Las minas del rey Salomón

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventuras

BOOK: Las minas del rey Salomón
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A fines del siglo XIX las tierra de África, en parte inexploradas, ofrecían un escenario ideal para situar aventuras exóticas. Allí colocó
Henry Rider Haggard
a Allan Quatermain, el cazador de elefantes, enrolado en un viaje erizado de peligros y dificultades en busca de las portentosas minas del rey Salomón. Una sucesión de peligros, ocasionados por la Naturaleza, las fieras o los nativos, que no entienden la idolatría de los blancos por las piedras, se interpondrá en su camino. Pero de todo ello surge una pregunta esencial: si la «civilización» materialista y obsesionada por el dinero son será, en el fondo, tan salvaje como esas tribus belicosas perdidas en el corazón de la Naturaleza.

H. Rider Haggard

Las minas del rey Salomón

Allan Quatermain - 1

ePUB v1.0

Cygnus
05.06.12

Título original:
King Solomon's Mines

H. Rider Haggard, 1885.

Traducción: Gaziel, 1921.

Retoque de portada: Cygnus.

Editor original: Cygnus (v1.0).

ePub base v2.0.

Este registro fiel, pero sin pretensiones,

de una aventura extraordinaria,

es respetuosamente dedicado

por el narrador,

Allan Quatermain
,

a todos los niños,

chicos y grandes,

que lo lean.

Nota del autor

El autor se aventura a tomar esta oportunidad para agradecer a sus lectores por el cálido acogimiento que se ha otorgado a las sucesivas ediciones de esta historia durante los últimos doce años. Él espera que en su forma presente caigan en las manos de un público aún más amplio, y que en los próximos tiempos pueda seguir proporcionando entretenimiento a los que aún mantienen el corazón lo suficientemente joven como para amar una historia sobre tesoros, sobre guerra y sobre aventuras salvajes.

Ditchingham, 11 de marzo de 1898.

Post scriptum

Ahora, en 1907, con motivo de la emisión de esta edición, sólo puedo añadir lo que me alegra que mi novela pueda seguir complaciendo a tantos lectores. La imaginación ha sido verificada por los hechos; las Minas del rey Salomón que soñé han sido descubiertas, y están produciendo oro una vez más, y, según los últimos informes, también diamantes, los kukuanas o, mejor dicho, los Matabele, han sido domados por las balas del hombre blanco, pero aún así parece que hay muchas personas que encuentran placer en estas sencillas páginas. El hecho de que pueda continuar agradándoles, inclusive a una tercera o cuarta generación, o quizás más aún, estoy seguro, será esperanzador para nuestro viejo y difunto amigo, Allan Quatermain.

H. R
IDER
H
AGGARD
.

Ditchingham, 1907.

Facsímile del itinerario para ir a las Minas del Rey Salomón, actualmente en poder del señor Allan Quatermain; trazado por don José da Silvestre con su propia sangre sobre un pedazo de su camisa, en el año 1590.

Introducción

Ahora que este libro, ya impreso, va a darle al público, la convicción de su insuficiencia, así en estilo como en asunto, gravita pesadamente sobre mí. Respecto al segundo, debo observar, que no abarca por completo, ni tal lo pretende, una sucinta relación de todo cuanto hicimos o presenciamos durante nuestra expedición a la tierra de los kukuanos; aunque hay numerosos sucesos, con ella relacionados, que nos hubiera sido agradable tratar con alguna detención y a los cuales apenas aludimos. Entre ellos, encuéntranse las curiosas leyendas, por mí recogidas, de las cotas de malla, que evitaron nuestra destrucción en la gran batalla de Loo; como también las referentes a los «silenciosos» o colosos que guardan la entrada de la cueva de las estalactitas. Aún más: si no hubiera contenido mis propios impulsos, con gusto hiciera notar las diferencias que hay entre los dialectos de los zulúes y los kukuanos, algunos de los que, en mi concepto, son muy notables; como también hubiera dedicado, y con provecho, varias páginas a la flora y a la fauna del país de estos últimos
[1]
.

Además queda uno de los más interesantes puntos, que sólo incidentalmente tocamos; nos referimos al admirable sistema de organización militar adoptado por aquel pueblo, el que opino muy superior al inaugurado por Chaka en el de los zulúes, tanto porque permite una movilización más rápida, cuanto por no exigir el empleo del pernicioso sistema de célibes forzosos. Finalmente, apenas me he referido a las costumbres domésticas y familiares de los kukuanos, muchas de las cuales son en extremo ceremoniosas, o a sus conocimientos en el arte de fundir y soldar los metales. Este último lo llevan a considerable perfección, de lo que es buen ejemplo sus
tolas
o pesados cuchillos arrojadizos, cuyos planos de hierro forjado acaban en bordes o filos de bellísimo acero admirablemente soldado al anterior. La verdad, en resumen, es que yo pensé (y no sólo yo, sino también sir Enrique Curtis y el Capitán Good), que el mejor plan sería relatar los sucesos de una manera sencilla y directa, dejando esas digresiones para tratarlas más tarde y como más oportuno aparezca. Mientras tanto, tendré a dicha dar cualquier informe de los que poseo a todo el que se interese en tales cosas.

Y ahora me resta sólo presentar mis excusas por el estilo rudo de mi narración. Más acostumbrado a manejar el rifle que la pluma, no puedo pretender, y mucho menos ofrecer, esos grandes giros literarios y flores retóricas que veo en las novelas —las que a veces también me agrada leer—. Acepto que ellos sean convenientes y deploro no poder brindarlos; pero al mismo tiempo pienso, sin poder evitarlo, a pesar de que tal vez carezca de autoridad para establecer una opinión sobre el particular, que las cosas impresionan más cuanto más sencillas son, y se entiende mejor un libro a medida que es más llano su lenguaje. «Una espada afilada —dicen en Kukuana— no necesita pulimento»; y de igual manera me aventuro a creer que una historia verdadera, por extraordinaria que parezca, no requiere el adorno de las frases.

