo.

—No es ése el caso, puesto que participaba en la fiesta como portadora de ofrendas.

—¡Mejor para ti! Pero espero que no fuera ésa su última aparición antes de reunirse con sus colegas.

—¿Por qué el «Círculo de oro» y por qué Abydos?

—¡Me preguntas demasiado! Abydos es el lugar más misterioso de Egipto, donde Osiris resucita para que el país siga viviendo en armonía, como todos saben. El resto no es cosa de la gente como nosotros.

—¿Crees que es posible entrar en ese Círculo?

—Para serte franco, me importa un comino. Y también a ti, en el fondo.

—¿Cómo puedes afirmarlo?

—Porque tienes imperiosas tareas que cumplir. ¿Acaso no buscas el rastro de dos marineros que son la causa de tus desgracias?

—Dos marineros, un barco, un falso policía que intentó asesinarme —murmuró Iker—, Y, además, el país de Punt…

—¡Ah, no, no vuelvas a hundirte en la leyenda! ¿Te das cuenta de que te has convertido en el mayor descubridor de turquesas y que esta hazaña tal vez sea contada al faraón en persona?

—Olvidas que el comandante del cuerpo expedicionario es Horuré. Y él será considerado el autor de la hazaña.

—Sin duda tienes razón —reconoció Sekari—, Pero bueno, ¡somos libres!

—¿Me ayudarás en mi búsqueda?

El hortelano pareció molesto.

—¿Sabes?, soy un tipo apacible que sólo aspira a una vida tranquila, lejos de los conflictos. La pelea no es mi fuerte.

—Lo comprendo. Nuestros caminos se separan, pues.

Ebrio, Sekari se sumió en un profundo sueño en cuanto se tendió en su estera. Al no conseguir dormirse, Iker salió de la cabaña y contempló las estrellas. ¿Por qué lo manipulaba así el destino? ¿Hacia dónde lo arrastraba?

Pensar en la joven sacerdotisa lo apaciguaba y le hacía sufrir al mismo tiempo. Si realmente era inaccesible, nunca conocería la felicidad. Pero ¿por qué desesperar cuando, en aquellos momentos, podía reanudar su oficio y su búsqueda? ¿No era el descubrimiento de la turquesa una señal alentadora? Iker había conseguido su objetivo tras correr riesgos y percibir el secreto de la montaña. Si seguía portándose así, descubriría la pista de sus agresores y acabaría sabiendo por qué lo habían elegido como presa. Y se convenció de que la diosa Hator lo guiaría hasta aquella a la que amaba.

Iker creyó haber oído un grito ahogado procedente del lugar donde desembocaba el principal camino de acceso a la meseta. Allí se encontraba permanentemente un centinela.

El muchacho caminó en aquella dirección, pero su instinto le impidió revelar su presencia.

Varias siluetas se agazaparon detrás de las rocas.

Todo había ocurrido tan pronto y tan silenciosamente que no parecía que hubiese sucedido nada anormal.

Pero Iker se había percatado de la situación: unos intrusos violaban el territorio de la diosa tras haber acabado con el centinela.

Con la frente bruscamente sudorosa quiso dirigirse hacia la casa de Horuré, pero otras siluetas le cerraron el paso. Y un grito quebró la quietud de la noche.

—¡Al ataque —aulló Shab
el Retorcido
—, y matadlos a todos!

22

Tras haber acabado con los centinelas que vigilaban la meseta, los asaltantes caían como una oleada.

Ante la tranquila mirada del Anunciador, que ni siquiera había tenido que intervenir, Shab
el Retorcido
y los merodeadores de la arena mataron a policías y mineros.

Mientras el comandante Horuré intentaba organizar algo que se pareciera a la resistencia, Jeta-de-Través le destrozó la nuca a pedradas.

—¡Dadles duro, amigos, estoy con vosotros! —aulló dirigiéndose a los agresores.

Desamparado, Iker quería lanzarse a la batalla cuando alguien lo arrojó al suelo.

—Hazte el muerto —le ordenó Sekari—, vienen hacia aquí.

Con los garrotes ensangrentados en la mano, varios asesinos pasaron junto a ellos sin concederles la menor atención.

—¡Hay que largarse de aquí enseguida!

—¿Eres tú, Sekari?

—¿Tanto he cambiado? ¡Muévete!

—Debemos combatir, debemos…

—No tenemos posibilidad alguna.

Como si estuviera borracho, Iker se dejó arrastrar por Sekari.

—¿Tu nombre? —exigió el Anunciador.

