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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El árbol de vida (27 page)

BOOK: El árbol de vida
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—Bastarán menos de la mitad —decidió Djehuty—. Cada uno de los felices elegidos tendrá la fuerza de Min.

—Vuestros soldados no me facilitan la tarea. Ningún oficial acepta cederme el mando.

—¡No elijas sólo a militares! También necesitas a jóvenes robustos. Y no olvides a los sacerdotes.

—¿A los sacerdotes, pero…?

—¡El transporte del coloso no es una tarea profana, Iker! Durante todo el recorrido, los ritualistas tendrán que recitar fórmulas de protección. Haz que toda esa gente cohabite y te convertirás en un personaje respetado. Piensa sólo en una cosa: está prohibido el fracaso.

Iker se felicitó por haber seguido un entrenamiento de corredor de fondo, pues no dejó de ir y venir durante días y días para seleccionar a ciento setenta y dos hombres
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entre los innumerables voluntarios. Si el cálculo del joven escriba era exacto, aquél era el número ideal para tirar cadenciosamente del coloso.

Cuando la gigantesca escultura estuvo terminada, Iker reunió al equipo y lo dividió en cuatro hileras. Una de las hileras exteriores estaba formada por jóvenes originarios del oeste de la región; la otra, por jóvenes del este. Las hileras interiores estaban formadas por soldados y sacerdotes.

El coloso había sido colocado en una narria y sólidamente atado con cuerdas de las que las cuatro hileras se disponían a tirar, en un ambiente de fiesta. Con los técnicos, Iker se aseguró de que todo estuviera en orden, pero sintió cierta inquietud al dar la señal de partida.

Los encargados derramaron agua sobre la pista lodosa.

—¡Tirad! —ordenó Iker.

Lentamente, la narria se puso en marcha. Bien humedecida, la corredera facilitó el esfuerzo de los ciento setenta y dos hombres, orgullosos de realizar semejante hazaña. «Occidente está en fiestas —cantaban los jóvenes del oeste—, nuestros corazones se regocijan cuando ven los monumentos de su señor.»

Se había adoptado un buen ritmo, ni demasiado lento ni demasiado rápido. Los soldados agitaban ramas de palmera para refrescar a los que tiraban.

Cien veces examinado por Iker, el recorrido había sido allanado al máximo. No había que temer ninguna sorpresa desagradable.

Su mirada iba de cada punto de fijación de las cuerdas a cada uno de los miembros del cortejo y regresaba luego al coloso, perfectamente estable.

De pronto, el escriba sintió un malestar.

Aquella hermosa armonía parecía a punto de romperse, e ignoraba por qué. Aparentemente, no había nada anormal. Pero su instinto no lo engañaba.

Inquieto, corrió en todas direcciones en busca del peligro. Sólo cuando levantó la cabeza lo comprendió.

¡La mirada del coloso había cambiado! Sus ojos de piedra expresaban una profunda insatisfacción.

—¡Pronto, incienso! —gritó.

Sin duda alguna, la estatua del
ka
exigía un rito.

Afortunadamente, uno de los sacerdotes que seguían la expedición llevaba un incensario.

Iker saltó a las rodillas del coloso y alargó las manos en señal de veneración. El sacerdote abrió el incensario, del que brotó una humareda olorosa que llegó a la boca, los oídos y los ojos de la estatua. La resina de terebinto, el
senter
, «lo que hace divino», aromatizó la piedra mientras el joven escriba seguía orando, frente al camino, pidiéndole que se abriera.

El rito duró hasta el Nilo.

La travesía se efectuó sin incidentes, y el final del recorrido transcurrió entre un indescriptible júbilo. Ni un solo habitante de la provincia había querido perderse el acontecimiento y, como Djehuty había prometido, un gigantesco banquete al aire libre coronaría aquel éxito.

Cuando el coloso estuvo instalado ante la fachada del templo, el jefe de provincia felicitó a un agotado Iker.

—¡Misión cumplida, joven escriba! Pero no olvides que cada jeroglífico, cada signo y cada estatua, sea cual sea su tamaño, ilustran un aspecto del misterio de la creación. Hoy, el honor corresponde al
ka
real. Ya descansarás más tarde, pues ahora debes redactar un detallado informe.

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Unidas a las de la crecida, las festividades del nacimiento del coloso se habían traducido, para la población, en dos semanas sin trabajar durante las que se había bebido, comido, cantado y bailado. Gozando de una popularidad sin igual, el jefe de provincia, Djehuty, pasaba varias horas al día en su morada de eternidad, una de cuyas paredes, terminada muy pronto, estaría consagrada a una excepcional escena que representaba el traslado del coloso. Iker velaba por la exactitud de los textos jeroglíficos.

