Ciertamente, convenía desconfiar y, sobre todo, no ceder ante un peligroso impulso. Serían necesarios tiempo y varias visitas antes de planear un principio de alianza.
—Topamos, en efecto, con algunas dificultades materiales —reveló el sacerdote—. Podrían turbar la realización de nuestras sagradas tareas.
—Estoy aquí para resolverlas y para aseguraros una perfecta tranquilidad de espíritu —afirmó Gergu, pontificando.
Tras un tiempo de reflexión que en nada había cambiado su primera impresión, el Calvo optó por transmitir al rey su decisión, de acuerdo con lo que el monarca pedía.
Sí, era preciso devolver fuerza y vigor al «Círculo de oro» de Abydos. Sí, el gran tesorero Senankh era digno de pertenecer a él.
Iker se frotó los ojos.
—¿Es aquí? —preguntó al intendente del alcalde, que acababa de llevarlo hasta una soberbia mansión del barrio este de Kahum, donde se encontraban las moradas más grandes.
—Heremsaf, tu superior jerárquico, acepta que te alojes en su casa. Desconfía, no tiene un carácter fácil.
Aquella villa no se parecía a ninguna otra. Desplegándose por una decena de hectáreas, el barrio este estaba separado por un muro de ladrillo crudo del barrio oeste, que sólo ocupaba cuatro hectáreas, recorridas por una decena de calles paralelas. Una gran arteria de nueve metros de ancho cruzaba la ciudad de norte a sur. Era evidente que el plano había sido concebido y ejecutado por un arquitecto que detestaba lo enmarañado.
El intendente llamó a la puerta.
El hombre que abrió no tenía, efectivamente, el aire de un bromista. Su rostro cuadrado estaba provisto de un elegante bigote perfectamente recortado.
—Éste es Iker, el escriba encargado de los graneros. Va a…
—Sé lo que tendrá que hacer y lo que debo hacer yo, intendente.
El intendente desapareció mientras Heremsaf señalaba con el índice a
Viento del Norte
.
—¿Qué es esto?
—Mi asno…
—Puedo distinguir todavía un asno de un humano, aunque la diferencia sea a veces muy escasa. ¿Para qué sirve?
—
Viento del Norte
lleva mi material de escriba.
—¿Procedencia?
—Me fue entregado por el general Sepi, mi profesor de la provincia de…
—Sé quién es el general Sepi y en qué provincia enseña. ¿Cuándo te expulsó de su clase y por qué motivo?
—¡No me expulsó! Como era su mejor alumno, Djehuty me confió un difícil trabajo.
—Aun los más atentos cometen errores. ¿En qué consistía?
—Hacer el inventario de los puntos fuertes y débiles de la provincia. Examiné detalladamente los informes de los demás escribas y entregué un balance crítico a Djehuty.
Heremsaf se encogió de hombros.
—Eres demasiado joven para que te consagraran a tan delicada tarea.
—Os aseguro que…
—Conozco el oficio, tú no. En realidad, te entregaron unos viejos archivos para clasificar. Tendrás que aprender a escuchar, pues escuchar es lo mejor de todo. Cuando la escucha es buena, la palabra es buena.
—Dios ama —completó Iker— a quien escucha.
—¡Dominas las Máximas de Ptah-Hotep! Mejor así. Sobre todo, no olvides ésta: el ignorante no escucha, considera el conocimiento como la ignorancia y vive de lo que hace morir. Ahora, la verdad: ¿por qué quieres trabajar en Kahum?
—Porque aquí se forman a los mejores escribas del reino.
—¡Y deseas ser uno de ellos! Ignoras, sin duda, que la lividez es el peor de los defectos, un mal incurable, fuente de todos los males.
—¿Desear ser excelente en el propio oficio es avidez?
—Ya lo veremos sobre el terreno. ¿Estás seguro de habérmelo dicho todo?
—De momento, sí.
—Tienes suerte, pues tengo un lugar en mi establo. Pero sólo acepto asnos trabajadores y disciplinados. La misma exigencia se aplica a ti. Mi cocinera preparará tus comidas. En cambio, mi asistenta no se encargará de tu habitación y de tu cuarto de aseo. Límpialos cuidadosamente, de lo contrario te expulsaré. Esta casa debe seguir siendo un modelo de limpieza. Si hay algún problema, nada de iniciativas intempestivas. Me consultas y sigues mis instrucciones. Instálate rápidamente, partimos dentro de una hora.
Cuando descubrió su nuevo alojamiento, Iker olvidó la aspereza de su anfitrión. La habitación era grande, clara, provista de dos esteras de primera calidad, un lecho bajo con cabecera y almohadón, sábanas de lino fino para el verano y grueso para el invierno, cofres para guardar la ropa y dos lámparas de aceite.
Deslumbrado aún, Iker llevó a su asno hasta el establo que se hallaba detrás de la casa, no lejos de la cocina al aire libre. Tampoco allí quedó decepcionado.
