La puerta se abrió.
Para entrar en una vasta estancia con el suelo de tierra batida, el Anunciador y su discípulo tuvieron que agachar la cabeza.
Tres barbudos se inclinaron ante su maestro.
—¡Gracias a Dios, señor —dijo uno de ellos—, estáis sano y salvo!
—Nadie me impedirá cumplir mi misión. Confiad en mí y triunfaremos.
Todos se sentaron y el Anunciador comenzó su prédica.
Su discurso era repetitivo, martilleaba los mismos temas con lacerante insistencia: Dios le hablaba, él era el único intérprete, los infieles serían sometidos por la violencia, los blasfemos ejecutados, las mujeres no debían ya gozar las insolentes libertades que les concedía Egipto. Fuentes de todo mal: el faraón y el arte real de hacer vivir a Maat. Cuando por fin se hubieran secado, la doctrina del Anunciador acabaría con las fronteras. Toda la tierra sería sólo un país, regido por la auténtica creencia.
—Tranquilizaos —ordenó el Anunciador a sus fieles—, vestíos al modo menfita, sumergíos en esta ciudad. Vendrán otras instrucciones.
Fascinado por el discurso de su maestro, Shab
el Retorcido
aguardó a haber salid.
de la casa para interrogarle.
—Señor, ¿no eran estos hombres cananeos de Siquem?
—En efecto.
—¿Y decidisteis que vinieran a Menfis?
—Éstos y muchos más.
—¡No habéis renunciado pues a liberar Canaán!
—Nunca renuncio, pero hay que saber adaptarse. Corroeremos la sociedad egipcia desde el interior, sin que lo sospeche. Y Menfis, la tolerante y abigarrada, nos proporcionará el veneno destinado a matarla. Necesitaremos mucho tiempo y paciencia, mi fiel amigo, y deberemos utilizar también otras armas.
Las sorpresas no se habían acabado para Shab
el Retorcido
. En otra calleja, el porche de una hermosa morada tic dos pisos. El Anunciador se dirigió al guardia en una lengua desconocida.
El centinela le dejó pasar, así como a Shab.
Los dos visitantes fueron recibidos por un personaje caluroso y voluble cuyas formas redondeadas revelaban el amor a la buena carne.
—¡Por fin habéis llegado, señor! Comenzaba a preocuparme.
—Contratiempos sin importancia.
—Pasemos al salón. Mi cocinero ha preparado unos pasteles que complacerían los paladares más exigentes.
Shab
el Retorcido
no se hizo de rogar, pero el Anunciador no tocó las golosinas.
—¿En qué situación estamos? —preguntó con voz tan severa que la atmósfera se volvió gélida en seguida.
—Las cosas avanzan, señor.
—¿Estás seguro, amigo mío?
—¡Ya sabéis que no es fácil! Pero la primera expedición partirá muy pronto.
—No toleraré incidente alguno —aseguró el Anunciador.
—¡Podéis contar conmigo, señor!
—¿Qué punto de llegada has elegido?
—La pequeña ciudad de Kahum. Reviste mucha importancia para el faraón Sesostris. Tengo allí buenos contactos, nuestros hombres se instalarán sin demasiadas dificultades.
—Espero que no te engañes.
—Prefiero tomarme más tiempo del previsto, señor, y no cometer error alguno. Ya veréis, Kahum es el lugar adecuado. Este rey es un hombre astuto que sabe rodearse de precauciones, y no tiene confianza alguna en la corte de Menfis.
El Anunciador esbozó una extraña sonrisa.
Sí, aquélla era la pista buena. Su organización había trabajado bien.
La tensión se disipó, su anfitrión lo aprovechó para devorar un enorme pastel bañado en zumo de algarrobo. Shab le imitó.
—Supongo que el faraón ha reducido su entorno —dijo el Anunciador.
—Desgraciadamente sí, señor. Según rumores que me parecen creíbles, la Casa del Rey ya sólo comprende un reducido consejo formado por sus fieles.
—¿Conoces sus nombres?
—Circulan demasiados rumores… Se afirma incluso que el rey ha decidido retorcer el cuello a los jefes de provincia que le son hostiles, pero no lo creo. Semejante acción provocaría una guerra civil.
—¿No dispondrás de algún contacto en palacio?
—Señor, es muy delicado y…
—Lo necesito.
—Bueno, bueno… Me encargaré de eso.
—¿Puedo contar contigo, mi fiel amigo?
—¡Oh sí, sin ninguna duda!
—Hasta pronto.
Shab
el Retorcido
devoró su última golosina. El pastelero de su anfitrión era inigualable, pero éste no le había seducido mucho. Ya lejos de la hermosa morada, tan discreta, se creyó obligado a confiar esas impresiones a su maestro.
—Este hombre no me gusta. ¿Estáis seguros de que no os miente?