Sin ninguna duda, el joven escriba estaba destinado a más altas cotas y despertaba ya fuertes envidias. Algunos experimentados funcionarios que llevaban mucho tiempo en sus puestos deploraban la inclinación que el jefe de provincia sentía por aquel muchacho solitario que no se vinculaba a nadie y que se encerraba en un empecinado trabajo. Sin embargo, nadie se atrevía a atacarlo aún; por un lado, a causa de la protección de Djehuty, y por el otro, debido a las informaciones que Iker había acumulado sobre unos y otros. Al hacer el balance de las fuerzas y las debilidades de la provincia habría descubierto las deficiencias de sus colegas. Una palabra suya y caerían las sanciones. Más valía, pues, halagarlo, pero ¿de qué modo? Iker iba de su despacho a su habitación, de su habitación a su despacho, y no asistía a recepción alguna. Y cuando paseaba con su asno, su aire huraño disuadía a todo el mundo de molestarlo.

Incluso durante los momentos de descanso, el muchacho sólo pensaba en su trabajo. Puesto a la cabeza de un cuerpo de técnicos mucho mayores que él, sabía que el menor paso en falso le resultaría fatal. Sin embargo, su exigencia de que las cosas fueran impecables no era sólo defensiva; estaba alimentado por un fuego interior que iluminaba su camino.

Por la noche soñaba con ella. Hacía por ella todos aquellos esfuerzos. Algún día volvería a verla, y no podría comportarse como un ignorante o un incapaz. ¿No le impondría el destino aquella prueba para que se enfrentara consigo mismo y demostrara su capacidad, convirtiéndose en un escriba de élite? Tal vez no fuera suficiente para aquella a la que amaba… Tenía que ofrecerle lo mejor de sí mismo para demostrarle que sólo vivía para ella.

También tenía pesadillas, con caras de asesinos, monstruos, preguntas sin respuesta y la necesidad de vengar se de quienes habían querido cortar el hilo de su existencia. Permanecer en la ignorancia y la pasividad era intolerable.

Entre aquellos malos sueños apareció una loca hipótesis. Una hipótesis tan odiosa que el muchacho comenzó rechazándola. Pero volvió a aparecer, insistente, e Iker no consiguió ya ahogarla. Lo puso de mal humor, aislándolo más aún.

Afortunadamente, su asno percibía sus menores esta dos de ánimo y escuchaba, sin cansarse, las confidencias de su amigo. Cuando Iker hacía una pregunta,
Viento del Norte
respondía «no» levantando la oreja izquierda o «sí» levantando la derecha.

El joven escriba podía confiar plenamente en aquel fiel compañero. Por ello formuló la hipótesis que lo torturaba.

Y
Viento del Norte
levantó la oreja derecha.

El doctor Gua estaba irritado.

—Dos semanas de banquetes y vuestro hígado está más hinchado que el de una oca cebada. Desde el punto de vista médico es un verdadero suicidio.

Djehuty se encogió de hombros.

—Me encuentro perfectamente bien.

—No tengo remedio alguno para tratar la inconsciencia. Si no tomáis una veintena de píldoras al día para poner en orden vuestras funciones hepáticas, no respondo de nada.

El doctor Gua cerró secamente su bolsa de cuero y abandonó la sala de audiencias, donde entraron los responsables de los diques y la irrigación con informes optimistas. Les sucedió Iker, cuya gravedad sorprendió a los cortesanos que rodeaban a Djehuty.

—Salid todos —ordenó el jefe de provincia.

Inmóvil, el joven escriba miraba fijamente a Djehuty.

—¿Qué ocurre, muchacho?

—Exijo la verdad.

El jefe de provincia se arrellanó en su sillón y posó las manos en sus muslos, lanzando un profundo suspiro.

—¡La verdad! ¿Tienes el corazón lo bastante ancho para recibirla? ¿Sabes acaso qué es un verdadero corazón, el que sirve de capilla a lo divino? Todo es creado por el corazón, él da el conocimiento, él piensa y concibe. Por eso debe ser ancho, grande, moverse libremente, pero ser suave, también. Y tú, Iker, te muestras demasiado severo, tanto con los demás como contigo mismo. Si tu corazón está turbado, se hace pesado y no puede acoger a Maat. La energía espiritual no circula y tú con ciencia se extravía.

—Señor, mi aprendizaje de escriba me ha enseñado a no confundir una cosa con otra y a intentar permanecer lúcido en cualquier circunstancia. Ahora bien, estoy con vencido de que vuestra generosidad no es gratuita. Tenéis una deuda conmigo, ¿no es cierto?

—Tu imaginación te ciega, muchacho. He reconocido tu valor, eso es todo. Y sólo tu mérito te ha permitido lograrlo.

—No lo creo, señor. Estoy seguro de que sabéis mucho sobre los hombres que querían matarme e intentáis protegerme convirtiéndome en uno de los escribas más importantes de vuestra provincia. Ahora quiero saberlo todo. ¿Por qué me eligieron como víctima expiatoria, quién es el responsable, si soy todavía juguete de un demonio oculto en las tinieblas, dónde está el país de Punt, donde el perfume salva al buen escriba?

—Haces demasiadas preguntas, ¿no crees?

—No, no lo creo.

Exasperado, Djehuty se agarró a los brazos de su sillón.

