En vez de debilitarlo, el hecho de no tener amigo ni aliado multiplicó su energía. Al poder contar sólo consigo mismo, Iker obtuvo de su soledad la fuerza de concentrarse en aquel nuevo aprendizaje y únicamente en él.
Del giro de cadera a la zancadilla, asimiló numerosas llaves mientras rectificaba sus errores. Comprendió que la rapidez era más importante que la brutalidad y que era posible volver contra el agresor su propia violencia.
El instructor no era más hablador que Iker. Avaro de explicaciones y comentarios, le hacía repetir cien veces el gesto adecuado, fuera cual fuese el sufrimiento o la fatiga. Y como su alumno apenas protestaba, lo trataba con más dureza aún que a sus camaradas.
—Mañana —anunció—, eliminatorias para la carrera de fondo. Combatiréis con las manos desnudas. Sólo serán elegidos los que hayan obtenido dos victorias.
El primer adversario de Iker era más alto y más fuerte que él.
—¡Ven, amiguito, voy a aplastarte!
Iker hincó la rodilla en el suelo.
—¡Ah, te declaras vencido sin combatir! No me extraña. Sólo los muchachos de nuestra provincia son capaces de ser buenos guerreros.
—Y, sin embargo, no es ése tu caso.
—¿Qué te atreves a decir?
El fortachón se lanzó hacia adelante con los puños cerrados. Iker se desplazó, alargó la pierna para hacerle caer, lo derribó hacia atrás y bloqueó su cuello con el brazo derecho.
Cuando el vencido golpeó el suelo con la zurda, el instructor ordenó a Iker que aflojara su presa.
El segundo adversario era menos estúpido. Atacó de improviso y consiguió pasar su brazo derecho bajo el muslo derecho de Iker para intentar levantarlo. Pero el muchacho resistió, se soltó, se deslizó hacia la espalda del luchador con inesperada rapidez y lo agarró de los tobillos. El vencido cayó boca abajo. El vencedor lo aplastó contra el suelo, estrangulándolo.
—Dos victorias, está bien. Ve a beber y a comer.
Una cincuentena de jóvenes milicianos se lanzó hacia adelante. Aunque el instructor hubiese hablado de una carrera de resistencia, algunos partieron con demasiada rapidez, deseosos de deslumbrar a sus camaradas. Iker pareció retrasarse, pero se benefició de la experiencia adquirida durante su difícil travesía por el desierto. Sin forzar la marcha fue adelantando uno a uno a sus competidores, sorprendido él mismo por su resistencia.
Al día siguiente, la prueba volvió a empezar, más exigente aún.
—Los mejores de vosotros deben recorrer un centenar de kilómetros en ocho horas
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—anunció el instructor—. La mayoría de los mensajes salen en barco, pero los carteros militares se verán a veces obligados a seguir caminos por tierra. Quiero, pues, hombres bien preparados.
Corriendo a un ritmo cada vez más elevado, Iker no dejaba de pensar en el sublime rostro que había contemplado en la reina de las turquesas. ¿Cómo no iba a darle confianza un signo tan extraordinario? La encontraría, a ella y a quienes lo habían condenado a muerte.
Cuando divisó, en el último momento, los fragmentos de cortante sílex diseminados por la pista tuvo el reflejo de lanzarse hacia un lado, cayó por un pendiente y acabó golpeándose contra el tronco de un tamarisco. Medio atontado, acababa de evitar lo peor, pues unas profundas heridas en los pies lo habrían inmovilizado durante un largo períod.
Tras haber recuperado el ánimo, Iker acortó poco a poco la distancia que lo separaba del hombre de cabeza, un hijo de miliciano que lo detestaba y no dejaba de denigrarlo ante sus camaradas.
Cuando lo estaba superando, el otro intentó desequilibrarlo golpeándolo con el hombro. Iker esquivó el golpe.
—No diré nada al instructor, por lo del sílex. Arreglaremos ese asunto entre ambos, en el cuartel.
—Los que mejor manejan el bastón son los nubios —reveló el instructor—. De uno de ellos aprendí las técnicas que os enseño. Vais a ponerlas en práctica en un combate durante el que no contendréis los golpes. Necesito dos voluntarios.
—Yo —dijo Iker, sabiendo que provocaría la reacción del hijo del miliciano.
De hecho, éste aprovechó la ocasión.
Los dos adversarios eran de la misma talla y la misma fuerza, pero, de acuerdo con su costumbre, Iker apostó por la rapidez. Dejó creer al otro, furibundo, que temía sus asaltos y lo obligó a agotarse en una serie de molinetes e ineficaces ataques.
Con su bastón rígido y ligero, Iker golpeó una sola vez, en plena frente.
El otro cayó como una masa.
El instructor lo examinó.
—Cuando despierte, tendrá un buen dolor de cabeza.
—Hubiera podido golpear con más fuerza.
—No te reconozco ya, Iker.
—No soporto a los cobardes.
El instructor miró a su alumno por el rabillo del ojo.
—¿Nada que añadir?
—Asunto resuelto.
