El árbol de vida (20 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El árbol de vida
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Iker se sentía fascinado. Había presentido todo aquello; pero el general Sepi lo formulaba con tal precisión que varias puertas se abrían a múltiples caminos.

—No os convertiréis en escribas por vuestra propia gloria —precisó el enseñante—, sino para prolongar la obra de Tot. Él calculó el cielo, contó las estrellas, estableció el tiempo, los años, las estaciones y los meses. El soplo de vida reside en su puño, su codo es el fundamento de cualquier medida. El, que no es víctima del desorden ni de la irregularidad, establece el plano de los templos. La ciencia de Tot no consiste en especular en vano, pues demasiada técnica y saber perjudican. Por sus palabras aprenderéis a construir un edificio y a repartir con justicia los alimentos o a estimar la superficie de un campo. Lo que está arriba es como lo que está abajo, y lo que está abajo es como lo que está arriba, y Tot, el dos veces grande, os enseñará a no disociar el cielo de la tierra.

—Nos bastará, pues, con copiar fórmulas ya concluidas —protestó un aprendiz—. ¿O eso supone reconocer nuestra debilidad?

—Si quieres ser fuerte —respondió Sepi—, sé un artesano en palabras. El verdadero poder es la formulación, ya que las palabras bien empleadas son más eficaces que cualquier arma. Algunos escribas son sólo copistas, en efecto, pero no son por ello despreciables. Otros, muy escasos, penetran en la esfera de la creación.

—¿Qué cualidades se exige de ellos? —preguntó Iker.

—La escucha, el entendimiento y el dominio de los fuegos. Tú y tus camaradas estáis muy lejos de eso aún. Tomad vuestras tablillas y vuestros calamos. Voy a dictaros el
Libro de Kemit
, y corregiremos vuestros errores. ¿Qué significa ese término?


Kemit
es una palabra formada con la raíz
kem
—afirmó Iker—, y significa «la tierra negra»; dicho de otro modo, la tierra de Egipto fertilizada por el limo, o «lo que está concluido, completo».

—Ambos sentidos deben tomarse en cuenta —añadió Sepi—. Este libro contiene, en efecto, una enseñanza completa para los aprendices de escriba y tiene por objeto hacer fértiles sus espíritus. Preparad vuestro material de escritura.

Iker llenó con agua dos conchas donde diluyó sus panes de tinta.

El profesor dictó los capítulos del
Libro de Kemit
.

El comienzo deseaba vida, coherencia y florecimiento eternos al Señor. Luego, trataba de la necesaria «justicia de voz» ante las divinidades y las almas de Heliópolis, la ciudad santa de Ra. A Montu, el dios toro de la provincia tebana, se le pedía su fuerza y su ayuda; a Ptah, la alegría y vivir muchos años.

«Que los escritos te hagan feliz», era el deseo que se formulaba para el escriba, a condición de que escuchara al maestro, respetara a sus mayores, no fuera charlatán, eligiera con precisión en todas las cosas y leyera los textos útiles, es decir, los que contenían luz.

Una frase hizo dar un respingo a Iker y estuvo a punto de perder el ritmo del dictado: «Que el buen escriba sea salvado por el perfume de Punt.»

Al cabo de dos horas de esfuerzos y atención, los aprendices estaban cansados. Algunos tenían calambres, a otros les dolía la espalda.

El general Sepi pasó lentamente por las filas.

—Es lamentable —concluyó—. Ninguno de vosotros ha conseguido escribir correctamente la totalidad de mis palabras. Vuestra cabeza vacila, vuestros dedos son inseguros. Mañana por la mañana volveremos a empezar. Quienes hayan cometido demasiadas faltas serán transferidos a otra escuela.

Iker guardó lentamente sus cosas. Cuando el aula estuvo vacía, el alumno se acercó al profesor.

—¿Puedo hacer una pregunta?

—Una sola, tengo prisa.

—Este libro habla del «perfume de Punt». Es un país imaginario, ¿no es cierto?

—¿Qué te parece a ti?

—¿Por qué un futuro escriba va a copiar ensoñaciones? ¿Y por qué el perfume de un país imaginario va a salvarlo?

—Te he dicho que una sola pregunta, Iker. Reúnete con tus camaradas.

Su recibimiento nada tuvo de cálido. Todos eran nativos de la provincia de la Liebre, y la presencia de aquel extranjero en la clase del general Sepi, de tan difícil acceso, irritaba a más de uno.

Un moreno bajo y de ojos agresivos abrió las hostilidades.

—¿De dónde sales tú?

—Estoy aquí y eso es lo esencial —respondió Iker.

—¿Quién te ha recomendado?

—¿Qué importa eso? A cada cual le corresponde de mostrar su capacidad. Frente a la prueba, estamos solos.

—Puesto que lo tomas así estarás más solo aún que los demás.

El grupo de los aprendices se alejó del intruso lanzándole miradas coléricas. De buena gana lo habrían apalea do para darle una buena lección, pero el general Sepi los habría castigado severamente.

