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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El árbol de vida (8 page)

BOOK: El árbol de vida
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Al siguiente anochecer, un Gergu de rostro rubicundo y alegre se presentó ante el portero de la morada de Medes, que lo recibió en seguida.

—¡Misión cumplida, patrón!

—¿Dónde están las cajas?

—En un almacén abandonado, bien guardado. Me han parecido demasiado llamativas para traerlas aquí.

—¡Excelente iniciativa! ¿Y la tripulación?

—No se volverá a oír hablar de ella. Esos criminales se pudrirán en presidio.

—¿Qué te dijo el capitán?

—¡No lo traté con muchos miramientos, podéis creerme! Pero el pobre tipo se ha vuelto loco. Un muchacho y esas cajas recogidos en una isla desierta, vuestra embarcación que se hundió tras una tempestad, la isla que también se hundió en el mar y sólo el muchacho como único superviviente: eso es todo lo que he podido sacarle.

Medes no ocultaba su desconcierto.

—Al parecer, ésta es la verdad, Gergu. Hemos perdido
El rápido
y su tripulación, el mar no aceptó como ofrenda al pequeño escriba. Esa expedición, a la que consagré tantos esfuerzos y tanta paciencia, termina en un fracaso.

—¡Olvidáis las cajas! Hasta ahora, nadie las ha abierto.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Las protege un maleficio.

—¡Nosotros lo quebraremos!

Los dos hombres fueron sin más tardanza al almacén abandonado, custodiado por los esbirros de Gergu.

Medes seguía convencido de que el país de Punt existía efectivamente, y aquellos sorprendentes acontecimientos no hacían más que fortalecer su convicción. ¿Acaso la gran ola que había destruido su barco y matado a su tripulación no demostraba que la Tierra del dios sabía defenderse para proteger sus riquezas?

Dado su tamaño, las dos cajas contenían una verdadera fortuna.

—Es curioso —observó Gergu—, ya no huelen. Hasta ahora desprendían una fragancia de increíble suavidad.

—Ábrelas.

Gergu retrocedió.

—¡Al parecer abrasan las manos!

—Dame tu cuchillo.

Colérico, Medes consiguió introducir la hoja en la juntura de dos tablas.

—Ya ves, no ocurre nada.

Algo más tranquilo, Gergu prosiguió el trabajo.

En el interior de las cajas ya sólo había lodo, del que emanaba un hedor fétido.

15

Tras una agotadora jornada, el anochecer era de una divina dulzura. Con el fin de las cosechas, el ritmo del trabajo de los campesinos se hacía más lento, las siestas se alargaban y todos se felicitaban por la excepcional abundancia de la cosecha, debida sin duda alguna a la presencia del faraón. Como su jefe, los habitantes de la provincia se habían convertido en fervientes partidarios de Sesostris.

Los últimos fulgores del crepúsculo desaparecieron muy pronto, dando paso a una olorosa oscuridad. Animales y humanos tenían hambre y se organizaron alegres cenas alrededor de las cocinas al aire libre.

Solo, aparte, sentado en un mojón que señalaba el límite de un campo, Iker apenas tenía hambre. Nadie, allí, conocía a Ojo-de-Tortuga y a Cuchillo-afilado. Describiendo al falso policía que había intentado matarlo, había esperado que alguien lo identificara. Pero aquel asesino no debía de vivir en la región y, realizada su fechoría, habría huido.

Hacer preguntas no llevaba a ninguna parte. Así pues, el muchacho se encerraba en el mutismo. Era preciso abandonar aquel paraje para proseguir su investigación, pero ¿adonde ir? Y pagar su deuda requeriría mucho tiempo aún.

El único momento de claridad en aquella desolación fue el ritual celebrado en presencia del faraón. Jamás el muchacho había podido suponer que se cruzaría en el camino del monarca. Como los demás, apenas se había atrevido a mirarlo.

—Si no comes nada —murmuró la voz aguda de Pequeña Flor—, vas a debilitarte.

—¿Y qué importa?

—Eres muy joven, Iker, y estás lleno de cualidades. ¿Por qué no aceptas tu condición, convences a mi padre y le sucedes?

—Porque hay demasiadas preguntas sin respuesta.

—¡Olvídalas!

—Es imposible.

—Te complicas la vida por nada, te lo aseguro.

—El ritual que se celebró en la era no era tan sencillo.

—Son viejas costumbres campesinas, no te atormentes por ellas.

—¿Por qué el faraón honró aquel misterio con su presencia?

—¡Porque quiere asegurarse el apoyo del jefe de nuestra provincia! Como habrás advertido, nuestro rey no es un alfeñique que acepte compartir el poder. Muy pronto se enfrentará con los déspotas locales, decididos a desobedecerlo. Nosotros, por lo menos, estaremos tranquilos. Líbrate de tu pasado, Iker, y piensa sólo en tu porvenir. Yo existo; esta granja, estos campos, estos graneros también existen. Si lo deseas, todo puede pertenecerte.