—Lo prefiero así, Iker. Lo que ocurre entre soldados no me interesa, siempre que sean disciplinados, competentes y valerosos. Te falta aún práctica en el salto.
Al principio, la cuerda tendida entre dos estacas no era muy alta. Pero fue elevándose hasta parecer infranqueable. Y fue necesaria tanta técnica como voluntad para dominarla y no encabritarse ante el obstáculo. También en aquel juego Iker resultó el mejor.
Una hermosa morena de unos cuarenta años se acercó al instructor.
—¡Dama Techat! ¿Qué nos traéis de bueno?
—Queso y hortalizas. Dime, ¿cómo se llama ese joven?
—Iker.
—¿Es originario de nuestra región?
—No, pero es un recluta excelente. Sin duda, lo convertiré en un oficial.
La mujer de negocios, tesorera de la provincia, esbozó una sonrisa enigmática. Desde su punto de vista, el tal Iker merecía algo mejor.
Cuando se colocó la primera piedra del santuario de Sesostris, tras un ritual de fundación dirigido por el monarca en persona, una de las ramas de la acacia reverdeció.
Desgraciadamente, ninguna otra la imitó. Sin embargo, la esperanza renacía y el camino se había trazado: construir un nuevo templo y una nueva morada de eternidad para luchar contra las tinieblas que amenazaban con invadir el dominio de Osiris.
Sesostris había comprobado la calidad de los materiales y había hablado con cada uno de los artesanos. Había que ir muy de prisa, era cierto, aunque no en detrimento de la calidad de la obra.
Y desde el comienzo de los trabajos, el nuevo equipo de ritualistas nombrado por el portador de la paleta de oro se había puesto, también, a trabajar.
El sacerdote calvo preservaba los archivos sagrados de la Casa de Vida, donde nadie podía penetrar sin su autorización. El encargado de velar por la integridad del gran cuerpo de Osiris no se mostraba menos atento y verificaba varias veces al día los sellos colocados en la puerta de la tumba divina. En lo referente al ritualista que veía los secretos, celebraba, en nombre del faraón, los ritos cotidianos en compañía del portador de la paleta. Gracias a la magia del Verbo se mantenía el vínculo con lo invisible. Venerando a los antepasados y a los seres de luz, el servidor del
ka
contribuía eficazmente a reforzarlo, y el que derramaba diariamente la libación de agua fresca en las mesas de ofrenda activaba las sutiles sustancias ocultas en la materia, para que las divinidades se alimentaran con ellas y protegieran Abydos.
Todos tenían plena conciencia de la importancia de su tarea. Ellos, los permanentes, organizaban el trabajo de los temporales, debidamente filtrados por las fuerzas del orden. Cada uno de ellos había sido interrogado y sus declaraciones verificadas. A la menor falta, un sacerdote temporal sería excluido del dominio de Osiris. La gravedad de la situación no permitía que nadie se relajara. Idéntico rigor se aplicaba a las siete sacerdotisas que interpretaban las melodías, y que provenían de todos los estratos de la sociedad. Una de ellas era tan hermosa y recogida que ni siquiera el viejo portador de la paleta se mostraba insensible a su encanto. ¿Quién no habría deseado ser el padre de semejante muchacha, tan luminosa que su mirada irradiaba alegría y esperanza? Sin ninguna duda, algún día sería iniciada en los grandes misterios y no tendría ya que cumplir la función de portadora de ofrendas durante las fiestas celebradas en el mundo exterior. Pero para llegar a la condición de ritualista permanente, sobre todo en Abydos, era preciso conocer todos los grados de la jerarquía y recorrer todas las etapas que llevaban al templo cubierto. Ésa era la regla desde los orígenes, y así seguiría siendo.
Enteramente consagrado a su función, fortalecido por la misión que el faraón le había confiado y decidido a luchar contra las tinieblas hasta su última hora, el viejo sacerdote no percibía un peligro inesperado.
Uno de los permanentes, un tipo alto de rostro desagradable y nariz prominente, no estaba satisfecho con su suerte. Tenía fama de estar lleno de espiritualidad, ilusión que él mismo había acariciado antes de que su verdadera naturaleza se revelase: el deseo de poder. No el de un rey expuesto a los acontecimientos y a mil y una obligaciones, sino el poder oculto ejercido en la sombra.
Con el paso de los años había advertido la importancia de Abydos y de los misterios de Osiris. La propia existencia de la institución faraónica dependía de ellos. Había que reinar sobre aquel dominio, pues albergaba los secretos de la vida y de la muerte.
Salido de una escuela de geómetras y matemáticos, gélido como un viento invernal, había previsto suceder al decano y convertirse en el superior de los sacerdotes. Sin embargo, la irrupción de Sesostris y la reorganización del colegio de ritualistas había aniquilado sus planes, lo que le había acarreado una suprem decepción. El portador de la paleta de oro le había confiado, sólo, una función que él consideraba subalterna, muy alejada de la que esperaba. Ciertamente, pertenecía a la cumbre de la jerarquía, pero quería más.
