Llevaba una camisa de lino con un único tirante en el hombro izquierdo y un delantal rectangular en el que se representaba un grifo aplastando a los enemigos de Egipto.
El puño del flautista obligó a Iker a tenderse en el suelo.
—Venera al faraón, el ser que nos da la vida.
Sesostris levantó hacia el cielo la ofrenda de trigo y de cebada que correspondía a los dioses. Luego subió la escalera que llevaba a la cima del más alto de los graneros y, con un tizón, encendió un brasero en el que se habían depositado bolitas de incienso.
Mientras llevaba a cabo aquel rito, el rey pensaba en la mirada del hombre que se había clavado en la suya. No había conocido otra semejante.
Muy atento aún, Iker escuchaba al faraón.
—Osiris muere y vuelve a vivir, se ofrece para alimentar a su pueblo. Padre y madre de los humanos, produce los granos con la energía secreta que hay en él, para que los seres subsistan. Todos viven de su respiración y de su carne, pues vino de la isla de la llama para encarnarse en los cereales. Comemos el cuerpo de Osiris, y perduramos gracias al oro vegetal.
Pequeña Flor ofreció al rey una muñeca hecha con espigas. Reproducida en varios ejemplares, aquella novia del trigo se expondría en la fachada de cada casa hasta la siguiente cosecha.
Luego, el flautista entregó una hermosa y gran cesta fabricada con flexibles juncos, coloreados en amarillo, azul y rojo. El fondo estaba reforzado con dos barras de madera cruzadas.
—He aquí la cesta de los misterios, majestad. Lo que estaba disperso se ha reunido aquí.
—Que regrese al templo —ordenó Sesostris.
El propietario de la granja apareció temblando de emoción y se prosternó.
—¡Majestad, mi vaca más hermosa está pariendo! ¡El milagro se produce una vez más!
Todos los participantes en la ceremonia se desplazaron hacia el establo.
El flautista pronunció unas fórmulas mágicas que favorecían el parto, mientras el jefe de los boyeros ayudaba al animal, que le lamió la mano.
Luchando contra el sufrimiento, la vaca alargó el cuello y dobló los cuartos traseros. El boyero le acarició los cuernos para calmarla.
—El Verbo se encuentra en los toros —recordó el faraón—; la intuición conocedora, en las vacas. Que se los trate con el mayor respeto.
La voz tranquilizadora del soberano apaciguó a la madre.
Y apareció la cabeza de un pequeño ternero, de la que el partero tiró suavemente, al igual que de las patas anteriores. Estaba manchado, con los ojos marrones, pero era soberbio.
El partero lo depositó ante la madre, que lo lamió largo rato.
Todos aguardaban su decisión.
La mirada profunda y decidida de la vaca se clavó en Iker.
—Acércate y lleva al ternero manchado —exigió el flautista.
Iker sostuvo con ternura pero con cierta torpeza al pequeño ser, que no manifestó inquietud alguna.
—El nuevo sol ha aparecido —concluyó el faraón—. Que la fiesta del fin de las cosechas nos reúna en la alegría.
Para Sobek el Protector y sus hombres no se trataba de abandonarse y de participar, por poco que fuese, en los festejos. Dado su estado de salud, Uakha, el jefe de la provincia de la Cobra, no había podido asistir al ritual para acompañar al rey. Pero ¿no sería una hábil estrategia que le permitiría declinar cualquier responsabilidad en caso de atentado?
Aventurarse así en territorio hostil parecía una locura. Sin embargo, Sesostris había tomado aquella decisión, y el jefe de su guardia personal debía adaptarse a ello. Afortunadamente, la corte de Menfis ignoraba los reales proyectos del monarca.
—¿Qué has sabido de Uakha? —preguntó Sesostris.
—Se le considera un buen administrador, apreciado por su gente, y nunca se ha pronunciado abiertamente contra vos. Su mayor preocupación, al igual que sus predecesores, es concluir su morada de eternidad.
—¿Dispone de una milicia?
—No, sólo de unas fuerzas de orden bastante reducidas, sin contar los policías del desierto que vigilan las pistas que llevan a los oasis de Dakleh y de Khargeh. Esta provincia comienza con ellas y asume la seguridad de las caravanas.
—¿Has investigado al muchacho que te indiqué?
—Se llama Iker. Es un obrero agrícola contratado recientemente.
—Que no lo pierdan de vista.
Sobek se incomodó.
—Si lo consideráis peligroso, majestad, ¿por qué no detenerlo?
—No es una amenaza.
—Pero entonces…
—Limítate a hacer que lo observen sin que él lo sepa.
Corroído por la artrosis, el jefe de provincia Uakha recibió al faraón en el umbral de su increíble morada de eternidad, que recordaba los conjuntos arquitectónicos del tiempo de las grandes pirámides. La gigantesca tumba trepaba hacia la cima del acantilado, impregnándose con la fuerza de la Montaña alta. Sus partes sucesivas estaban unidas entre sí por unas escaleras.