Viento del Norte
disponía de un inmenso espacio para él solo, con abundante forraje y un bebedero lleno.
—Tengo la impresión de que será necesario merecer esta suerte.
El asno levantó la oreja derecha.
—Bebe y come hasta saciarte,
Viento del Norte
, pero no te demores. Estoy seguro de que nuestro patrón no tolera el menor retraso.
Iker no se engañaba. Heremsaf lo aguardaba ya en el umbral de su morada.
—¿Soportará este asno el peso de mi propio material?
—¿Qué te parece,
Viento del Norte
? —preguntó Ike.
El animal asintió.
—Si he entendido bien —se extrañó Heremsaf—, es él quien decide.
—Es mi único amigo.
Con los labios apretados, Heremsaf metió su paleta, sus tablillas de escritura y sus pinceles en una de las alforjas.
—En marcha.
La ciudad entera era presa de una atmósfera impregnada de sabiduría. Ni siquiera los barrenderos que cuidaban el eje principal y las calles secundarias se injuriaban.
—Que la situación quede clara —precisó Heremsaf—. El faraón me nombró intendente de la pirámide de Sesostris II y del templo de Anubis. Debo, pues, encargarme de la entregas de jarras de cerveza, panes, carnes, cereales, grasas, perfumes, verificar las cuentas, el trabajo de los empleados, la distribución de alimentos, sin dejar de llevar un libro diario. Esta abrumadora tarea no me deja tiempo libre. Por consiguiente, quien trabaje a mis órdenes debí demostrar su competencia. Aquí no caben los aficionados.
La zona de los silos impresionó al joven escriba. A la vista de su número y de su tamaño, los habitantes de Kahum no temían la hambruna. Decididamente, la pequeña ciudad gozaba de muchos favores reales.
—Te toca a ti —dijo Heremsaf.
Iker sacó su material de escritura. En una tablilla anotó el número de silos aislados; luego, se interesó por los que estaban montados en batería y cuyo tamaño variaba de dos a ocho metros de altura. A continuación, inspeccionó el interior, supervisó la calidad de los ladrillos, la solidez de las bóvedas y la impermeabilidad, indispensable para evitar el añublo.
Cuando el sol comenzó a ponerse, Iker se reunió con su superior.
—Necesitaré varios días para saber si estos silos no presentan ningún defecto. Debo ordenar mis notas y ahondar en mis investigaciones.
Heremsaf no hizo comentario alguno.
—Yo voy al templo de Anubis. Regresa a casa, donde te servirán una cena. Ven aquí mañana a primera hora del día.
Los tapones que servían para cerrar los orificios de carga en lo alto de los silos eran correctos, pero algunas de las puertas de descarga, en la fachada, corrían mal en sus ranuras. Iker hizo bocetos y, en un preciso informe, señaló los riesgos. Sólo se trataba, sin embargo, de detalles comparados con la principal anomalía. Sumido en sus pensamientos, el muchacho se preguntaba cómo describirla con la máxima exactitud cuando le palmearon el hombro.
—¿Eres tú el nuevo escriba de los graneros? —le preguntó un quincuagenario alto y blando.
—Sólo soy el ayudante de Heremsaf.
—Heremsaf es un quisquilloso. Detesta a la humanidad entera y sólo es feliz creando problemas a sus semejantes.
—Yo no puedo quejarme de mi patrón.
—¡Pronto podrás hacerlo! ¿De qué te encargas?
—Compruebo el buen estado de los silos.
—Pierdes el tiempo. No hay problema alguno.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque yo mismo llevé a cabo la verificación el año pasado. Te digo que no hay el menor problema.
—Yo no estoy tan seguro.
—Pero ¿qué estás diciendo, amigo? Soy un escriba experto y reconocido. Nadie pone en duda mi palabra.
—Y en ese caso, ¿por qué has abandonado tu puesto?
—¡Caramba, qué insolente eres! Quiero ver tu informe.
—Ni hablar. Está destinado a Heremsaf y sólo a él.
—¡Vamos, vamos! Nada de remilgos entre colegas.
—Lo siento, es imposible.
—Dime, al menos, si has advertido algo anormal.
—Es algo que sólo interesa a mi superior.
—¡Dejemos de darle vueltas a eso! En Kahum vivimos tranquilos y no nos gustan los husmeadores. ¿He hablado bastante claro?
—Más o menos.
—¿Realmente buscas problemas?
—Sólo busco trabajar en paz.
—Si sigues así, no tienes la menor posibilidad de hacerlo. Escúchame bien: estos silos están en perfecto estado y no presentan anomalía alguna, puesto que yo me encargo de ellos. ¿Está claro?
—Clarísimo.
—¡Pues ya está! Entre profesionales de buena voluntad todo acaba arreglándose.
—Lo único que me falta es tu nombre, pero lo descubriré fácilmente y sabré entonces quién es el responsable de las graves imperfecciones que he descrito en mi informe.
