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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El árbol de vida (9 page)

BOOK: El árbol de vida
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Iker puso pies en polvorosa.

Gracias a su mejor conocimiento del lugar tenía una posibilidad de escapar.

Con la ayuda del escuerzo, feliz al librarse de un molesto rival, los policías registraron las chozas, los abrigos de caña y los establos y recorrieron los campos y exploraron los bosquecillos.

El delincuente había desaparecido.

—No irá lejos —anunció el recaudador.

—Salvo si abandona la provincia —rectificó el granjero.

—Tú espera y ya verás.

—¿Y qué vas a hacer con eso? —se burló el campesino blandiendo el papiro.

—¡Apenas sabes leer!

—Lo bastante para comprobar que eres, en efecto, un ladrón. Y mi personal no me abandonará.

—Admitámoslo, admitámoslo… Olvidemos entonces esta historia. Se trata de un simple error de escritura que voy a rectificar de inmediato.

—Olvida también el injustificado aumento de mis impuestos.

—Tienes mucha suerte porque soy un hombre comprensivo. Sin embargo, no me pidas nada más.

La policía había decidido batir los alrededores de la granja dos días más, con la esperanza de obtener indicios o testimonios.

Al regresar a su casa, Pequeña Flor pensaba en aquel apuesto joven de ancha frente y ojos verdes tan intensos que se le había escapado. En su alma ardía un fuego cuya intensidad la disgustaba, pero habría acabado apaciguándolo. Era tan distinto de los demás muchachos que la cortejaban; Iker tenía la prestancia y la decisión de un jefe. Su esposa lo habría impulsado a adquirir otras parcelas de tierra, a ampliar su dominio y a contratar a nuevos peones. Su éxito habría sido brillante.

Pero su favorito ya sólo era un delincuente huido.

Pequeña Flor cerró la puerta dé su habitación, donde nadie, ni siquiera su padre, estaba autorizado a entrar. En ella, dentro de unas grandes cestas, guardaba con cuidado sus vestidos, sus pelucas y sus mantos. Buena parte de los beneficios de la explotación le servían para ponerse elegante. Y en su cuarto de baño disponía de dos cofrecillos de alabastro donde guardaba sus productos de belleza.

Ahogó un grito al descubrirlo.

—¡Iker! ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿No es éste el mejor escondrijo?

—La policía te busca y…

—No he hecho nada malo, sino todo lo contrario.

—No se puede luchar contra ese recaudador.

—¡Claro que sí! Tenemos la prueba de que comete malversación, y será condenado.

—No es tan sencillo, Iker.

—Llama a tu padre y pongamos a punto nuestra estrategia. Seré el principal testigo.

—Te lo repito: no es tan sencillo.

—¡Explícate, Pequeña Flor!

—Todo es posible siempre que aceptes casarte conmigo.

—No sé mentir, lo has comprobado. No puedo engañarte, no estoy enamorado de ti.

—¿Qué importa eso? Lo esencial es que formemos una buena pareja y que nos hagamos ricos.

—La desgracia caería sobre nosotros, no lo dudes.

—¿Es definitiva tu negativa?

—Sí, Pequeña Flor.

—No sabes lo que te pierdes.

—Perdóname, pero tengo otras exigencias.

—¡Esa sacerdotisa de la que te has encaprichado tontamente!

—Haré que condenen al recaudador. Sin justicia no se podría vivir en este mundo.

¿Aceptas ir a buscar a tu padre?

Pequeña Flor reflexionó.

—De acuerdo.

Iker la besó con ternura en la frente.

—Ningún funcionario corrupto se atreverá a molestaros, ya verás.

El muchacho no tuvo que esperar mucho.

—Puedes venir, Iker —llamó Pequeña Flor.

Cuando salía de la habitación, tres policías se arrojaron sobre él y le ataron las manos a la espalda.

Acurrucada en los brazos de su padre, Pequeña Flor miraba hacia otra parte.

—Para mí, todo queda arreglado —declaró el granjero—. Mi hija ha actuado bien al decir a la policía que te ocultabas aquí y la amenazabas. A fin de cuentas, eres sólo un merodeador endeudado e insolente. Mereces un castigo ejemplar, y nadie se va a compadecer de ti.

—Adiós, Pequeña Flor —dijo Iker—. Ahora ya no te debo nada.

17

La sentencia no admitía apelación: un año de trabajos forzados por injurias a un dignatario en el ejercicio de sus funciones, violencia contra la policía e intento de fuga.

El magistrado, presidente de un tribunal formado por alcaldes de la provincia, apenas estaba interesado por las explicaciones de Iker. Los abrumadores testimonios del recaudador, de los escribas, del granjero, de su hija y del escuerzo habían logrado convencer al jurado.

Durante el largo viaje a las minas de cobre del Sinaí, Iker no fue objeto de brutalidad alguna. No le faltó agua ni comida y gozó de la simpatía de los policías del desierto, que no le ocultaron la dureza de la prueba que le aguardaba.

