En aquel lugar había una acacia, el árbol que, al crecer sobre la tumba de Osiris, transmitió a sus fieles el hecho de que el soberano de los justos de voz había resucitado.
Sesostris advirtió de inmediato la magnitud del desastre: la acacia se marchitaba.
—Cuando Osiris renace —recordó el superior—, la acacia se cubre de hojas y el país es próspero. Pero Set, el asesino y el perturbador, intenta siempre que se seque. Entonces, la vida abandona a los vivos. Si la acacia muere, la violencia, el odio y la destrucción reinarán en esta tierra.
Con su presencia en el árbol, Osiris unía el cielo, la tierra y los espacios subterráneos. En él, la muerte se unía a la vida, y otra vida, luminosa, las englobaba.
—¿Has regado cada día el árbol con agua y leche?
—No he faltado a mis deberes, majestad.
—Así pues, un ser maléfico manipula el poder de Set y lo utiliza contra Osiris y contra Egipto.
—Los textos afirman que esta acacia hunde sus raíces en el océano primordial, y de allí obtiene la energía que la anima. Sólo un oro adecuado podría curar el árbol.
—¿Se sabe dónde se encuentra?
—No, majestad.
—Yo lo descubriré. Y conozco el medio de retrasar, si no detener, la degeneración de la acacia: edificaré un templo y una morada de eternidad en Abydos que producirán una magia especial que frenará el proceso y nos dará tiempo, esperémoslo, para obtener el remedio.
—Majestad, el colegio de sacerdotes será muy pequeño para…
—Haré que vengan ritualistas y constructores que se consagrarán, exclusivamente, a esa tarea. Todos serán sometidos al más absoluto secreto.
De pronto, una hipótesis absurda cruzó el espíritu del rey.
—¿Alguien ha intentado apoderarse del cuenco sagrado?
El sacerdote palideció.
—Majestad, sabéis muy bien que es imposible.
—Verifiquémoslo de todos modos.
Sesostris comprobó que la puerta de la tumba de Osiris estaba herméticamente cerrada y el sello real intacto. Sólo él podía dar la orden de romperlo y de penetrar en aquel santuario.
—Aunque algún insensato forzara esta puerta —recordó el superior—, no conseguiría acercarse al cuenco y menos aún tomarlo en sus manos.
—Abydos no está lo bastante protegido —estimó el monarca—. En adelante, los soldados velarán por el paraje.
—Majestad, ningún profano puede…
—Conozco la ley de Abydos puesto que soy su depositario y garante. Ningún profano mancillará el dominio de Osiris, y todos los caminos que llevan a él estarán vigilados.
Desde lo alto de la colina sagrada, Sesostris contempló el espacio sacro donde se decidía la suerte de su país, de su pueblo, e incluso se tenía cierta visión de la realidad postrera.
Al subir al trono sabía que su tarea no iba a ser fácil por la magnitud de las reformas necesarias. Sin embargo, no imaginaba que su principal adversario iba a ser la nueva muerte de Osiris.
Con paso decidido, Sesostris se metió en el desierto para dirigirse a una zona virgen situada entre dunas de arena, en el límite de los cultivos.
Indiferente a los «mordiscos» del sol, el faraón contempló cómo se levantaban allí dos edificios, su templo y su morada de eternidad, que retrasarían el plazo fatal, desempeñando el papel de un dique contra las fuerzas de las tinieblas.
¿Quién era el responsable de aquella agresión tan imprevisible como temible? El rey necesitaría toda la firmeza de la que un hombre podía ser capaz para no ceder ante la desesperación y para librar un encarnizado combate ante un adversario invisible aún.
Tras dos duras jornadas de marcha, Iker había tenido la suerte de ser recogido por una caravana que se dirigía a Tebas para entregar sus mercancías. El patrón, en principio, se había mostrado reticente a aceptar una boca inútil, pero cuando el muchacho le hubo revelado que sabía leer se produjo un cambio en su actitud.
—Tengo tablillas con promesas de compra. ¿Podrías verificarlas?
—Mostrádmelas.
Impaciente, el patrón formuló la pregunta esencial:
—¿Hablan de los responsables de palacio que se comprometen a pagarme?
—En efecto, y habéis obtenido buenos precios.
—¡La experiencia, muchacho, la experiencia! ¿Dónde vives?
—En Medamud.
—¡Una aldehuela de nada! ¿Qué estabas haciendo en el desierto?
—¿No conoceréis a dos marineros que se llaman Ojo-de-Tortuga y Cuchillo- afilado?
El mercader se mesó la barbilla.
—No me dicen nada… ¿Y el nombre de su barco?
—
El rápido
, con ciento veinte codos de largo y cuarenta de ancho.
—Nunca he oído hablar de él. ¿No estarás diciendo tonterías?
—Debo de equivocarme.
—¡Seguro!
El rápido
… Si semejante barco hubiera existido, se sabría. ¿Qué te parecería poner un poco de orden en mi papeleo? Con el fisco, nunca se es bastante prudente.
Iker lo hizo, dando plena satisfacción a su anfitrión.
