—Haz que penetre bien en mi cuero cabelludo —ordenó—. Dentro de un rato le darás un masaje con aceite de ricino. Así, no tendré nunca el pelo blanco.
Tras la caída de Medes, su mujer no podría ya comprar aquellos productos de belleza, costosos pero indispensables. ¿Acaso podría divorciarse? Imposible, la fortuna era de él. Sin embargo, si lo acusaba de adulterio le correspondería la mitad. No obstante, necesitaría pruebas sólidas, so pena de ser condenada a no recibir pensión alimenticia alguna.
—¡Maquíllame mejor! —bramó—. Todavía se ven rojeces en mis mejillas y en mi cuello.
La maquilladora aplicó una capa de polvos a base de vainas y semillas de fenogreco, miel y alabastro, una mezcla especial que disimulaba las marcas de la edad.
Cuando Medes entró en la habitación de su esposa esbozó un movimiento de retroceso.
—¿Cómo te sientes, querida?
Ella se levantó de un brinco, apartando a las siervas.
—Tú… Nosotros… ¿Hemos sido destituidos?
—¿Destituidos? Al contrario, me han otorgado un importante cargo. En su sabiduría, el faraón ha reconocido mis méritos.
A Medes le costó tranquilizar a la furia que lo cubría de besos.
—Lo sentía, lo sabía, eres el mejor, el más grande, el más…
—Me aguardan pesadas responsabilidades, querida.
—¿Seremos más ricos aún?
—Sin duda.
—¿Qué tarea te ha confiado el rey?
—Secretario permanente del gran consejo.
—¿Conocerás entonces muchos secretos?
—Claro, pero estoy obligado a guardar silencio.
—¿Incluso conmigo?
—Incluso contigo.
Los asuntos de Estado no apasionaban en exceso a la esposa del gran dignatario, cuya fortuna le permitía satisfacer sus caprichos. ¿No era eso lo esencial?
Mientras la excelente noticia corría por todos los pisos de la casa y por el barrio, Medes se retiró a su despacho, donde, pocos minutos más tarde, recibió a Gergu.
Este mascaba dos pastillas compuestas por juncia olorosa y resina de terebinto, que desinfectaban la boca y proporcionaban buen aliento.
—Felicitaciones por vuestro nombramiento. Tendremos las manos algo más libres aún, ¿no?
Medes desenrolló un papiro.
—Es una queja contra ti.
—¡Una queja! Pero ¿de quién?
—De una de tus ex esposas, a la que golpeaste en estado de embriaguez.
—Es posible…
—¡Es seguro! Había un testigo. Forzaste su puerta, la amenazaste y la abofeteaste.
—No es tan grave.
—En Egipto, sí.
—¿Quién es ese testigo?
—Su camarera, una muchacha de provincias.
—Tal vez podríamos…
—Ya me he encargado —reveló Medes—. Se ha marchado hacia su perdido poblacho con una buena indemnización, y tu esposa ha recibido varios muebles nuevos acompañados por excusas de tu parte, que yo mismo he redactado. La queja ha sido anulada.
Gergu se dejó caer en una silla baja.
—¡Os debo, por lo menos, una jarra de cerveza de lujo, patrón!
—Olvida tus antiguas conquistas y contén tu odio hacia las mujeres, Gergu. Un inspector principal de los graneros debe ser respetable.
—¿Yo inspector principal…?
—Senankh, mi superior jerárquico, ha firmado tu ascenso.
—¡Mañana mismo voy a cazar! Os traeré una pieza formidable.
—No.
Gergu quedó boquiabierto.
—Pero tengo el poder oficial, puedo…
—Tú y yo cambiamos de dimensión. Durante varios años hemos trabajado bien, aunque modestamente. Nuestro nuevo estatuto nos permite esperar algo mejor. Sin embargo, estaremos mucho más expuestos y, por lo tanto, deberemos redoblar nuestra prudencia.
—No consigo seguiros —reconoció Gergu palpando sus amuletos para tranquilizarse y, a la vez, aclararse el espíritu.
Medes andaba nerviosamente por la estancia.
—Ahora soy el primero en estar informado de las decisiones que se toman al más alto nivel de Estado. Me corresponde transcribir los decretos que adopta el faraón y divulgarlos. Cualquier paso en falso, cualquier grosera traición me señalaría de inmediato como culpable. Maniobrar por mi cuenta resultará, pues, especialmente difícil, ya que el rey y sus consejeros examinarán de cerca mis hechos y mis gestos.
—¡En ese caso… este ascenso es una catástrofe!
—No, si sé utilizarlo como es debido. Gracias a ti, que tienes libertad de movimientos, seguiré manteniendo la red de amistades e influencias. Además, crearé otras en el seno de la alta administración.
—¿Y nuestro nuevo barco, indispensable para llegar a Punt y traer el oro?
—No pensaremos en eso, de momento. Sesostris ha dado una orden curiosa: hacer el inventario de todos los tesoros de los templos para conocer sus riquezas reales.
—¿Por qué curiosa?