—Afortunadamente para ti —le dijo su jefe— eres joven y tienes buena salud. Un organismo debilitado no resistiría un año.

—¡No soy culpable de nada! Simplemente descubrí a un recaudador corrupto.

—Lo sabemos, muchacho. Nosotros obedecemos órdenes. Dejarte huir en este desierto nos reportaría graves problemas. Y tú no tendrías la menor posibilidad de salir bien librado. Mejor será que purgues tu pena, aunque sea injusta.

El convoy estaba colocado bajo la protección de Sopdu el Puntiagudo, un halcón de acerado pico que reinaba en las ardientes soledades del este. Oculto en una piedra sagrada en forma de triángulo, como un rayo de luz que cayera de lo alto del cielo, el dios preservaba a sus fieles de las expediciones realizadas por los merodeadores de la arena, bandoleros sin fe ni ley que atacaban las caravanas y mataban a los mercaderes.

Fascinado por el desierto, Iker olvidó la granja y a sus mediocres habitantes. Liberado de todo resentimiento, veía aparecer a menudo el rostro de la hermosa sacerdotisa. Cuando ella abría los ojos y lo miraba, él se hacía tan vigoroso que podía levantar montañas e ignorar cualquier fatiga. En cuanto ella desaparecía, él se sentía vacío, abatido, casi incapaz de avanzar. El deseo de volver a verla era tan fuerte que recuperaba la confianza. Sí, superaría el nuevo obstáculo e iría en busca de aquella mujer inaccesible.

Timna
(8)
, un circo desértico rodeado de acantilados de abruptas pendientes, albergaba minas de cobre explotadas desde las primeras dinastías. Caravanas de asnos llevaban regularmente a los mineros víveres, ropas y herramientas. Debido a la dureza de las condiciones de trabajo, los técnicos eran relevados con frecuencia. Por lo que a los condenados se refería, o se adaptaban o se morían. Algunos criminales, vigilados por atentos guardias, apenas tenían tiempo para holgazanear; tenían que excavar y consolidar pozos y galerías para facilitar la tarea a los especialistas.

Los edificios —casas, almacenes, cárcel— se construían con piedra seca. El único edificio de piedra tallada era el santuario dedicado a Min, señor de vida, protector de canteros y mineros, provocador del trueno y de las tempestades que llenaban las cisternas. Gracias a él, los obreros encargados de sacar el cobre del vientre de la montaña no carecían de agua.

Cuando llegó el convoy, el responsable de la explotación, un atezado rechoncho de voz ronca, pareció muy sorprendido.

—¿Dónde están los condenados?

—Sólo hay uno —respondió el oficial—. Este muchacho.

—¿Es una broma?

—Para él, no.

—¿Qué crimen ha cometido?

—Sacó a la luz la deshonestidad de uno de los recaudadores de la provincia de la Cobra.

—Pero… ¡eso no es un delito!

—Un granjero, su hija y sus amigos testimoniaron contra él. Veredicto: un año aquí.

—¡Es injusto! ¿Por qué no ha apelado?

—No le han dado tiempo. Estaba claro que todo el mundo parecía tener prisa por librarse de él.

El rechoncho se rascó la nuca.

—Eso no me gusta… ¡En absoluto! ¿Tienes los documentos oficiales?

—Aquí están. Te dejamos al muchacho y nos vamos. La próxima vez intentaremos traerte la mejor mano de obra.

Mientras los policías comían, el rechoncho miró al condenado.

—¿Cómo te llamas?

—Iker.

—¿Qué edad tienes?

—Dieciséis años.

—¿Campesino?

—No, aprendiz de escriba, me atacaron, robaron y luego…

—Tu historia no me interesa y no debieras estar aquí, pero así son las cosas y nadie puede cambiarlas.

El rechoncho dio una vuelta alrededor de Iker.

—Vamos a ver… Eres demasiado alto para introducirte en una galería y no tienes músculos suficientes para que te destine a la extracción. Te pondré en el equipo que se encarga de los hornos. No puedo hacer nada mejor, muchacho.

—Os lo agradezco.

—Intenta aguantar y no dejes que te pisoteen.

Dos vigilantes llevaron a Iker hasta una pequeña choza de piedra seca. En el suelo había dos esteras.

—Espera aquí.

El lugar no era alegre, la montaña era francamente hostil. Uno se sentía tan lejos de Egipto que parecía inaccesible. Pero Iker se negó a hundirse en la desesperación. Saldría de aquella prisión y encontraría a la joven sacerdotisa.

Un hombre de unos veinte años, con el rostro cuadrado, las cejas espesas y la panza redonda, entró en la cabaña.

—¿Tú eres el nuevo?

—Me llamo Iker.

—Y yo, Sekari. Estamos en el mismo equipo. Al parecer eres inocente.

—En efecto.