Y el viaje se desarrolló al compás de los asnos y de las paradas, durante las cuales el muchacho probó el pescado seco y las cebollas que le ofrecían a cambio de su trabajo.
Pese a las preguntas que no dejaban de obsesionarlo, Iker apreció el momento en que la caravana abandonó, por fin, la árida pista para meterse en una campiña verdeante, animada por los palmerales. Había olvidado el peligroso mar, las amenazadoras montañas. En los campos, bien regados, unos campesinos recogían legumbres.
—Dime, muchacho, ¿no te gustaría trabajar para mí? —preguntó el mercader.
—No, quiero encontrar a mi profesor para seguir aprendiendo el oficio de escriba.
—¡Ah, te comprendo! No se gana mucho, pero te respetan. Bueno, muchacho, que tengas mucha suerte.
Iker se impregnó del perfume del aire y de la dulce calidez de la primavera. Impaciente por regresar a su aldea, caminó de prisa por los senderos que tantas veces había recorrido durante su infancia, para aislarse y sumergirse en la serenidad del paisaje. Aunque no le disgustaba jugar con sus compañeros, Iker prefería meditar sobre los misterios del mundo y las fuerzas invisibles.
La aldea de Medamud estaba compuesta por pequeñas casas blancas, construidas en un cerro y protegidas del sol por algunas acacias, palmeras y tamariscos. A la entrada había un pozo vigilado por un guardián, que creyó que se le aparecía un fantasma al ver al muchacho.
—¡No eres… no eres Iker!
—Claro que sí, soy yo.
—Caramba, Iker… ¿Qué te ha ocurrido?
—Nada importante.
Conociendo la afición del guardián por la charla, Iker prefirió reservar las confidencias para su profesor.
—Tal vez debieras marcharte.
—¿Marcharme? ¡Quiero regresar a casa y proseguir mis estudios!
Ante la indignación del muchacho, el guardián no insistió.
Intrigado, Iker se apresuró para llegar a la mansión del viejo escriba que lo albergaba y lo educaba. A su paso, unas chiquillas dejaron de jugar con sus muñecas de trapo, y algunas mujeres que llevaban provisiones se detuvieron, con mirada suspicaz.
La puerta estaba cerrada. Unas tablas obstruían las ventanas. Iker llamó una y otra vez.
—No insistas —le recomendó la vecina—. El viejo escriba ha muerto.
El cielo cayó sobre la cabeza del muchacho.
—Muerto… ¿Cuánto tiempo hace?
—Una semana. Después de tu partida, la tristeza lo devoró.
Iker se sentó en el umbral y lloró.
Al raptarlo, los piratas habían matado a su padre adoptivo.
—Vete a ver al alcalde —aconsejó la vecina—. Él te dirá algo más.
A pesar de su pena, Iker advirtió la hostilidad de la aldea. Allí, todos lo consideraban responsable de la muerte de su maestro.
Por primera vez, el muchacho sintió la insoportable desazón de la injusticia. Pero él lo explicaría todo y la herida desaparecería.
Con un gran peso en el pecho y en la cabeza, Iker se dirigió lentamente a la casa del alcalde, que daba instrucciones a los obreros encargados del mantenimiento de los canales.
—Juraría que… ¡eres nuestro aprendiz de escriba! ¿Realmente eres tú? ¡Qué sorpresa! Sin embargo, estaba seguro de que no volvería a verte.
El tono del alcalde, un quincuagenario gordinflón, era irónico y mordiente a la vez. Con gesto despectivo despidió a los obreros.
—Hiciste morir de pena a tu protector, Iker. Es un crimen del que tendrás que responder ante los dioses. Si tuviera posibilidad de hacerlo, te mandaría a prisión.
—Os equivocáis, soy inocente. Unos piratas me raptaron y sólo escapé de milagro.
El alcalde soltó una carcajada.
—Inventa algo más plausible. O, mejor, calla y vete…
—Pero… ¡Querría regresar a casa!
—¿Estás hablando de la casa? Su propietario no redactó un testamento en tu favor. Por eso la he requisado. Los habitantes de la aldea te desprecian, tu lugar no está entre nosotros.
—Tenéis que creerme, realmente fui raptado, yo…
—¡Basta ya! Espero que el remordimiento te pudra el alma. Si no te vas de inmediato, ordenaré a mis criados que te expulsen a bastonazos. Ah… Tu protector deseaba que yo te entregase este cofrecillo si aparecías alguna vez por aquí. Es otra generosidad ingenua por su parte, pero debo cumplir su última voluntad. Sal de Medamud, Iker, y no vuelvas bajo ningún pretexto.
Estrechando el cofrecillo contra su pecho, Iker aguardó a estar lejos de la aldea para abrirlo. Al hacerlo advirtió que el cerrojo de madera había sido roto.
En su interior había un pequeño papiro enrollado y sellado.
También el sello había sido roto y recompuesto torpemente.
En unas pocas líneas, el viejo escriba maldecía a su alumno y le prometía mil castigos. Pero Iker conocía lo suficiente la caligrafía de su profesor como para advertir que había sido groseramente imitada.