—¡Porque el rey tiene ya estas informaciones! Estoy convencido de que busca otra cosa. ¿Qué es lo que busca? Como tú estarás vinculado a esta misión, has de intentar averiguar algo más. Y ya de paso, descubrirás los santuarios más interesantes. Y eso no es todo… El faraón decreta la movilización general.
—¡Está, pues, decidido a atacar a los jefes de provincias!
—No lo captas, Gergu. Acaban de producirse algunos incidentes en el país de Canaán cuya magnitud y gravedad no conozco.
—Para provocar semejante reacción no debe de ser poca cosa.
—Eso creo también. Ignoro aún si el general Nesmontu se pondrá solo a la cabeza de las tropas o si el faraón se encargará personalmente de eso.
—Dicho de otro modo, Sesostris podría perecer en el combate y, por consiguiente, producirse un golpe de estado en Menfis.
—Preparémonos para cualquier contingencia de ese orden —reconoció Medes—. Los cuatro dignatarios que componen el consejo restringido de un faraón son considerados como incorruptibles y de fidelidad inquebrantable. Pero son hombres. Tratándolos, descubriré sus puntos débiles y sabré utilizarlos. Por lo que se refiere al propio monarca, goza de una protección especial que procede de su conocimiento de los secretos del templo cubierto. Sin ella, cualquier toma del poder sería ilusoria y estaría condenada al fracaso. Ignoro todavía cómo atravesar esa infranqueable muralla.
—¡Lo lograremos, no lo dudéis!
—Entretanto, Gergu, ni una sola metedura de pata. Tienes que convertirte en un hombre respetable y en un modelo para tus subordinados.
El interpelado soltó una sonrisa burlona.
—Si uno solo de ellos intenta imitarme, le romperé la cabeza.
Ambos aliados soltaron una carcajada. De pronto, Gergu se puso serio.
—¿Y si nos limitáramos a los resultados obtenidos? Nuestro balance no es desdeñable. El riesgo tiene un aspecto embriagador, pero sigue siendo riesgo. El país de Punt está muy alejado.
—No tanto como crees —lo corrigió Medes—. Tú, un excelente marinero que sólo se divierte en las tormentas, ¿cómo podrías renunciar a esto? Estamos sólo al principio del viaje, Gergu. Y, además, te pareces a mí: te gusta el poder por el poder, la fuerza por la fuerza.
El interpelado asintió.
—Los sabios de Egipto condenan la avidez y la ambición —prosiguió Medes—. Se equivocan. Son inigualables estimulantes gracias a los cuales no nos fijamos límite alguno. Y los acontecimientos que presiento me reafirman en esta convicción.
—Una pregunta me preocupa. Antes de hacérosla, dadme algo fuerte para beber.
Gergu apuró de un trago dos copas de licor de dátiles.
—¿Por qué hacemos el mal, Medes?
—Porque nos fascina. ¿Y qué es el mal?
—Oponerse a Maat, a la rectitud y a la luz.
—Repites las tonterías de los viejos sabios. ¿Crees que te servirán para enriquecerte y ofrecerte el puesto que deseas?
—Aún tengo sed.
Medes pensó que tendría que sostener, de vez en cuando, la vacilante moral de su testaferro. Gergu se equivocaba: no, no hacían el mal todavía, pues seguía faltándoles un apoyo o una conexión en el interior del templo.
En una jornada, Iker había despachado más trabajo que dos funcionarios en toda una semana, y aquella actitud le creó numerosas envidias. Sin la protección de Dama Techat, el muchacho hubiera tenido múltiples dificultades. Su superior jerárquico decidió complicarle al máximo la tarea, pero Iker ni se inmutó. Meticuloso y obstinado, clasificaba los documentos con la esperanza de encontrar en ellos los nombres de Ojo-de-Tortuga, Cuchillo-afilado y
El rápido
.
Pero su labor seguía siendo estéril.
Convocado por su patrona, el ayudante del archivero no parecía, sin embargo, desalentado.
—¿Ningún resultado, Iker?
—Ninguno. ¿Nada tampoco, por vuestro lado?
—Tampoco —deploró Dama Techat.
—¡Y sin embargo no me inventé a esos hombres y ese barco!
—No pongo en absoluto en duda tu palabra, Iker, pero recuerda lo que te dije: las investigaciones pueden ser largas.
—¿No se han aclarado vuestros recuerdos?
—Lamentablemente, no; pero estoy casi segura de que el tal Ojo-de-Tortuga pasó por nuestra provincia. ¡Tienes que cambiarte las ideas, muchacho! Vamos a celebrar la fiesta de la diosa Pakhet, y me servirás de portaparasol.
Pakhet, «la que araña», era un guepardo hembra y residía en una gruta venerada por algunas sacerdotisas, en su mayoría esposas de los nobles de la provincia.