—Recuerda que tu padre te ha prohibido tratar conmigo.

Pequeña Flor sonrió.

—Desde que te designaron para sostener al ternero, símbolo del sol renaciente, la cosa ha cambiado. Nadie ya aquí se atreverá a formular contra ti la menor crítica. Esta noche podríamos pasarla juntos.

Se había maquillado demasiado, pero su encanto nunca había sido tan arrobador.

—Debo pensarlo.

—¿Y si lo pensaras… después?

—Me despreciarías, Pequeña Flor, y tendrías razón. Tus palabras me han conmovido, lo reconozco, y realmente debo pensarlo.

Huraño como de costumbre, el patrón se dirigió a Iker.

—El boyero está enfermo. Lleva los bueyes al canal para que puedan beber y bañarse.

En la granja se preparaba el banquete que señalaba el final de las cosechas. En todas partes, en el campo, se celebraría una gran fiesta seguida por varios días de descanso. ¿No era aquella felicidad tranquila obra de Sesostris, que acababa de abandonar la provincia tras haber celebrado el ritual en el templo principal?

Ante la idea de refrescarse, los bueyes no se hicieron de rogar. Ellos mismos tomaron la dirección adecuada y el muchacho sólo se limitó a acompañarlos.

Su lugar preferido estaba flanqueado por viejos sauces que proporcionaban una agradable sombra. Los bueyes, de forma plácida, bajaron por la pendiente y degustaron, con evidente placer, el agua del canal.

Iker se sentó en la ribera.

No había dormido en toda la noche, pensando en pasar una plácida existencia junto a Pequeña Flor. Pero las escenas que contemplaba —él como buen padre de familia y granjero modélico, ella como perfecta esposa y madre atenta, buenas cosechas, buenos rebaños, graneros llenos— no le causaban alegría alguna.

Iker no debía engañarse: las pruebas que había vivido no podían borrarse. Comprender su significado seguía siendo su objetivo primordial.

Se levantó un extraño viento que parecía proceder de todas partes.

Los bueyes quedaron inmovilizados.

Entonces fue cuando Iker la vio.

Una mujer de sublime belleza, de cabellos dorados y piel muy lisa, salió del follaje. De su larga túnica blanca brotaba una luz deslumbradora.

Por un instante, sólo por un instante, sus miradas se encontraron.

Ella.

Era ella, ninguna podría igualarla.

—Tienes un aspecto extraño —dijo el escuerzo a Iker—, ¿De dónde vienes con esos bueyes?

—Del canal de los sauces.

—¡Ah, ya comprendo! También tú has creído ver a la diosa. No eres el primero, tranquilízate. Los juegos de luz y de sombras dibujan el cuerpo de una mujer magnífica que los boyeros describen con entusiasmo. Por desgracia, es sólo una ilusión.

El escuerzo adoptó un aire obsceno.

—¡Pequeña Flor, en cambio, es muy real! Según el rumor, está muy enamorada de ti. Es serio, ¿no?

—El rumor es un veneno con el que nadie debiera alimentarse.

—¡Otro refrán inútil! Estás en el buen camino, Iker. ¡Todos soñamos con Pequeña Flor! La hija del patrón, ¿te das cuenta? Vayamos a preparar el banquete. Este año se anuncia fabuloso.

Se habían dispuesto varios pabellones de cañas para proteger a los comensales del sol. y los niños no dejaban de molestar a los cocineros, que acababan cediendo y les ofrecían pedazos de pastel.

Indiferente a aquella situación, Iker llevó los bueyes al establo.

Cuando salió de él, se topó con Pequeña Flor.

—¿Lo has pensado?

—Me considero incapaz de hacerte feliz.

—¡Te equivocas, Iker!

—Me das demasiada importancia Pequeña Flor.

—No te pareces a los demás, y te quiero a ti.

Irritada, le volvió la espalda y se reunió con su padre, que supervisaba la preparación de los manjares.

Antes de saciar a los hombres había que honrar a los dioses.

Así pues, unas veinte portadoras de ofrendas guarnecieron un altar con alimentos consagrados por el templo y reservados para la potencia invisible que presidía el banquete. Tocadas con una peluca negra, con túnicas ceñidas cubiertas con una redecilla de cuentas azules y brazaletes en las muñecas y los tobillos, las sacerdotisas eran todas encantadoras.

Pero la última eclipsó a las demás.

Su elegancia era tal que cautivó a los más hastiados. Con su noble porte, con su rostro de rasgos de inigualable finura, con sus estrechas caderas, parecía brotar de un mundo donde reinara la perfección. El orfebre divino había modelado su belleza, había trazado la curva de sus cejas y había dado a sus ojos el brillo de la estrella matutina. Con tranquilidad y lentitud, como si estuviera sola en el templo, la joven sacerdotisa depositó en el altar una flor de loto abierta.

Así, el perfume del más allá reinaría sobre los festejos humanos.

Luego, se retiró con una gracia que hechizó a la concurrencia.

