Horuré los condujo hasta un gran patio flanqueado por cisternas y albercas de purificación.
Levantó los ojos hacia la montaña.
—Estáis ante el santuario de Hator, nuestra protectora. ¡Que nos oriente en nuestra búsqueda y nos ofrezca la piedra perfecta!
En un altar, Horuré depositó una copa de alabastro que contenía vino, un collar, dos sistros y una estatuilla de gata.
—Cuando la diosa está furiosa y quiere castigar a los humanos, adopta la forma de una leona. En el desierto, mata a los extraviados. Cuando la Lejana regresa a la tierra amada por los dioses, se transforma en gata, dulce y afectuosa. Es poseedora de la piedra turquesa, símbolo de la alegría y de la renovación, capaz de triunfar sobre la desgracia y la decrepitud. Esta piedra transmite su energía a los hijos de la luz y hace nacer en ellos el júbilo. Hator, tú permites que el sol brote y resucitas cada mañana nuestro mundo. Que tu fulgor penetre en nuestros corazones.
Iker vivió cada una de las frases como una revelación. Se sentía tan bien en aquel santuario que el rostro de la hermosa sacerdotisa reapareció. Estaba allí, muy cerca de él, y compartía su emoción.
La breve ceremonia terminó demasiado pronto y todos salieron del templo. Horuré llevó a los condenados hasta el píe de un ingrato acantilado.
—El lugar es peligroso —reveló—. Por eso está reservado sólo para vosotros. Cuando le presentamos la estatua de Min, retrocedió. Dicho de otro modo, la cantera está preñada, pero se niega a entregarnos su fruto. Intentar excavar una galería supondría, pues, ofenderla, se vengaría matando a los mineros. Lo prudente sería esperar a que la propia montaña nos concediera autorización para explorarla. Pero, como ya os he dicho, tenemos prisa.
—¿Por qué no excavar en otra parte? —preguntó Sekari.
—Porque estoy convencido de que una turquesa única, inalterable, se oculta aquí. Vosotros elegís: o corréis el riesgo o seréis devueltos a las minas de cobre. Si lo lográis, obtendréis la libertad.
«¡Libre!»: la palabra resonó con intensidad en la cabeza de Iker.
—Me niego —decidió Jeta-de-Través—. Prefiero regresar a mis hornos. Si los especialistas lo evitan, es que la cosa huele mal.
Los demás prisioneros asintieron.
—Yo —interrumpió Iker— intentaré la aventura.
—¡Estás loco! —protestó Sekari—, ¿No has oído al patrón? ¡Incluso el dios Min retrocedió!
—Que me den las herramientas necesarias.
—Iker, sé razonable, te arriesgas a una catástrofe. Nunca un hombre solo podrá lograrlo.
—¿No vendrás tú conmigo? ¿Vacilas entre pudrirte en una mina de cobre donde tus posibilidades de sobrevivir son escasas o recuperar la libertad?
Turbado, Sekari contempló la pared.
—Visto de ese modo… Pero pasa tú delante.
—De acuerdo.
—¿No hay más voluntarios? —preguntó Horuré.
—Ninguno —respondió Jeta-de-Través, encantado por librarse del chivato.
Horuré hincó la rodilla en tierra y levantó las manos hacia la montaña en señal de veneración.
—La galería que vais a excavar se llamará «La que hace prósperos a los mineros y permite ver la perfección de Hator». Que la piedra viva acoja con benevolencia el golpear de las herramientas, que sepa que trabajamos por la luz y no para nosotros mismos.
El jefe de la expedición entregó a los dos voluntarios picos y percutores de sílex y dolerita.
—¿Por dónde comenzamos? —preguntó Sekari.
Horuré señaló un punto preciso. Y el canto de las herramientas quebró el silencio de la montaña.
El Sorbedor podía estar contento de sí mismo. Tras haber recorrido durante diez años las pistas del istmo de Suez y desvalijado un número incalculable de caravanas, acababa de derribar a su principal enemigo sin combatir. El jefe de la banda adversaria había muerto, tontamente, al caer en un barranco, y sus hombres habían sido incapaces de ponerse de acuerdo para designar a su sucesor. Así pues, habían preferido ponerse bajo la autoridad del Sorbedor para formar la más temible pandilla de merodeadores de la arena de la región. Ahora, su eficacia aumentaría y ni un solo mercader podría escapárseles. Unas veces lo tomaban todo, otras se limitaban a quedarse con parte de los bienes y hacían jurar a sus víctimas que no los denunciarían, so pena de represalia. También violaban a las mujeres, sometidas también a la ley del silencio.
—Presa a la vista —anunció un vigía.
—¿Una buena caravana? —preguntó el Sorbedor, engolosinado.
—No lo parece.
—¿Qué es, entonces?
—Una veintena de tipos.
—¿Policías?
—Por su aspecto, en absoluto. Los tipos han debido de perderse por aquí. Son una pandilla de harapientos.
—Podríamos enrolar a algunos y acabar con los otros.