—Jeta-de-Través.

—¿Por qué nos has ayudado?

—Estaba condenado a cadena perpetua en las minas de cobre. Me transfirieron aquí para encontrar a la reina de las turquesas.

—¿Lo conseguiste?

—Yo no. Pero un chivato de la policía, un tal Iker, la extrajo del vientre de la montaña.

—¿Dónde se encuentra esa maravilla?

—Probablemente en casa del comandante Horuré, al que he matado con mis propias manos. Ha sido para mí un placer liberarme de mis carceleros. Y voy a infligirles el peor de mis castigos, el que ellos reservan a los criminales: quemar sus cadáveres.

El Anunciador asintió con la cabeza.

Mientras Jeta-de-Través y Shab
el Retorcido
encendían unas piras, su jefe entró en la morada de Horuré. No necesitó mucho tiempo para apoderarse de un cofre de alabastro en el que se ocultaba la admirable turquesa. Mientras su banda banqueteaba, orgullosa de su primera gran victoria, el Anunciador ofreció la valiosa piedra a la luz lunar, para que se cargara de energía.

La turquesa se convertía, de ese modo, en una arma decisiva en el camino de su conquista.

—¿Quién sois realmente? —le preguntó Jeta-de-Través, con una curda considerable.

—El que te permitirá matar el máximo de egipcios.

—¡Sois entonces un general!

—Mucho más que eso. Soy el Anunciador, que extenderá su culto y su nueva religión por todas partes.

—¿Y qué me valdrá eso a mí?

—Mis discípulos conocerán la gloria y la fortuna.

—Me importa un pepino la gloria. La fortuna, me interesa.

—La mitad de las turquesas que se conservan en el tesoro de esta explotación te pertenecen.

A Jeta-de-Través se le hizo la boca agua.

—¡Vos sois un patrón estupendo! Yo no tengo cabeza para mandar. A ese precio, os seguiré. Pero intentad no ablandaros.

—No temas.

—Lo que me molesta es no haber identificado el cadáver del tal Iker. Pero esas carroñas arden tan bien que ya no se reconoce a nadie. ¿No bebéis con nosotros?

—Alguien tiene que mantener la cabeza fría.

Tambaleándose, Jeta-de-Través se guió por la luz de los braseros donde se consumían los cuerpos de los policías y de los mineros para reunirse con la vociferante horda de los vencedores.

Ni Sekari ni Iker se habrían creído capaces de correr tanto tiempo. Al final, sin aliento, se sentaron en unas piedras planas.

—No debemos detenernos —recomendó Sekari—. Sin duda, esos bandidos intentarán alcanzarnos.

—¿Quiénes crees que son?

—Probablemente, merodeadores de la arena. Por lo común, atacan las caravanas.

—¡Jeta-de-Través los ha ayudado!

—Normal, Iker. Su corazón es malvado.

Volvieron a ponerse en marcha y anclaron hasta agotarse. La sed secaba su garganta.

—¿Cómo encontrar el emplazamiento de las aguadas? —preguntó Iker.

—Ni la menor idea.

—Miremos de frente la verdad, Sekari: sobrevivir va a ser difícil.

—Tu verdad no me gusta en absoluto.

—Sin duda, mejor habría sido morir combatiendo.

—No, puesto que estamos vivos. Frota tus amuletos unos contra otros y póntelos en la garganta.

Iker lo hizo y la sensación de sed se atenuó.

—Ahora yo.

A continuación siguieron alejándose del lugar de la matanza, menos angustiados.

Mediado el día, la arena se hizo tan ardiente que les abrasaba los pies. Excavaron un agujero para refugiarse, con el taparrabos en la cabeza para protegerse del sol. Cuando la temperatura descendió, partieron de nuevo.

La sed era tan intensa que ni siquiera los amuletos conseguían calmarla ya.

Frente a ellos había una extraña montaña de reflejos dorados.

—No tendremos fuerzas para superar este obstáculo —advirtió Sekari.

—Se mueve.

—¿Qué estás diciendo?

—La montaña se mueve, Sekari.

—Es un espejismo… Un simple espejismo.

—Viene hacia nosotros.

Atento, Sekari no podía desmentir a su compañero.

—¡Estamos volviéndonos locos, mi pobre Iker!

Algunas rocas se desprendieron de la cima, rodaron por la ladera y cayeron con estruendo al suelo.

—¡Es un terremoto! —gritó Sekari, sin saber hacia dónde huir.