Iker almorzó aparte, mientras releía su copia del
Libro de Kemit
. La palabra «Punt» no dejaba de obsesionarlo. Efectivamente, a causa de aquel misterioso país había estado a punto de morir.

34

Preparad vuestro material —ordenó con sequedad el general Sepi.

Iker percibió la extensión de la catástrofe.

Habían sustituido su tablilla por otra, tan desgastada que era casi inutilizable. Sus calamos y sus pinceles habían sido rotos. De sus panes de tinta, duros como guijarros, no podía sacar nada bueno.

El joven se levantó.

—Mi material ha sido deteriorado.

Divertidas y satisfechas, las miradas se dirigieron hacia él.

—¿Conoces al culpable? —preguntó Sepi.

—Lo conozco.

Unos murmullos recorrieron las hileras de los aprendices de escriba.

—Hacer una acusación es un acto grave —recordó el general—. ¿Estás seguro?

—Lo estoy.

—Dinos su nombre, pues.

—El culpable soy yo mismo. Me he mostrado en exceso ingenuo creyendo que nadie se atrevería a cometer un gesto tan despreciable. Mido la extensión de mi estupidez, pero es demasiado tarde.

Con la cabeza gacha y el paso grave, Iker se dirigió hacia la puerta ante los ojos burlones de los vencedores.

—¿Nunca es tarde para corregirse? —preguntó el general—. He aquí una bolsa que contiene el material completo de un escriba profesional. Te la confío, Iker. Si tu vigilancia se relaja una vez más, será inútil que vuelvas a poner los pies aquí.

El aprendiz recibió con veneración aquel inestimable regalo. Buscó en vano una fórmula de agradecimiento para expresar su gratitud.

—Ve a sentarte en tu lugar —exigió el enseñante—, y prepárate con rapidez.

Iker olvidó a sus enemigos y se concentró en los objetos, nuevos y de buena calidad, que el general acababa de ofrecerle. Sin temblar, obtuvo una soberbia tinta negra.

—Escribid estas máximas del sabio Ptah-Hotep —dijo el profesor.

Que tu corazón no sea vanidoso a causa de lo que conoces.

Pide consejo tanto al ignorante como al sabio.

Pues no se alcanzan los límites del arte.

Y no existe artesano que haya adquirido la perfección.

Una palabra perfecta está más escondida que la piedra verde.

Se la encuentra, sin embargo, junto a las siervas que trabajan en la muela
(25)
.

El texto no era fácil, y las posibilidades de hacer faltas numerosas, pero la mano de Iker corría con destreza, se empeñaba en cada palabra sin dejar de tener presente en su espíritu el sentido de la frase completa.

Cuando Sepi calló, Iker no sintió sensación de fatiga alguna. De buena gana habría proseguido mucho tiempo más. El general examinó las tablillas. Todos contuvieron el aliento.

—La mitad de todos vosotros no merece estudiar en mi clase. Proseguirán su aprendizaje con diferentes maestros. Los demás tienen que progresar mucho aún, y ciertamente no me quedaré con todos. Sólo un alumno ha cometido dos faltas: Iker. Será, pues, responsable del buen aspecto de este local, limpiándolo cada día. Le entrego la llave.

A los demás aprendices no les disgustó la decisión: ¿no era acaso una humillación infligida al extranjero? Ellos nunca se habrían rebajado a las tareas domésticas. Pero a Iker la función le pareció un honor y no un castigo. Se sintió también feliz cuando le encargaron el inventario de las tablillas, al que se consagró con su ardor habitual.

¡Qué placer estar en contacto con aquellos soportes de la escritura! Los clasificó por materiales, atribuyéndoles un número: tablillas de arcilla pura que exigían una punta dura; tablillas de sicomoro y azufaifo, de forma rectangular, constituidas por varias piezas ensambladas por vástagos; tablillas de calcáreo cuya superficie se aplanaba cuidadosamente.

No ver a ninguno de sus condiscípulos durante todo el día era realmente una suerte. Esperaba que el general Sepi, muy alejado de la idea que Iker se hacía de un militar, siguiera imponiéndole el máximo de trabajo para que esta situación perdurara.

La noche había caído cuando Iker salió del almacén para dirigirse al refectorio, donde cenó calabacines gratinados y queso fresco. Las Máximas de Ptah-Hotep se habían grabado tan profundamente en su espíritu que no dejaban de hechizarlo, como una música encantadora.

Un rayo de luz brotaba bajo la puerta de su habitación.

Sin embargo, no había dejado la lámpara encendida. Preocupado, empujó lentamente la puerta y descubrió el saqueo.

La estera desgarrada, el taparrabos hecho jirones, el arcón para la ropa destrozado, el material de aseo despedazado, las sandalias rotas, los muros manchados de pintura… Asqueado, casi llorando, ¿cómo conseguiría el joven procurarse el mínimo vital?

Puesto que debía permanecer allí, se durmió, hecho polvo.