Aquel maldito Sesostris era el responsable de su decepción y de su rencor, cada día más intenso. Pero ¿cómo librarse de él y obtener lo que se le debía?
Para la tropa del Anunciador, que se elevaba ya a más de doscientos hombres, la travesía de la zona pantanosa había sido especialmente agotadora, a causa del calor húmedo y de las incesantes molestias causadas por los insectos. Dos hombres habían muerto por picaduras de serpiente, y otro había sido arrastrado por un cocodrilo. Sin embargo, nada mellaba la decisión del guía supremo, que nunca vacilaba sobre la dirección que había de seguirse.
Las circunstancias los obligaron a meterse en una espesura de juncos medio inundada y caminar por el barro. Pero de esa manera evitaban cruzarse con los soldados de Sesostris y, por otra parte, cada día se daban un banquete de pescado asado.
A pesar de las veleidades de Shab
el Retorcido
y Jeta-de-través, el Anunciador les prohibió el pillaje de las escasas aldeas de pescadores por las que tenían que pasar.
—Sería muy poco tiempo —protestó Jeta-de-Través.
—El botín sería irrisorio; además no debemos dejar rastro alguno. El ataque del dominio de Hator era sólo un entrenamiento. Muy pronto daremos un golpe más fuerte.
—Más allá de los Muros del Rey. Por esta razón debemos tomar tantas precauciones y aventurarnos por zonas que se consideran infranqueables.
—¿No pensaréis, a fin de cuentas, tomar por asalto los fortines egipcios?
Todos habían oído hablar del sistema defensivo emplazado por el primero de los Sesostris para consolidar la frontera nordeste del país y rechazar cualquier intento de invasión. Conectados entre sí por señales ópticas, los numerosos puestos de guardia y de control albergaban arqueros autorizados a disparar sobre quien se arriesgara a pasar por la fuerza.
—Es demasiado pronto aún —reconoció el Anunciador—, pero ya llegará nuestra hora. Los Muros del Rey dan a Egipto una ilusoria sensación de seguridad.
—De todos modos —objetó Shab
el Retorcido
— los ocupan verdaderos soldados y…
—Sigue confiando en mí y todo irá bien. Primer objetivo: cruzar la frontera sin ser descubiertos. Luego, nos pondremos en contacto con nuestros nuevos aliados.
—¿De quién habláis, señor?
—De los asiáticos y de los beduinos que viven apretujados en el país de Canaán y son perseguidos por la administración egipcia. Humillados sin cesar, sólo piensan en rebelarse, pero temen una sangrienta represión. Sólo esperan un jefe: yo, el Anunciador.
Shab
el Retorcido
estaba fascinado. Y aunque Jeta-de-Través tomaba a su jefe por un loco, él le creía capaz de organizar una serie de pillajes que enriquecerían a sus partidarios. Era preciso, en efecto, cruzar los Muros del Rey sin que los detuvieran, y el superviviente de las minas de cobre no creía que pudiera hacerse.
Jeta-de-Través se equivocaba.
El Anunciador mandó varios exploradores para descubrir el punto de paso menos vigilado. Llevada a cabo la tarea observó durante varios días el comportamiento de los soldados y los aduaneros egipcios. En plena noche sin luna despertó a sus fieles y les ordenó que lo siguieran.
En perfecto silencio flanquearon la parte trasera del fortín, que no estaba vigilada por ningún centinela.
—El patrón es todo un tío —reconoció Jeta-de-Través.
—Cuando se tiene la suerte de encontrar uno así —asintió Shab
el Retorcido
—, no hay que soltarlo.
—¿No será muy avaricioso por lo que al botín se refiere?
—Le importa un comino. ¿Estás de acuerdo en que tomemos el máximo, los dos, los ayudantes directos del Anunciador, y distribuyamos el resto?
—Eso me conviene. Y si alguien protesta, le quiebro los lomos. ¡No hay nada como dar ejemplo! Pero dime… ¿qué es lo que busca el patrón?
—Su obsesión es el reinado de la verdad absoluta y definitiva, cuyo único depositario es él, y que debe imponerse a la humanidad entera. O se someten, o mueren. Y su principal adversario es el faraón, porque rechaza este dogmatismo.
—¡Qué sabio eres, Retorcido!
—A fuerza de escuchar al Anunciador repito lo que dice.
—A mí me importa un pimiento. Lo importante es que sea un buen jefe de guerra y que imponga su nueva fe por la sangre y la espada. Cuantos más egipcios matemos, más ricos seremos.
Cuando el Anunciador se encontró con los primeros asiáticos, propietarios de rebaños, se presentó de inmediato como decidido adversario de Sesostris, y los jefes de clan le prestaron oídos. Aceptó el juego obligatorio de las largas discusiones que no desembocaban en nada, pero obtuvo lo que deseaba: hablar con su superior oculto, un viejo beduino ciego, de barba blanca, cuyo odio contra los egipcios no dejaba de crecer. Coordinaba las agresiones contra las caravanas mal defendidas y hacía que ejecutaran a los cananeos sospechosos de entenderse con el enemigo.