Cuando pasó por su lado, Iker no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia: era la sublime mujer que se le había aparecido entre el follaje de los sauces.

16

—¿Cómo te sientes? —preguntó Pequeña Flor a Iker, tendido en su estera, con un paño húmedo en la frente.

—Cierra la puerta, el menor rayo de luz me resulta insoportable.

La joven cambió el paño.

—¿Quieres que te dé un masaje?

—No es necesario.

—Esta indigestión parece muy grave.

—Sí, lo es…

—¡No sabes mentir, Iker! Y te observé: casi no comiste nada. No es una indigestión lo que te ha metido en la cama.

—No importa.

—Muy al contrario, es muy importante. ¿Por qué te encuentras en ese estado?

—Lo ignoro.

—¡Pues yo lo sé! ¿Crees que no te vi mirarla con ojos enfebrecidos?

—¿De quién estás hablando?

—De esa sacerdotisa a la que todos los varones, y en especial tú, devoraban con la mirada. Eres muy capaz de haberte enamorado y de haber caído enfermo al mismo tiempo.

—No puedes comprenderlo, Pequeña Flor.

—Lo comprendo muy bien. Harías mal encerrándote en el más inaccesible de los sueños. Esta muchacha es una sacerdotisa que vive en el templo y sólo sale de él para celebrar los rituales. Nunca volverás a verla.

Iker se incorporó.

—¿En qué templo?

—¡No te interesa! Además, nadie lo sabe, figúrate, y es mejor así. ¿Vas a despertar, por fin, y a descubrir que yo, en cambio, no soy un sueño?

—Déjame, te lo ruego.

Iker quería grabar profundamente en su memoria el instante mágico en que la joven sacerdotisa le había prestado atención. Tendría que haber hablado con ella, preguntarle su nombre, hacer un gesto, aunque fuera irrisorio, para detenerla.

—¿Es la primera vez que venía?

—La primera y la última.

—Sin duda conoces su nombre, Pequeña Flor.

—Siento decepcionarte.

—Alguien la tuvo que invitar, forzosamente; alguien que podría hablarme de ella.

—No cuentes con ello. Ahora, levántate y ve a trabajar. Ese cuento de la indigestión no puede eternizarse. Has de pagar una deuda, recuérdalo.

Vivir sin volver a verla no tenía sentido.

Lamentablemente, como había afirmado la hija del granjero, nadie conocía el nombre de la hermosa sacerdotisa. Sólo había sido una sublime aparición durante un ritual, y no quedaba más remedio que olvidarla.

Pero Iker la amaba, y ninguna otra mujer lo atraería de la misma manera. Fueran cuales fuesen las dificultades, tenía que encontrarla.

—He aquí el momento más penoso del año —le anunció el escuerzo—. Los escribas contables vienen a comprobar el número exacto de animales que tiene cada rebaño. No hay que hacer trampa, de lo contrario recibes una paliza y una fuerte multa. Además, has de mostrarte amable con esas jetas que parecen pedir un guantazo.

Los escribas se sentaron protegidos por un baldaquino; además, el recaudador gozó de un almohadón. A Iker no le complacieron su arrogancia y su rostro satisfecho.

Bueyes, vacas, asnos, corderos y cerdos comenzaron a desfilar sin excesivo jaleo.

El muchacho se colocó discretamente tras un escriba para ver cómo trabajaba.

El recaudador, que no tomaba nota alguna y se limitaba a observar, de vez en cuando pedía cerveza fresca. Una vez terminado el recuento, llamó al granjero.

—He vuelto a examinar las estimaciones de mis colegas —declaró con frialdad—. De las setecientas jarras de miel, debes setenta al fisco y de los setenta mil sacos de cereales, siete mil.

—El impuesto ha aumentado, y nadie me lo avisó.

—Acabo de hacerlo.

—Yo presentaré una denuncia ante el tribunal de la provincia.

—Tienes todo el derecho de hacerlo, pero recuerda que yo actúo en él como experto. El estado sanitario de tus animales no me ha parecido satisfactorio. Si te niegas a pagar, los servicios veterinarios te impondrán una pesada multa.

—¡No escuchéis a este ladrón! —intervino Iker blandiendo el papiro que acababa de arrebatar al escriba—. Mirad bien este documento: por orden de este bandido, sus subordinados anotan cifras falsas. Aumentan el número de cabezas de ganado para incrementar el impuesto.

Un tic agitó el labio superior del recaudador, cogido desprevenido.

En las hileras de los campesinos rugió la cólera.

—¡Que detengan a ese insolente! —ordenó el funcionario—, ¿No comprendéis que miente para que os levantéis contra las autoridades? Si os atrevéis a atacarme, todos iréis a la cárcel.

Durante unos instantes apenas hubo ningún tipo de reacción.

—Nada de tonterías, eh, muchachos —recomendó el escuerzo—. El recaudador tiene razón. Además, es un asunto entre el patrón y él. Eso no es cosa nuestra.

—¡Agarrad a ese cretino! —ordenó el funcionario a los cuatro policías armados con palos.

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