Cuando despertó, de mal humor, Iker se preguntó si serviría de algo perseverar en aquel clima de odio en el que los golpes bajos podían multiplicarse. ¿Qué inventarían, aún, sus condiscípulos para desalentarlo? Solo contra todos era una posición demasiado incómoda para aguantarla mucho tiempo.

El aprendiz de escriba barrería el aula antes de la clase y luego presentaría su dimisión al general Sepi. Ante la puerta había un paquete.

«Un acto de malevolencia más», pensó Iker, que dudó antes de desatarlo.

Al hacerlo, halló dos camisas y dos taparrabos nuevos, un par de sandalias, productos de higiene, una estera fuerte… ¡Ganaba con el cambio! ¿Habría sentido remordimientos alguno de sus enemigos? ¿O acaso gozaba de la ayuda de un protector que permanecía en la sombra?

Un Iker elegante recibió a su profesor en un aula limpia como el papiro virgen.

Sus camaradas quedaron pasmados: ¿cómo se las había arreglado para obtener aquella ropa? Por su tranquilo rostro podía jurarse incluso que no había sufrido daño alguno.

—He aquí otras Máximas de Ptah-Hotep —dijo el general Sepi— De esta escuela tendrán que salir muy pronto varios papiros con la versión completa de esa obra fundamental:

Cuando la escucha es buena, la palabra es buena.

El que escucha es dueño de lo beneficioso.

Escuchar es beneficioso para quien escucha.

Escuchar es mejor que cualquier cosa.

(Así) nace el amor perfecto
(26)
.

De pronto, Iker tuvo la sensación de no estar ya copiando sino escribiendo. No se limitaba a transmitir frases pronunciadas, ya participaba en su significado. Con la forma de sus grafías, con la especificidad de su dibujo, daba al pensamiento del sabio un color desconocido aún. Era un acto ínfimo, ciertamente; sin embargo, por primera vez, el aprendiz sentía el poder de la escritura.

Terminada la clase, Iker barrió el local. Al salir se topó con el grupo de sus compañeros, alentados por el morenito de ojos agresivos.

—Renunciad a preparar otra jugarreta —les recomendó Iker con voz pausada—. Esta vez no permaneceré pasivo.

—¿Crees que nos das miedo? Somos diez y tú estás solo.

—Detesto la violencia. Pero si persistís en vuestras intenciones destructoras me veré obligado a daros un correctivo.

—¡Pruébalo!

Furioso, el morenito intentó golpear a Iker con su puño cerrado.

Sin comprender lo que le ocurría fue lanzado por los aires y cayó pesadamente de espaldas. Al acudir en su ayuda, su fiel lugarteniente sufrió la misma suerte. Y cuando un tercero, el más fortachón de la pandilla, se les unió en la humillación, los demás retrocedieron.

Por la mirada que Iker les lanzó comprendieron que podía ser mucho más violento.

—¡Sin duda has seguido una formación militar! —exclamó un flacucho—. Este tipo es capaz de rompernos los huesos. Dejémosle en paz antes de que se enfade de verdad.

Ni siquiera el morenito insistió.

Mientras el lamentable grupo se alejaba, Iker le dio las gracias a su suerte. Si se les hubiera ocurrido atacarlo juntos lo habrían derribado. Y agradeció también al jefe de provincia Khnum-Hotep haberlo obligado a convertirse en un pasable guerrero.

Camino del refectorio, el aprendiz contempló el vuelo de un ibis, tan majestuoso que se detuvo para admirarlo.

El pájaro de Tot comenzó a describir grandes círculos por encima de Iker, como si quisiera hacerle comprender que se dirigía a él. Luego voló hacia el Nilo, regresó hacia el muchacho y tomó de nuevo la dirección del río.

Iker lo siguió. El ibis efectuó varias veces las mismas idas y venidas. Beneficiándose de su experiencia en la carrera de fondo, el aprendiz de escriba recorrió en un tiempo récord la distancia que lo separaba del Nilo. El pájaro lo aguardaba sobre una espesura de papiros. Se inclinó unos instantes en lo alto de las umbelas, picoteándolas con su agudo pico, y luego se lanzó hacia el cielo.

No cabía duda, el mensajero del dios de los escribas lo había llevado a aquel lugar desierto para que hiciera un descubrimiento.

Aventurarse en aquella maraña vegetal no dejaba de ser peligroso. Un cocodrilo o una serpiente podían ocultarse allí. De modo que el explorador golpeó el suelo con el pie antes de apartar las cañas y de introducirse entre los papiros.

Unos gemidos lo inmovilizaron.

¡Había un bebé en aquella espesura! Olvidando los riesgos, Iker avanzó tan de prisa como fue posible y dio con… ¡un asnecillo! Un borrico herido en una pata, encogido sobre sí mismo a la espera de la muerte.

Lentamente, para no asustarlo, Iker lo liberó de la ganga que lo mantenía prisionero. Al infeliz sólo le quedaba la piel y los huesos, sus costillas sobresalían.

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