—Vamos a ver.
La prestancia del jefe del pobre grupo impresionó a los merodeadores de la arena. Avanzando varios pasos, su mirada era la de una fiera de ojos agresivos.
Avergonzado al sentir temor, el Sorbedor se dirigió al alto mocetón.
—¿Quién eres, amigo?
—El Anunciador.
—¿Y qué anuncias?
—Que los enemigos del faraón deben someterse a mi voluntad para aplastar al tirano.
El Sorbedor se puso en jarras.
—¡Caramba! ¿Y por qué debemos ayudarte?
—Porque soy el único intérprete de las potencias. Y sólo yo puedo vencer.
—Has perdido la razón, amigo, pero me diviertes.
—Y en ese caso, ¿por qué tiembla tu voz?
—Tu insolencia no me impresiona.
—Si deseas vivir, sométete de inmediato al Anunciador.
El Sorbedor soltó una carcajada.
—¡Basta de charla! Voy a examinaros uno a uno y enrolaré a los más fuertes. Los demás se desecarán en el desierto.
El Anunciador levantó el brazo izquierdo.
—Por última vez, sométete.
Cuando el Sorbedor se disponía a golpear, la mano del Anunciador se transformó en zarpa, y su nariz, en pico de rapaz.
—¡Es el halcón-hombre! —exclamó un merodeador de la arena—. ¡Nos exterminará a todos!
Sus acólitos se arrojaron al suelo con las manos sobre la cabeza. Si permanecían rigurosamente inmóviles, tal vez escaparan del furor del monstruo.
Un viento gélido los hizo temblar.
Uno de ellos, sin embargo, se atrevió a levantar la cabeza y mirar.
Vio el cadáver del Sorbedor, con la garganta abierta.
—¿Quién se niega a obedecerme? —preguntó el Anunciador con voz suave.
Los merodeadores de la arena se prosternaron ante su nuevo dueño.
—Ya está —advirtió un Sekari sudoroso—, ¡los pilares de sustentación están colocados! Ahora, tenemos una pequeña posibilidad de salir de ésta.
Hundiéndose en la galería que acababa de descubrir, Iker no había pensado en que el techo podía derrumbarse. Sin la intervención de su compañero, los dos exploradores habrían muerto enterrados.
—Estamos de suerte —consideró Sekari—. Sólo hace unos días que excavamos y hemos dado ya con esta galería en plena roca. Como si nos esperara.
—Algunos pilares más no me parecerían superfluos.
—Tienes razón: antes de proseguir, aseguremos.
Horuré se quedó pasmado al ver, una vez más, que los dos insensatos salían vivos.
—¡Un buen hallazgo, jefe! —gritó Sekari.
—¿Turquesas?
—Todavía no, ¡una galería que sin duda lleva al tesoro!
La noticia recorrió rápidamente el dominio de la diosa Hator, donde Jeta-de- Través y los demás refractarios se veían reducidos a tareas subalternas antes de regresar a las minas de cobre. La envidia se añadió a su amargura.
Desde el comienzo de su peligrosa aventura, Iker y Sekari no se mezclaban ya con sus ex compañeros. Y gozaban de una comida mucho mejor.
Mientras el sol se ponía, Horuré se sentó ante ellos.
—No os falta valor, ni al uno ni al otro.
—Yo —protestó Sekari— he agotado casi mis reservas. ¿No creéis que ya hemos hecho bastante?
—Necesito la más hermosa de las turquesas. Mientras no la descubráis, vuestra misión no habrá concluido.
—¿Puedo haceros una pregunta? —dijo Iker.
—Te escucho.
—¿Conocéis acaso a dos marineros llamados Ojo-de-Tortuga y Cuchillo-afilado, habéis oído hablar de su barco,
El rápido
?
—Mi terreno es el desierto, no la navegación. Intentad descansar: pasado mañana regresaréis al vientre de la montaña.
La caravana se detuvo junto al único uadi por el que corría aún un poco de agua. Bajo la vigilancia de los policías, los mercaderes descargaron sus asnos y se apresuraron a beber.
—Tres días de marcha aún —estimó el guía— y llegaremos a la franja del Delta. Allí hay canales, árboles y hierba. ¡Estoy contento de salir, por fin, de estas ardientes soledades! Esta vez, el viaje me ha parecido muy largo.
—Considérate afortunado de haber salido vivo —replicó el teniente de policía—. El lugar es cada vez más peligroso.
—¿Ataques de los merodeadores de la arena?
—El último fue una verdadera matanza.
—¿Por qué no interviene el faraón con más vigor?
—Al parecer, tiene otras preocupaciones. Pero, de todos modos, estoy aquí con una decena de expertos patrulleros.
—Vayamos a buscar las jarras de reserva. Merecemos una copiosa comida.
Cada guía conocía los emplazamientos donde, bajo la protección mágica de pequeñas estelas y amuletos, se habían ocultado las provisiones, que se renovaban regularmente. Servían de ayuda a los viajeros fatigados que habían calculado mal la cantidad de víveres indispensables para su recorrido.