En la embarcación de Dama Techat, que la llevaba al paraje sagrado de la diosa
(19)
, Iker disfrutaba de la pureza del aire y de la suavidad de un viento regular. Navegar por el Nilo seguía siendo un hechizo. Durante unos instantes, el muchacho pensó que podría interrumpir su viaje e instalarse en aquella provincia para vivir días tranquilos. Pero las preguntas sin respuesta lo asaltaron de nuevo, dejándolo en el estado de un sediento para quien beber resultaba vital. No, los acontecimientos que lo habían abrumado no carecían de significado. Él debía saber interpretarlos y desvelar el enigma de su destino.
La embarcación atracó a una buena distancia del magnífico ébano cuyas ramas cubrían la entrada de la gruta sagrada.
—Sobre todo, no toques este árbol —recomendó Dama Techat—. Aquí se oculta a menudo el guepardo hembra en el que se encarna la diosa. Salta sobre cualquier profano que no conoce las fórmulas de apaciguamiento.
—¿Cómo puedo aprenderlas?
—¡Qué curioso eres!
—Decidme, al menos, cuál es el papel de Pakhet.
«Decididamente —pensó Dama Techat—, este muchacho no es de la misma pasta que la mayoría de los seres humanos.»
—Esta diosa domina los fuegos destructores y puede transformarse en serpiente que se arroja sobre los enemigos del sol para impedir que hagan daño. Cuando la ven es demasiado tarde. Pero su función no se limita a luchar victoriosamente en favor de la luz. Con su magia, favorece el regreso de la crecida que ofrece la prosperidad al país entero.
—¿De qué modo?
—¿No crees que vas demasiado lejos, Iker?
—Iré tan lejos como me permitáis.
—Digamos que es la aliada de Osiris, y no me preguntes más. Limítate a observar y permanece silencioso.
O Dama Techat sabía y callaba, o no sabía y estaba fingiendo; para Iker, tanto en un caso como en el otro el resultado era idéntico. Si la molestaba, no le daría la menor explicación.
El muchacho protegió a su patrona con un parasol compuesto por un largo mango y una tela de lino rectangular.
Una sacerdotisa de edad avanzada salió de la gruta.
—Que las puertas del cielo se abran para que el poder divino aparezca en gloria.
Salieron a su vez cuatro sacerdotisas más, que se inclinaron ante la primera. Sus cabellos estaban echados hacia atrás hasta formar un extraño tocado que imitaba la corona blanca del faraón. Llevaban un corto taparrabos sostenido por unos tirantes que les cubrían los pechos.
—Así llegan los cuatro vientos del cielo —reveló la superiora—, dominados sean para que la riqueza del país esté segura. He aquí el
Viento del Norte
, fresco y vivificante.
La primera muchacha inició una danza lenta y solemne. La belleza de sus gestos fascinó a Iker.
—He aquí el viento del este, el que abre las puertas celestes, el que crea un camino perfecto para la luz divina y da acceso a los paraísos del otro mundo.
La segunda danzarina no era menos graciosa que la primera. Ni una sola vacilación y un ritmo embrujador.
—He aquí el viento del oeste que procede del seno de lo Único, antes de la creación del Dos. Brotó del más allá de la muerte.
La tercera bailarina superaba a sus colegas. Como si estuviera imbuida del mensaje espiritual que simbolizaba, desarrolló una coreografía más dramática y exigente. Algunas figuras evocaban la lucha contra el fallecimiento y la voluntad de acabar con él.
—He aquí, por fin, el viento del sur, que trae el agua regeneradora y hace crecer la vida.
Primero, Iker creyó que se equivocaba, engañado por un asombroso parecido.
Luego, toda su atención se concentró en el rostro de la joven sacerdotisa, cuyos movimientos eran de una gracia inigualable. De su ser emanaba una luz que traducía la intensidad de la vida resucitada que ofrecía el viento del sur.
Ella.
Era ella, la reconocía a pesar de su vestido y de su tocado.
—Sostén de forma correcta el parasol —se quejó Dama Techat—, ¡estoy al sol!
Iker rectificó la posición, sin dejar de contemplar a la mujer amada cuya danza le pareció terriblemente corta.
Los cuatro vientos permanecían inmóviles. La maestra de ceremonias adornó la frente de las sacerdotisas con una flor de loto.
—Así son reveladas las palabras divinas ocultas en la naturaleza. Que esas flores, cuyo olor suave anima la luz, sean garantía del milagro de la resurrección.
De cada loto brotó una resplandeciente claridad.
Luego, las cinco sacerdotisas subieron a un barco que se alejó del territorio sagrado de Pakhet, donde se organizaba un banquete en honor de las esposas de los dignatarios. Iker y los demás servidores almorzaron aparte.
—Pareces trastornado —observó Dama Techat.
—No, bueno, sí… ¡Ese ritual es tan turbador!
—¿Eres acaso sensible a la belleza de las danzarinas?
—¿Quién no lo sería? La que encarnaba el viento del sur alcanzaba la perfección. ¿Sabéis quién es y cómo se llama?
—No tengo ni la menor idea. Estas sacerdotisas han venido de Abydos para celebrar los ritos de la diosa Pakhet, y luego volverán a su templo.