—Este rico comerciante es originario de Byblos, el gran puerto del Líbano, y es un mentiroso nato. Su oficio consiste en engañar a sus clientes, haciendo que se acuse a sus competidores, y en obtener el máximo beneficio de las menores transacciones. Pero a mí, y sólo a mí, me dice la verdad. Una vez, una sola vez, intentó engañarme y guarda el recuerdo en su carne. Cuando las zarpas del halcón se hundieron en su pecho para arrancarle el corazón, se arrepintió a tiempo. La gente de Byblos nos será muy útil, mi buen amigo. Gracias a ellos haré que entren en Egipto numerosos partidarios de nuestra causa.
Shab
el Retorcido
estaba atónito.
El Anunciador manipulaba, pues, varias organizaciones y conocía Menfis como si fuera la palma de su mano.
A pesar del calor, ningún rastro de sudor en su frente. Y cuando Shab vació una jarra de cerveza fresca, el Anunciador no bebió una sola gota y masculló unas fórmulas que
el Retorcido
no comprendió.
Iker dobló la pierna sobre la que se había sentado y levantó ante sí la otra. Era una de las posiciones del escriba cuando deseaba consultar un papiro, y el joven tenía tanto trabajo que raras veces salía de su pequeño despacho, situado en el ala izquierda del palacio del jefe de provincia.
Iker quería verificarlo todo personalmente. No se limitaba a los resúmenes preparados por otros escribas para facilitarle la tarea y consultaba sin cesar los documentos originales.
¡Se felicitaba por ello casi todas las veces! Se habían omitido detalles, se habían copiado mal algunas cifras, los detalles técnicos quedaban truncados. Restableciendo la verdad tan a menudo como era posible, el investigador captaba una inquietante realidad: varios funcionarios habían deformado los hechos para hacer creer a Djehuty que su provincia era la más rica y poderosa de Egipto.
La realidad resultaba menos brillante. La milicia tenía demasiados mercenarios, así como la policía del desierto demasiados veteranos, y algunas tierras estaban mal explotadas y varias granjas mal administradas. En caso de conflicto, a Djehuty podían faltarle armas. De ese modo, el informe de síntesis que Iker pensaba redactar en los próximos días iba a ser más bien pesimista.
—Tendrías que venir a ver algo —le aconsejó un colega.
—No tengo tiempo.
—Tómatelo. Un espectáculo como éste es algo que no debe perderse.
Intrigado, Iker salió de palacio.
Los escribas, los guardias, los cocineros, las mujeres de la limpieza y todos los demás miembros del personal corrían hacia el Nilo.
En un islote herboso, en medio del río, unas cincuenta grullas de Numidia, con el plumaje ceniciento y las patas finas, danzaban con gracia. Revoloteando cadenciosamente, fingían emprender el vuelo y luego volvían a posarse, girando unas veces sobre sí mismas, formando otras una especie de cortejo de los machos a las hembras. Como todo el mundo, Iker admiró aquel ballet inesperado, saludado por los gritos de alegría de los habitantes de la provincia.
—Excelente presagio —comentó su vecino, un escriba destinado a la agrimensura—. Significa que el faraón Sesostris ha conseguido provocar una buena crecida. No se lo digas a nadie, pero ésta es la prueba de que es un gran rey.
Pensativo, Iker fue a alimentar a su asno, bien instala do a la sombra de un tejadillo.
—La situación se está haciendo delicada —le dijo a
Viento del Norte
—. Si la población se pone del lado del faraón, la posición de Djehuty resultará insostenible. Y el éxito de Sesostris es tan evidente que nadie puede ocultarlo.
El asno comió plácidamente, como si la noticia no lo preocupara.
Al regresar a su despacho, Iker recordó el rostro de la joven sacerdotisa. Varias veces al día, y en todos sus sueños, se le representaba con creciente fuerza. En vez de esfumarse, los rasgos de su rostro se hacían cada vez más precisos, como si ella estuviera a su lado.
¿Cuándo la vería de nuevo? Tal vez durante una ceremonia en la que participara ella, pero ¿cómo iba a saberlo? ¿Y si ella pertenecía al «Círculo de oro» de Abydos, no tendría que dirigirse a la ciudad santa, inaccesible para un profano como él? Su amor parecía destinado al fracaso. Sin embargo, no renunciaría antes de haber hablado con ella. Debía conocer los sentimientos que le inspiraba, aunque él se sentía incapaz de expresar toda su intensidad.
Pese a la enigmática alusión del general Sepi, el «Círculo de oro» de Abydos no había perdido nada de su misterio. ¿Había que entender que su acción consistía en regenerar a ancianos como Djehuty inundándolos de luz? Algunos seres sabían, pues, manejar aquella energía en circunstancias excepcionales.
El jefe de provincia se había sentado y leía el borrador de Iker.
—Señor, son sólo algunas notas.
—Me parecen bastante claras: mi administración no ha dejado de halagarme y mis fuerzas armadas son incapaces de sostener un conflicto de envergadura.
Iker reconoció la gravedad de la situación.
—Eso es.