Al templo de acogida le sucedía una larga calzada que llevaba a un primer patio; luego, la rampa desembocaba en un pórtico con columnas que daba a un segundo patio cerrado por altos muros. A continuación venía una especie de santuario que albergaba la cámara de resurrección. Al final del recorrido, en el mismo eje, había una hornacina para el
ka
, punto de contacto entre el mundo conocido y el más allá.
—Un espléndido monumento, casi digno de un rey — comprobó Sesostris.
—Soy consciente de ello, majestad, pero no veáis en eso provocación alguna. Esa era la tradición local que se extinguirá conmigo.
—¿Por qué razón?
—Porque vuestro reinado será un gran reinado y habéis decidido poner fin a la independencia de los jefes de provincia.
—¿De dónde sacas esta conclusión?
—De vuestra presencia aquí.
—Y si fuera cierto, ¿cómo reaccionarías?
—Aprobándoos sin reserva, pues esta anarquía ha durado ya demasiado. De momento, los daños son mínimos, pero ya es hora de restablecer con firmeza la ley de Maat. Reuniendo las provincias y manteniendo su unión con una mano inflexible haréis próspero Egipto. ¿Me dais autorización para sentarme en esta banqueta de piedra?
Sesostris asintió.
—Soy feliz al haber vivido el tiempo suficiente para conocer ese momento — confesó el viejo Uakha—, Un rey débil habría diseminado el poder y destruido el país.
—Algunos jefes de provincia no comparten tu opinión.
—No lo ignoro, majestad. Con cinco de ellos, la confrontación puede ser dura, violenta incluso. Sobre todo, no retrocedáis. Las grandes familias hicieron mal al vincularse al carácter hereditario de las funciones, olvidando que la calidad del ser y la competencia deben prevalecer sobre el nacimiento. El sistema se ha vuelto tan rígido que debemos romperlo en seco. Sois vos el que reina, nadie más.
Indescifrable, el monarca no manifestó la menor señal de satisfacción.
—Vuestros adversarios son ricos, arrogantes y están decididos —prosiguió Uakha—, Podéis contar conmigo, con mis policías y con la población de mi provincia para apoyaros en vuestra empresa.
—Se ha declarado otra guerra —reveló Sesostris.
—¿Quién nos ataca?
—Un ser capaz de manejar la fuerza de Set y decidido a dar muerte de nuevo a Osiris.
El rostro de Uakha se ensombreció.
—Y suponéis, majestad, que se trata de uno de los jefes de provincia que os son hostiles.
—Es una hipótesis que no puedo descartar.
—¿Cómo ha podido nuestra tierra engendrar semejante monstruo? Al actuar así arruinaría los esfuerzos realizados desde el tiempo de los dioses y nos sumiría en las tinieblas.
—Por eso debo identificarlo mientras hago que Egipto sea coherente y fuerte.
—No dispongo de información alguna sobre semejante demonio —precisó Uakha.
—¿Qué sabes de Punt?
—Es una hermosa leyenda, majestad. Hace mucho tiempo, al parecer, unos navegantes descubrieron el emplazamiento de ese país maravilloso y trajeron oro de él.
—¿No hay ningún yacimiento en el territorio que controlas?
—Ninguno.
—¿Estás satisfecho de tus canteros, Uakha?
—Sus obras hablan por ellos, majestad.
—Voy a necesitar a esos artesanos durante un largo período, y estarán sometidos al secreto.
Sesostris iba a saber si el jefe de provincia Uakha era realmente un aliado.
—Están a vuestra disposición, majestad.
Inspector de impuestos y recaudador de tasas, Gergu era un hombre gordo, un alcohólico pocas veces borracho y un aficionado a las mujeres, a las que consideraba como objetos para dar placer. Divorciado por tercera vez, se había complacido martirizando a sus esposas, tan asustadas por su violencia que no se habían atrevido a denunciarlo. Por lo que se refería a su hija única, refugiada en casa de su madre, juraba que no volvería a ver a aquel bruto. Al encontrarse con el tesorero Medes, Gergu se había labrado un nuevo destino. Convertirse en testaferro de aquel personaje importante, bajo el manto de sus funciones oficiales, le daba impulso. En adelante podría, con total impunidad, ejercer su crueldad natural sobre las víctimas que le designaran o sobre las que él eligiera.
El trabajo no sólo estaba bien pagado sino que se anunciaban también buenos ascensos. Puesto que Medes, forzosamente, treparía por jerarquía, Gergu lo seguiría.
Marino de formación, él mismo llevaba el gobernalle del navío fiscal. Por lo mismo, en sus desplazamientos por tierra no se sentía cómodo ya que sudaba mucho. Supersticioso, siempre viajaba con más de una decena de amuletos.