—Cometes un error estúpido y…
—Nadie me impedirá cumplir con mi deber.
Heremsaf enrolló el papiro que acababa de releer.
—Haces acusaciones muy serias, Iker.
—Están fundadas. Dos silos fueron construidos con ladrillos de inferior calidad y tendrán que ser demolidos. Mi predecesor tapó una operación fraudulenta en detrimento de la seguridad y del interés general.
—¿Estás seguro de ello?
—Se han hecho las comprobaciones. ¡Y no menciono las amenazas proferidas por ese bandido! De todos modos, me importa un bledo. Pero ¿existe algún lugar, en esta tierra, donde reinen la verdad y la justicia, un solo lugar donde se pueda confiar en otro?
—Mala pregunta y falso problema —afirmó Heremsaf— ¿Conoces los secretos del libro divino, el arte del ritualista, las fórmulas que permiten a las almas de los justos circular por los universos? ¡No, claro está! Entonces, en vez de rebelarte como un ignorante, equípate.
—Equiparme… ¡El alcalde me incitó ya a ello! ¿Cómo hacerlo ocupándose de los graneros?
—Todas las vías llevan al centro si el corazón es justo. Hay que hacerse una sola pregunta: ¿eres un hombre ordinario o un buscador de espíritu?
Sesostris y su consejo restringido acababan de escuchar la proposición de decretos redactada por Medes, al que no le llegaba la camisa al cuerpo. Había intentado respetar al pie de la letra el pensamiento del monarca, evitando sin embargo molestar a los jefes de provincia Uakha y Sarenput, servidores declarados, ahora, del faraón.
—¿Alguien desea hacer observaciones o alguna corrección?
Ningún miembro de la Casa del Rey pidió la palabra.
—Se adoptan, pues, los decretos. Que sean difundidos por todo el país.
—¿De qué modo hacerlo, majestad?
—Regresa a Menfis y utiliza el servicio del correo.
El miedo contrajo las entrañas de Medes.
—Si mi barco es interceptado por los jefes de provincia, yo…
—Viajarás en una embarcación comercial fletada por Sarenput y llegarás sin contratiempos a la capital.
Durante la mayor parte del trayecto, Medes sólo comió pan y sólo bebió agua. Temía, en cualquier instante, la agresión de milicias hostiles o un puntilloso control de mis representantes.
Pero el destino se mostró favorable, de acuerdo con la predicción de Sesostris.
Medes se apresuró a regresar a su despacho, donde reunió a sus principales colaboradores para ordenarles que actuaran con prontitud. El menor retraso sería sancionado. Ser funcionario del Estado no garantizaba un empleo para toda la vida. Había que mostrarse digno del privilegio y preocuparse, permanentemente, por los propios deberes.
Trabajador empecinado, Medes detectaba muy pronto a los perezosos y los despedía sin tardanza. Aquella noche, como de costumbre, fue el último en salir de los locales de su administración y lo aprovechó para echar una ojeada a las obras en curso. Descubrió así un papiro mal enrollado y algunas manchas de tinta en unas tablillas nuevas. A la mañana siguiente, los culpables tendrían que encontrar otro oficio. En pocos meses, el secretario de la Casa del Rey habría reunido el mejor equipo de escribas de Menfis, demostrando a Sesostris la magnitud de su valor. ¿Cómo iba a desconfiar el faraón de un dignatario tan celoso?
Medes no regresó a su casa.
Asegurándose de que no lo siguieran se dirigió hacia el puerto y se sumió en un dédalo de callejas donde era fácil descubrir a un eventual curioso.
A causa de su nombramiento y del inventario de los templos exigido por Sesostris, el margen de maniobra de Medes se reducía a casi nada. Privada de aprovisionamientos ilícitos, su fortuna oculta se empantanaba. Gracias a su instinto no había tardado en detectar otra pista, sin duda más lucrativa, pero también más arriesgada puesto que dependía de un astuto y deshonesto intermediario. Medes tendría que hacerle pasar por el aro sin terminar con su buena voluntad.
Su rica mansión de un piso se ocultaba en un barrio modesto. Bajo el pórtico de entrada había un centinela.
—Quiero ver a tu patrón inmediatamente.
—No está.
—Para mí, sí. Ve a enseñarle esto.
Medes entregó al centinela un pedacito de cedro en el que se había grabado el jeroglífico del árbol.
Su espera fue de corta duración. Con muchas reverencias, el portero le dio acceso a la morada.
Vistiendo una larga túnica abigarrada, perfumado en exceso, parecido a una enorme ánfora, el propietario salió al encuentro de su huésped.
—¡Queridísimo amigo, qué inmensa alegría recibiros en mi modesta casa! ¡Entrad, entrad, os lo ruego!
El comerciante libanés precedió a Medes hasta un salón sobrecargado de exóticos muebles. En unas mesas bajas había golosinas y bebidas azucaradas.
—Estaba haciendo una colación antes de cenar. ¿Deseáis uniros a mí?