—Excelente trabajo, muchacho. En el fondo, la danza de las grullas llega en el momento justo. Gracias a ella, todos saben que Sesostris hará que el país reverdezca, y lo llenará de árboles frutales. Las Dos Tierras se alegran, se anuncian tiempos felices puesto que un verdadero señor se ha manifestado. Gracias a él, la inundación llega a su hora, los días son fecundos, la noche desgrana hermosas horas. El faraón es la energía creadora, su boca expresa la abundancia, crea lo que debe existir, da vida a su pueblo. Hora tras hora, sin descanso, lleva a cabo una obra misteriosa que teje, a la vez, la naturaleza y la sociedad. Es un soberano ancho de corazón; si actúa rectamente, el país es próspero.
—¿Significa eso que… que reconocéis la autoridad del rey Sesostris y que vuestra provincia va a ser su fiel servidora?
—Nadie podría decirlo mejor, Iker.
—¿No habrá guerra, pues?
—Eso es.
—Me alegro de ello, señor, pero…
—Pero te sorprende una decisión tan rápida, ¿no es cierto? Y es así porque no aprecias en su justo valor el carácter sobrenatural del acto que ha consumado Sesostris. ¿Cómo ha conseguido dominar la inundación? Asumiendo la función de Tot, el dios del conocimiento y el patrón de los escribas. El rey ha probado que no ignoraba los signos de poder y que era capaz de procurar a su pueblo el agua nueva.
Sabe que el caudal nutricio es el derramamiento de Osiris. Brota de su cuerpo misterioso. Es su sudor, sus linfas, sus humores. Cuando el agua de la joven crecida llena la primera jarra de ofrenda, el rey puede afirmar: «Osiris ha sido encontrado.» Pero habría fracasado sin la ayuda de Isis, que aparece como la estrella Sothis en el cielo, tras setenta días de invisibilidad. La pareja primordial ha vuelto a formarse, la energía primigenia fecunda de nuevo las Dos Tierras. Sin ella, nada crecería. La semilla es una matriz en la que se ensamblan los elementos que procura el más allá. Has de saber, Iker, que toda la naturaleza es revelación de lo sobrenatural. Puesto que Sesostris pertenece al linaje de los reyes que transmite este misterio, sólo me queda ya inclinarme ante él y obedecerlo. No, debo hacer algo mejor aún.
Djehuty se levantó.
—Nos toca demostrarle a Sesostris de qué somos capaces. ¿Sabes qué es realmente el
ka
, Iker?
—El genio protector que nace con el hombre y que no lo abandona, siempre que ponga en práctica las enseñanzas de los sabios.
—El
ka
es la energía que alimenta cualquier forma de vida. Cuando muere, un justo de voz
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transmite su
ka
, heredado de los antepasados. Todas las ofrendas son destinadas al
ka
, nunca al individuo. Uno de los más hermosos símbolos del
ka
es una estatua viviente, ritualmente animada. Por eso vamos a crear una colosal estatua del
ka
real y ofrecérsela al faraón. Te encargo que supervises la obra.
—El codo de Dios mide las piedras —declaró el jefe escultor—. El coloca el cordel en el suelo, implanta los templos en rectitud, alberga bajo su sombra cualquier construcción sagrada, donde su corazón se desplaza según sus deseos. Y su amor anima los talleres.
El canto de los mazos y los cinceles se elevó en la cantera donde sería tallado el coloso, soporte del
ka
.
Los canteros habían seleccionado los mejores lechos de piedra y los cortarían sin herirla; por lo que a los escultores de la provincia hacía referencia, actuarían bajo la dirección de un artesano iniciado en los misterios. Dado el impresionante tamaño del coloso —trece codos de altura
(28)
y sesenta toneladas—, el emplazamiento de la cantera planteaba un serio problema. Tirar de la gigantesca estatua hasta el Nilo exigiría, por lo menos, tres horas, siempre que la técnica adoptada fuese eficaz; luego se utilizaría un barco de carga para la travesía, y un nuevo empuje llevaría la obra maestra a su destino, el templo de Tot. Un largo y difícil recorrido que Iker había estudiado una y otra vez para evitar cualquier sorpresa desagradable. Elegir otra cantera, más cercana a la capital, hubiera facilita do la tarea, pero Djehuty había designado el material adecuado y no aceptaría otro.
—Será la mayor fiesta jamás organizada en mi provincia —estimó Djehuty—. ¡El vino y la cerveza correrán a chorros, la población se regocijará! Dentro de miles de años hablarán aún de este coloso. Mis escultores crean una verdadera maravilla en la que se alían el poder y la finura. Cuando Sesostris la vea, quedará subyugado.
—No deseo ser pájaro de mal agüero —intervino Iker—, pero las dificultades del transporte están muy lejos de haberse resuelto.
—¿Cuántos hombres has previsto?
—Se necesitarán más de cuatrocientos. Disponerlos para formar un equipo coherente es un verdadero rompe cabezas.