—¿Qué imperativo me obligaría a responderte?

—El amor a la verdad.

—¿Y si esta verdad fuera más peligrosa que la ignorancia?

—Estuve a punto de perder la vida y quiero saber porqué y a causa de quién.

—¿No prefieres olvidar esos trágicos acontecimientos y degustar una existencia tranquila durante la que satisfagas tu afición por la escritura y la lectura?

—¿No es vivir sin comprender, vivir en las tinieblas, el peor de los castigos?

—¡Eso depende de los seres, muchacho! La mayoría aprecia la ignorancia y, sobre todo, no desea salir de ella.

—No es mi caso.

—¡Eso me parecía! Por última vez, Iker, no te empeñes en descubrir lo que debe permanecer oculto.

Ahora, Iker sabía que su hipótesis era correcta. Su fija mirada acabó con las últimas defensas del jefe de provincia.

—Como quieras, muchacho, pero puedes lamentarlo. Por lo que se refiere al país de Punt, no tengo información alguna que darte. En cambio, he oído hablar de dos marineros llamados Ojo-de-Tortuga y Cuchillo-afilado.

Iker dio un respingo.

—¿Los… los contratasteis vos?

—No, sencillamente pasaron por el puerto principal de mi provincia. Su barco permaneció algunos días atracado.

—En los archivos no hay rastro alguno de esa estancia —protestó el muchacho.

—El documento fue destruido.

—¿Por qué razones, señor?

—Para evitar las fantasmagorías.

—Las fantasmagorías… Pero ¿cuáles? ¿Suponer que fuisteis el instigador de esta maquinación?

—¡Ya basta, Iker! —gritó Djehuty—. ¿No comprendes que soy tu protector? Ver cómo te rompías la cabeza contra tu propio destino me resultaba insoportable.

—Debéis decírmelo todo, señor.

—Ignoras a qué te expones.

—Gracias a vos voy a saberlo.

Djehuty lanzó un nuevo suspiro de exasperación.

—Esos dos marineros pertenecían a una tripulación que gozaba de especiales privilegios. ¿Realmente deseas conocerlos?

—¿Tendré que arrancaros las palabras una a una?

—Yo no era partidario de Sesostris. Ahora bien, el barco estaba bajo la protección del sello real, y el capitán me pidió que le concediera una breve hospitalidad para las reparaciones. Negándosela, provocaba un conflicto; ofreciéndosela, me convertía en vasallo de un monarca cuya soberanía yo negaba. Decidí, pues, que el barco y su tripulación no existieran. Y luego llegaste tú, con tus preguntas y tu personalidad que nada tiene de ordinaria. No te pareces a los demás escribas, Iker. En ti arde un fuego cuya naturaleza no percibes aún. Por eso he intentado arrancarte de tu pasado.

—¿Adonde fueron esos marineros?

—Zarparon hacia la ciudad de Kahum, a la que Sesostris da una importancia especial. Allí se conservan algunos archivos de Estado.

—¡Consultándolos lograré las respuestas a mis preguntas!

—Ir allí es desafiar al faraón.

—¿Por qué quiso eliminarme?

—Lo ignoro, muchacho, pero sé que nadie ataca a un auténtico rey sin correr hacia su perdición.

—La verdad es más importante que mi vida. Seguid ayudándome y mandadme a Kahum. En cualquier ciudad de Egipto un escriba procedente de la provincia de Tot será bien recibido.

—Me pides que te mande a la muerte, Iker.

—Mi gratitud hacia vos no tiene límites. Si permanezco aquí tapándome los oídos y los ojos, muy pronto me convertiré en un mal servidor.

—Pones una pesada responsabilidad en mis hombros.

—El único responsable soy yo. Os he convencido de que levantarais el velo y me dejarais proseguir mi camino. Gracias a vos me he fortalecido y soy capaz de afrontar esta nueva prueba.

44

En la isla de Elefantina, el faraón Sesostris y sus íntimos asistían a un rito celebrado por el jefe de provincia Sarenput en honor de un venerado sabio, He
ka
-ib. Una nueva estatua del augusto personaje, que había vivido en la VI dinastía, acababa de levantarse en la capilla de su tumba. Permitía que su
ka
siguiera presente en la tierra e inspirara el pensamiento de sus sucesores.

Ningún incidente había estropeado el buen entendimiento que reinaba entre el séquito del rey y los milicianos de Sarenput. Sin embargo, Sobek el Protector seguía nervioso e inquieto. Como el joven Sehotep, de ojos siempre alerta, dudaba de la sinceridad de su anfitrión y temía que le tendiera una trampa al monarca. Por lo que al general Nesmontu se refería, combatiría hasta la muerte para salvar la vida de su soberano.

De acuerdo con el protocolo, Medes estaba algo retrasado, mostrándose tan discreto como le era posible. Dispuesto a registrar las declaraciones oficiales del faraón, observaba a los dignatarios de la provincia y les hacía preguntas sobre su funcionamiento. Amable, conciliador, entabló nuevas amistades.

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