Al llegar a Coptos, Gergu se sintió aliviado. El desierto lo oprimía y, como su patrón, no aguantaba el calor. Pero era allí, en aquella ciudad, donde encontraría el rastro de las dos cajas que Medes quería. Su instinto de cazador pocas veces lo engañaba, y había acosado a suficientes animales salvajes como para sentir que la pandilla de marineros deshonestos no debía de estar lejos.
Con un equipo de policías provistos de garrotes, Gergu no se anduvo con finura. Hizo la ronda de las tabernas e interrogó a cada uno de los patrones. El sexto fue el bueno.
—Es cierto —admitió el encargado—, algunos jaraneros presumieron de haber echado mano a un tesoro inesperado y se embriagaron hasta el amanecer.
—¿Hablaron de la naturaleza de ese tesoro? —preguntó Gergu.
—Perfumes y ungüentos valiosos, por lo que oí.
—¿De qué procedencia?
—No hablaron de ello.
—¿Y adonde fueron esos jaraneros?
—El más excitado, al que llamaban «capitán», habló de la granja de sus padres, al sur de la ciudad. Permanecerían allí tranquilos esperando el resultado de las transacciones. Realmente no sé nada más.
—Ya está bien, tabernero. A condición, claro está, de que no hayas mentido.
—¡Claro que no! ¿No tendré problemas por ello, al menos?
—Muy al contrario —afirmó Gergu con una sonrisa golosa— Si aceptas entrar en mi organización de informadores, obtendrás incluso un buen beneficio.
—Os indicaré el emplazamiento de esa granja al sur de la ciuda.
El capitán tenía los ojos clavados en las dos cajas de las que aún brotaba un aroma delicioso.
Cada vez que intentaba abrirlas se volvían tan ardientes que se veía obligado a renunciar. Sus cómplices empezaban a impacientarse, pero ninguno quería correr el riesgo de ser víctima de un maleficio. Sin duda, poseían una fortuna, pero ¿cómo negociarla del mejor modo?
Era preciso alejarse de Coptos y tratar el asunto en una ciudad más grande para pasar desapercibidos, tal vez en Menfis.
Lo más molesto era tener que compartir. De momento, el capitán necesitaba porteadores. Luego sería distinto.
Un ruido de lucha llamó su atención.
Fuera, combatían. Hubiera debido salir, pero no podía abandonar las cajas.
Brotaron unos gritos feroces; a continuación, durante algunos segundos, se hizo el silencio.
Gergu irrumpió en la estancia.
—¡Ah, he aquí sin duda al famoso capitán y jefe de los ladrones! Y no está solo… ¡Ahí están las dos cajas que busca el fisco!
—¿El fisco? Pero…
—¿Declaraste estas riquezas a la administración?
—Todavía no, pero…
—Uno de tus hombres está muerto, los demás han sido detenidos. Culpables de agresión a representantes del orden, han cometido una falta muy grave, que puede castigarse con penas muy severas. Ni ellos ni tú volveréis a ver el mar.
—¡Yo no he luchado!
—Sólo los cobardes rehúyen sus responsabilidades —asestó Gergu.
—¡Estas cajas no me pertenecen! Tomadlas y dejadme partir.
—¿Cómo las obtuviste?
—¡Por casualidad! Recogí a un náufrago en una isla desierta.
—¿Cuál era su emplazamiento?
—Vi cómo se hundía entre las olas.
Gergu abofeteó al capitán.
—Me horroriza que se burlen de mí. ¡Hablarás, y pronto!
Golpeó al marinero con delectación.
Con la nariz y varias costillas rotas y el rostro cubierto de sangre, el capitán relató los acontecimientos tal como habían sucedido. Convencido de la sinceridad de su interlocutor, Gergu estaba desconcertado.
—¿Qué hay en estas cajas?
—¡No he conseguido abrirlas! Cuando lo intento, me abrasan las manos.
Gergu, por su parte, no lo intentó. La temeridad no era su fuerte y no le pagaban para que corriera riesgos. Aquel asunto le parecía cada vez más extraño, y a Medes le correspondía desenredar los hilos de aquella madeja.
Un criado sirvió cerveza fresca a Medes y a su visitante.
—¿Ha hablado el muchacho? —preguntó el tesorero con impaciencia.
—Realmente no sabía nada, señor —afirmó el falso policía—, y no hace más que repetir su absurda historia. Creo que el muchacho quedó aterrorizado por su naufragio y que ha perdido la cabeza.
—¿Te has librado de él?
—Vuestras órdenes han sido ejecutadas.
—Bueno será que te alejes de la región. Te he encontrado un excelente puesto lejos de aquí, en el Fayum. Poco trabajo, hermosa casa y buen sueldo. Te he reservado una plaza en un barco.
El falso policía se inclinó y desapareció.
Despechado, Medes vació de un trago dos copas de cerveza. No dudaba de que el interrogatorio se hubiera hecho bien ni de que el pequeño escriba hubiese perdido la cabeza. Ya sólo quedaban las dos cajas, si acaso existían.
La respuesta no tardó.