En el fondo del cofrecillo había una delgada capa de yeso. A la sombra de un tamarisco, el joven lo rascó con un pedazo de madera hasta que apareció un mensaje que le ensanchó el corazón:
Sé que no has huido como un ladrón. Ruego para que estés sano y salvo. Mi existencia se acaba, y hago votos para que te conviertas en un buen escriba. Si vuelves a Medamud, espero que ese bandido de alcalde te entregue el testamento en el que te lego mi casa y ese cofrecillo que contiene mis más hermosos calamos. Pero ha venido un extranjero. El alcalde se entiende con él a las mil maravillas. Siento que merodean fuerzas oscuras, por eso prefiero ocultar este mensaje de acuerdo con la técnica que te enseñé. No te demores en la región, ve a la provincia de Dju-ka, «la Montaña alta»
(6)
. Será la primera etapa de tu viaje. Que los dioses te conduzcan al final de tu Búsqueda. Sean cuales sean las pruebas, no cedas ante la desesperación. Estaré siempre a tu lado, hijo mío, para ayudarte a cumplir un destino que todavía ignoras.
Cuando el tesorero Medes entró en su suntuosa mansión del centro de Menfis, dos servidores se apresuraron a lavarle las manos y los pies, a calzarle unas sandalias de interior, a perfumarlo y a servirle vino blanco, fresco, procedente de los oasis.
El imponente personaje, que a menudo era invitado a cenar en palacio y había comido, incluso, en la mesa del rey, era uno de los altos funcionarios de la capital. Vistiendo lino fino de primera calidad, comprobaba los inventarios de los templos que redistribuían las riquezas tras haberlas sacralizado.
En cuanto fue nombrado, Medes había advertido todas las ventajas que podía obtener de su privilegiada posición. Utilizando del mejor modo los servicios de los escribas contables, los intendentes y los archiveros, el tesorero robaba poco, pero a menudo. Actuando con extremada prudencia, no dejaba huella alguna de sus malversaciones y falsificaba los documentos administrativos con tanta habilidad que ni siquiera unos ojos expertos descubrirían nada.
Ahora bien, Medes no estaba satisfecho ni era feliz.
En primer lugar, se sentía desaprovechado. Ciertamente, el faraón Sesostris le había concedido un puesto importante, pero el tesorero deseaba más. Nadie era más competente que él. Medes era el mejor, y quería que lo reconocieran como tal. Si aquel rey obstinado persistía en no comprenderlo, habría que intervenir, y tal vez de modo brutal. Sesostris tenía muchos enemigos, comenzando por los riquísimos jefes de provincia, con quienes Medes se entendía muy bien. Si el faraón cometía el error de recortar sus prerrogativas, su reinado sería breve. ¿Acaso no se murmuraba que uno de sus predecesores había sido asesinado?
En segundo lugar, Medes se preguntaba por la verdadera naturaleza del poder y por el mejor modo de apropiarse de él. Se había convertido en sacerdote temporal para desviar con más facilidad algunas provisiones destinadas a los templos. Al participar en los rituales, había tocado lo sacro. Mostrando su entusiasmo por las prácticas espirituales, halagando a sus superiores, presentándose como un generoso donante, Medes estaba fascinado por los misterios a los que no tenía acceso. Sólo el faraón y algunos sacerdotes tenían el privilegio de contemplarlos. ¿Acaso el rey no obtenía de ellos la parte esencial de su poder?
Las puertas del templo cubierto permanecían cerradas para el tesorero. Medes no podía hacer presa aún en aquel dominio que suponía tan esencial como la actividad económica. Y no estaba dispuesto a abandonar sus funciones profanas para vivir una existencia de recluso.
La situación parecía bloqueada, hasta que la charla de un dignatario del templo de Hator, en Menfis, le procurase una información fundamental sobre la Tierra del dios, el país de Punt. Como todos los que conocían esa fábula, Medes se burlaba de ella. Al pueblo y a los niños les gustaba lo maravilloso, y había que distraerlos con leyendas.
Ahora bien, según el dignatario, Punt no era una leyenda. La Tierra del dios existía realmente, contenía productos extraordinarios, entre ellos un oro que no se parecía a ningún otro y que era utilizado antaño con gran secreto por algunos santuarios. A cambio de un valioso mobiliario, el charlatán le había dado vagas indicaciones geográficas antes de morir de una crisis cardíaca. Era poco, pero lo suficiente para iniciar una búsqueda.
—Señor —anunció el intendente de Medes—, vuestro visitante ha llegado.
—Que espere, necesito descansar unos minutos.
Desde hacía algún tiempo, Medes se había engordado. Provisto de una gran energía, tendía a comer y a beber demasiado para calmar sus insatisfacciones. Tan repleta como él, su mujer debía mostrarse inventiva y perversa cuando intentaban alcanzar el placer. Con el pelo negro pegado a su redondo cráneo, su rostro lunar, su ancho torso, sus cortas piernas y sus gordezuelos pies, Medes era achaparrado y compacto.