—Observa el color de la montaña —recomendó Iker, impasible.

A medida que las rocas se quebraban iba apareciendo un matiz azul-verdoso.

—Es Hator que nos protege. No nos movamos de aquí y venerémosla.

Poco convencido de lo acertado del punto de vista de su compañero Sekari se arrodilló, de todos modos, e invocó a la diosa del cielo.

A dos dedos de su pie izquierdo se abrió una grieta.

—¡Realmente, este lugar no es seguro!

—Contempla la obra de la diosa.

Toda la montaña se había vuelto turquesa, y los ruidos inquietantes se atenuaban.

Cuando la tierra dejó de gemir, Sekari lanzó una ojeada a la grieta. Y lo que descubrió lo dejó pasmado.

—Parece… ¡agua!

Hundió allí el brazo y lo sacó mojado.

—¡Agua, Iker, estamos salvados!

—Bebamos a pequeños tragos.

Por primera vez en su vida, aquel líquido le pareció a Sekari tan delicioso como el vino. Ambos compañeros se rociaron, se lavaron y bebieron.

—No tenemos odre —deploró Sekari—. Si nos alejamos de esta aguada, estamos listos. Además, comienzo a tener realmente hambre.

—Hator nos protege —recordó Iker—. Pasemos aquí la noche y esperemos otra señal.

—Si gozas de los favores de todas las diosas, tranquilízame en seguida.

—Como tú, soy sólo un hambriento perdido en este desierto. Pero ¿no es este mundo más misterioso de lo que parece? Si sabemos leer ciertos mensajes, tal vez descubramos una salida.

—Pues bueno, durmamos.

Cuando Sekari soñaba en una enorme costilla de buey asada a las finas hierbas y una jarra de cerveza fresca lo sacudió.

—¿Qué pasa?… ¿Se ha vuelto a mover la montaña?

—El sol acaba de salir. Nos hemos de poner en marcha antes de que haga demasiado calor.

—¿Cómo que en marcha? ¡Yo no me alejo de esta aguada!

—No hagamos esperar a nuestro guía.

El hortelano se levantó de un brinco y miro a su alrededor.

—¡No veo a nadie!

—Arriba, en el cielo.

Un halcón describía anchos círculos por encima ambos hombres.

—¿Te burlas de mí, Iker?

—Mi viejo maestro me enseño el nombre de Hator significa Morada de Horus
(11)
. Y la encarnación de Horus es, precisamente, este halcón que la diosa nos envía para guiarnos.

—¡El desierto te ha turbado definitivamente el espíritu!

—Ven, sigámoslo.

—Pero… ¿Y la aguada?

—Él nos indicará otra.

—Prefiero quedarme aquí.

—¿También prefieres ver cómo llegan los merodeadores de la arena?

El argumento sirvió. Aunque protestando, Sekari caminó detrás de Iker.

—Tu halcón no se preocupa de nosotros sino de su futura presa. Mira, se aleja y nos abandona.

Pero el halcón regresó.

Unas veces avanzaba y otras daba vueltas por encima de sus protegidos.

Al cabo de varias horas de marcha sintieron de nuevo la quemadura de la sed.

—¡El halcón acaba de posarse! —gritó Sekari tropezando con una piedra.

—Y tú acabas de golpear una pequeña estela. ¿Y si caváramos?

Al pie del modesto monumento había dos jarras con frutos secos, y algo más lejos una aguada.

—No es un festín —consideró Sekari—, pero nos bastará con eso.

23

Hacía mucho tiempo que ambos viajeros no contaban ya los días. Seguían al halcón que, tras haberlos guiado hacia el oeste, se había dirigido hacia el sur. Cada vez que la rapaz se posaba, Iker y Sekari encontraban agua o comida o ambas cosas. Y no se habían cruzado en su camino con ningún merodeador de la arena.

Luego, el desierto se hizo menos árido, adornándose con arbustos espinosos y tamariscos enanos.

Con un potente aleteo, el halcón ascendió hacia el sol y desapareció en la deslumbradora luz de mediodía.

—Nuestro guía nos abandona —se lamentó Sekari.

—Mira allí: lo sustituye otro.

En lo alto de una colina había una hermosa gacela blanca con los cuernos en forma de lira.

—Un narrador me enseñó que era el animal de Isis y que permitía al extraviado encontrar su camino —indicó el hortelano.

La gacela partió al galope.

—¡Lamentablemente sólo era una leyenda!

—No estés tan seguro —respondió Iker.

—¿No has visto cómo se largaba?

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