—Yo también. Mejor será no hablar del pasado y preocuparse del presente. Nuestro patrón es Jeta-de-través. Es malo y tiñoso. Es un reincidente, ¡hace ya diez años que está aquí! Sobrevivió a la mina y reina sobre los hornos de cobre. Ningún vigilante se atreve a meterse con él. Ten cuidado de no disgustarlo. Por lo que a las raciones se refiere, te lo aviso: pocas y no muy buenas. Pero llegas en el momento preciso. Te explicaré: le caigo bien al cocinero y recibo algún suplemento, y como pareces más bien simpático te meteré en el ajo, aunque con dos condiciones: primero, mantén la boca cerrada, y segundo, te encargarás de una parte de mis tareas.

—De acuerdo.

Sekari se arrodilló y excavó el suelo en la esquina más oscura de la estancia para sacar un pequeño frasco de alabastro cuyo tapón de tejido quitó. A continuación depositó en la palma de su mano algunas pastillas y se las ofreció a Iker.

—Trágate eso.

—¿Qué es?

—Una mezcla de semillas de algarrobo y eneldo que evitará que sufras diarreas y demás desórdenes digestivos. Algunos han muerto por eso.

Iker se las tragó, mientras desenterraba otro tesoro.

—Proteger el cuerpo no basta, debemos encargarnos también del alma. De lo contrario, te abrumará la tristeza y perderás tu vitalidad. Para estar tranquilo, cuélgate eso del cuello.

Sekari ofreció a Iker un cordón provisto de una serie de minúsculos amuletos de cornalina que representaban halcones, el pájaro de Horus, y babuinos, el animal de Tot, patrono de los escribas.

El joven los frotó largo rato entre sus dedos.

—Bueno, tenemos que marcharnos. De lo contrario, nos castigarán.

Jeta-de-través era una especie de monstruo velludo que no temía la temperatura de los hornos, que iba de 700 a 1.000°, donde se reducían las aleaciones de cobre.

A la primera mirada detestó al recién llegado.

—Aquí, chiquillo, nadie es inocente. Camina derecho o te aplastaré. Y nadie me lo reprochará. Una boca menos que alimentar será una buena noticia.

Iker sostuvo la mirada de Jeta-de-través.

—Eres más fuerte que yo, pero no me das miedo.

—Comienza colocando los lingotes. Luego, ya veremos.

Mientras la ganga quedaba en la superficie, el cobre fundido se depositaba en el fondo del horno y fluía hacia unos fosos de los que retiraban el metal en bruto, que se fundía de nuevo en un crisol y, posteriormente, se vertía en moldes antes de ser endurecido por martilleo. El metal era luego transformado en lingotes, registrados y numerados para transportarlos a Egipto.

Un mes más tarde, Iker seguía almacenando lingotes. Jeta-de-través no le había hecho reproche alguno.

—Es extraño —observó Sekari mientras degustaba un higo—. Por lo general, no se muestra tan conciliador.

—Lo obedezco y callo: eso debe de bastarle. Además, me diste unos amuletos eficaces.

—Mejor para ti, pero sigue atento.

—¿No habrás oído hablar de dos marineros llamados Ojo-de-Tortuga y Cuchillo-afilado?

Sekari reflexionó.

—No, no me dice nada.

—¿Podrías interrogar a los demás prisioneros?

—Si quieres. ¿Son amigos tuyos estos dos tipos?

—Los perdí de vista y me gustaría saber de dónde son originarios. Y también me gustaría ver otra vez al falso policía que intentó matarme.

—¡Un falso policía! ¿Estás seguro de que…?

Iker describió a su agresor.

—Bueno, me encargaré de eso. Pero no te prometo nada.

Las gestiones de Sekari habían resultado infructuosas. Ninguno de los condenados había podido proporcionar la menor información.

Sobreponiéndose a su decepción, Iker cumplía con aplicación su tarea, por otro lado, poco penosa.

—Buen trabajo, pequeño —reconoció Jeta-de-Través, casi amable—. Mereces algo mejor. Que tu estancia te resulte provechosa, al menos: debes saberlo todo del cobre, comenzando por los hornos. Mañana los limpiaremos juntos. Es un gran privilegio, ¿sabes? Te lo concedo porque sabes mantenerte en tu lugar. Es una cualidad rara que merece ser recompensada.

Con sus pesados pasos, Jeta-de-Través se alejó. No soportaba ya a aquel muchacho que, estaba claro, era un chivato enviado por la policía para saber cómo funcionaba la jerarquía de los prisioneros.

¡Y el principal afectado era él, Jeta-de-Través!

Aquel Iker iba a denunciarlo y sería devuelto a una galería de mina.

Sólo quedaba una solución: abrasarle la cabeza en un horno y hacer que pasara por un accidente.

El sol se levantó.

Sekari se desperezó y bostezó.

—Hoy ayudo al cocinero. ¿Y tú?

—Limpio los hornos con Jeta-de-Través —respondió Iker.

—¡Realmente le caes bien! Se diría que quiere formarte para que lo sucedas.

Al salir de la cabaña, Iker y Sekari se toparon con el responsable de la explotación y con una escuadra de policías del desierto.

—Vosotros dos, Jeta-de-Través y tres condenados más, seréis transferidos.

—¿Adonde? —preguntó Sekari.

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