La estela estaba rota y los amuletos derribados.
—¿Quién se habrá atrevido a hacerlo? —se indignó el teniente—, ¡Esos bárbaros ya no respetan nada!
El guía advirtió que la comida había desaparecido.
—¡Redactaré de inmediato un informe que va a hacer mucho ruido! —prometió el oficial—. Esta vez, el ejército peinará la región.
Unos aullidos alertaron a ambos hombres.
—¡Atacan la caravana!
El guía intentó huir, pero dos merodeadores de la arena lo alcanzaron y le destrozaron el cráneo a bastonazos.
El teniente, por su parte, plantó cara al enemigo, pero sucumbió muy pronto ante su número.
Sorprendido de que no lo mataran, fue llevado ante un hombre anormalmente alto y delgado, con los ojos rojos.
—¿Cuántos años hace que recorres el desierto? —preguntó el Anunciador.
—Más de diez.
—Entonces, conoces toda la región. Si quieres evitar la tortura, indícame los parajes esenciales para el faraón y descríbemelos detalladamente.
—¿Por qué razón?
—Limítate a responderme. Y sé preciso, sobre todo.
El policía habló de los fortines, de las etapas obligadas de las caravanas, de las minas de cobre y de las de turquesa.
—La turquesa —repitió el Anunciador en un tono extraño—. ¿La protege alguna divinidad?
—La diosa Hator.
—¿Y siempre se muestra benevolente?
—No cuando adopta la forma de una terrible leona que recorre Nubia y devora a los rebeldes. Gracias a la turquesa es posible apaciguarla.
—¿Está vigilado el lugar de explotación?
—Permanece permanentemente custodiado por policías.
—Ya no te necesito, valiente soldado, puesto que no eres hombre que traicione a su país.
El Anunciador volvió la espalda al teniente y Shab
el Retorcido
se encargó de ejecutarlo.
Iker se atragantaba, tosía, pero seguía excavando la galería que llevaba al corazón de la montaña. Tras haber consolidado los pilares de sustentación, Sekari, agotado, se limitaba a observar a su compañero de infortunio.
—Eso no lleva a ninguna parte, Iker. A fuerza de jugar con la suerte acabaremos aplastados.
—Aquí, la roca es muy sólida. Me cuesta mucho avanzar.
—¡Y no hemos encontrado ni una turquesa!
Rabioso, Sekari golpeó la pared con su pico.
—Ahí, mira… ¡Has roto una ganga!
Allá donde golpeó Sekari se vislumbraba un reflejo azul-verdoso.
Sekari acercó la mecha de su lámpara, cuidadosamente preparada para que no humeara.
—Turquesas… ¡Son turquesas!
La mueca del comandante Horuré no presagiaba nada bueno.
—Son piedras mediocres —dijo—. Su color es apagado, sin vida. Es imposible llevarlas a la corte.
—Vos mismo dijisteis que la estación era desfavorable para la extracción —recordó Iker.
—Una jornada de descanso y proseguiréis. Sé que la reina de las turquesas se oculta en esta montaña, y me hace falta. Es el precio de vuestra libertad.
Sobreponiéndose a su decepción, Iker y Sekari reanudaron el trabajo. Y el aprendiz de escriba pensó por ambos.
—Se me ocurre una idea —declaró.
—¡Ah, sí! ¿No será, por casualidad, una locura?
—¿Y si excaváramos por la noche? Dejamos que la luz lunar entre en la galería y vemos cómo viven las paredes. Estoy convencido de que la roca no respira del mismo modo que durante el día.
—¿Y cuándo dormimos?
—Probémoslo.
Sekari se encogió de hombros.
De hecho, la atmósfera era muy distinta. Los dos compañeros tuvieron la impresión de entrar en un santuario donde estaban actuando fuerzas misteriosas. Recogidos, avanzaron lentamente hasta llegar al fondo de la galería.
La lámpara de Sekari se apagó.
—¡Ya sólo faltaba esto! Voy a buscar otra.
—Espera un poco.
—¡Estamos a oscuras!
—Pues precisamente no.
—¡Ah… tienes razón!
De la pared brotaba un fulgor azulado, intenso y suave a la vez.
—A lo mejor deberíamos salir en seguida —sugirió Sekari.
—Dame el pico pequeño.
Iker excavó con precaución en la roca, alrededor del fulgor.
Al momento apareció una magnífica turquesa cuyo brillo maravilló a los descubridores.
Y el muchacho contempló su rostro. En el centro de la piedra, la hermosa sacerdotisa lo miraba, sonriente.
—Excelente trabajo —reconoció el comandante Horuré—, nunca había visto una turquesa de tanta calidad.
—Entonces… ¿somos libres? —preguntó Iker.
—La palabra dada no se retira. Partiréis hacia el valle del Nilo con la próxima caravana.
—Necesitamos documentos para la administración.
—Aquí están.
El muchacho estrechó contra su corazón la tablilla de madera que le devolvía un porvenir.