A
LLAN
Q
UATERMAIN
.

Capítulo I

Mi encuentro con sir Enrique Curtis

Curioso es que a mi edad —cincuenta y cinco en mi último cumpleaños— me encuentre con la pluma en la mano tratando de escribir una historia; y maravillosamente ya de lo que ésta sea cuando la haya terminado, si es que logro llegar al término de tal empresa. Muchas cosas buenas he hecho durante mi larga vida, y digo larga, porque tal vez la he comenzado demasiado joven, ganándome la existencia en las viejas colonias, desde una edad en que los otros muchachos asisten a la escuela, ora traficando, ora entregado a la caza, ya luchando, ya ocupado en los trabajos de minería, y, sin embargo, sólo hace ocho meses que hice mi fortuna. ¡Y qué fortuna! aún ignoro a cuánto asciende; pero puedo asegurar no volvería a pasar otra vez los últimos quince o dieciséis meses de mi vida para adquirirla, aunque supiese que al final había de salir a salvo, con mi pellejo y con ella. Además, mi carácter es tímido, me disgusta la violencia y estoy completamente cansado de aventuras. Y ¿por qué voy a escribir este libro?: esto no pertenece a mi ramo, ni yo soy un literato, por más que sea muy aficionado al Viejo Testamento y a las
Leyendas de Ingoldsby
. Permitidme, manifieste mis razones, precisamente para ver si tengo alguna.

1. Porque sir Enrique Curtis y el Capitán Juan Good así me lo han suplicado.

2. Porque me encuentro inutilizado, aquí, en Durbán, con los dolores y molestias de mi pierna izquierda. Desde que aquel león, que Dios confunda, hizo presa en ella, estoy expuesto a tales sufrimientos y es bien pesado que ahora haya de cojear más que nunca. Es preciso que los dientes del león tengan cierta especie de veneno, y si no, ¿cómo es posible que sus heridas, una vez cicatrizadas, vuelvan a abrirse, por lo general, en la misma época del año en que fuimos mordidos? Dura cosa es que después de haber matado sesenta y cinco leones, el sexagésimo sexto os mastique una pierna como si fuera un alfeñique. Esto rompe la rutina de los sucesos, y, dejando aparte otras consideraciones, soy hombre demasiado metódico, dicho sea de paso, para que pueda agradarme.

3. Porque deseo que mi hijo Enrique, estudiante de medicina en un hospital de Londres, tenga algo que le divierta y evite sus calaveradas por una semana lo menos. El trabajo de los hospitales debe ser monótono y cansado, pues aun el descuartizar cadáveres ha de llegar a fastidiar, y como esta historia no carecerá de interés, por más que le falten otras cualidades, tal vez despertará su atención distrayéndole mientras la lea.

4. Y última. Porque voy a contar la historia más extraña que conozco, tanto más, aunque parezca ridículo afirmarlo, cuando no figura en ella mujer alguna, excepto Foulata. ¡Detengámonos! Hay otra, Gagaula, si acaso era mujer y no demonio; pero por lo menos llegaba a un siglo, y por consiguiente no era casadera, así pues, no he de contarla. De cualquier modo, puedo afirmar que no se encuentra una sola
falda
en toda la historia: pero creo que lo mejor es, que comencemos la jornada. Dura cosa me parece, y en realidad me siento como si uncido a un carro hubiera de tirar de él: mas «sutjes, sutjes» como dicen los boers (lo que seguro estoy no sé como se escribe), poco a poco se llega, lejos. Una pareja fuerte hará, indudablemente, el camino, a menos que esté muy flaca, pues con un buey flaco nada es posible hacer. Ahora comencemos.

Yo, el caballero Allan Quatermain, natural de Durbán, Natal, afirmo bajo juramento que así es como encabecé mi declaración ante el magistrado, respecto a la triste muerte de los pobres Khiva, y Ventvögel, pero en cierto modo no me parece ésta la manera conveniente de empezar un libro. ¿Y, por otra parte, soy yo un caballero? ¿Qué es un caballero? Yo no lo sé claramente; y eso que he tenido que manejármelas con negros, ¡negros! No, borraré esa palabra porque me disgusta. He conocido nativos que lo son, y así lo dirás tú, Enrique, hijo mío, antes que termines la lectura de este cuento, y he tropezado con blancos miserables, repletos de dinero, y apenas salidos del hogar que no son tales caballeros. En fin, de todas maneras, nací caballero, aunque mi vida entera solo ha sido de un desgraciado viajero, traficante y cazador. ¿Lo soy aún? No lo sé, tú debes juzgarlo y bien sabe el Cielo como de ello he tratado. En mis días he matado muchos hombres, pero jamás privé a un ser innecesariamente de su vida, o manchado mis manos con sangre inocente, siempre obligado por mi propia defensa. El Todopoderoso nos dio la existencia y supongo ha querido que la defendamos, a lo menos yo he obrado de acuerdo con tal idea, y espero que esto no será contra mí cuando llegue mi hora. Allá, en aquellos países, el hombre es cruel y malvado, y para un ser tan tímido como yo, he tomado parte en demasiadas matanzas. Imposible me es decir qué derechos tenía para ello; pero buenos o no, por lo menos jamás he robado, si bien es cierto que una vez engañé a un kafir quitándole un hato de ganado, y, aunque después él me hizo una mala jugada, nunca he estado tranquilo sobre el particular.

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