—Ese nativo es muy extraordinario —díjome sir Enrique.
—Sí, demasiado extraordinario, y nada me agradan sus reticencias. Sabe algo y se lo calla, pero hay necesidad de reñir con él. Vamos a efectuar una excursión muy aventurada y un misterioso zulú no hará cosa de mucha importancia, bien vaya en pro o bien en contra.
Al siguiente día hicimos todos los preparativos necesarios para partir. Naturalmente, nos era imposible atravesar el desierto llevando los pesados rifles que traíamos para la caza de elefantes, ni otros muchos efectos; así, despedimos a nuestros cargadores y tratamos con un nativo viejo, cuya choza teníamos cerca, para que los guardara hasta que regresáramos. Dolíame en el alma abandonar herramientas tan finas como aquellas a merced de un envejecido ladrón, de un salvaje cuyos ojos avarientos podíamos ver como las cubrían con una mirada de exaltada codicia. Pero yo no olvidé tomar algunas precauciones contra sus mal escondidas intenciones.
Ante todo cargué los rifles y le dije que si los tocaba al punto se dispararían. Enseguida quiso hacer la prueba con el mío, y así sucedió, escapándosele el tiro, que, a más de atravesar de parte a parte a una de sus vacas, que en aquel momento conducían al kraal, le hizo rodar por el suelo el empuje del retroceso. Levantose muy asustado, nada contento por la pérdida de su vaca, que tuvo la imprudencia de querer que le pagase, y seguro estoy que nunca más, después, volvió a tocarlos.
—Ponga esos diablos ahí arriba, en el techo, fuera del paso, que no los podamos tocar, pues de lo contrario nos matarán a todos.
Entonces le dije que si a nuestra vuelta me faltaba una sola cosa de lo que dejaba a su cuidado, lo mataría con toda su gente por medio de mis brujerías: y que si moríamos y trataba de robarnos, mi espíritu le perseguiría a todas horas, haría rabiar a su ganado, agriaría la leche de sus vacas hasta que la vida le fuera insufrible, y, por último, dejaría que los diablos que guardaba en los fusiles salieran a hablarle de un modo que no le habría de gustar; tratando de aterrorizarlo con cuanto mal podía imaginar. Jurome que las cuidaría como si fueran el espíritu de su padre, pues era tan supersticioso como malvado.
Habiéndonos desprendido de todo lo superfluo, pasamos a disponer los efectos que nosotros cinco, sir Enrique, Good, yo, Umbopa y el hotentote Ventvögel, íbamos a llevar en nuestro viaje. Eran bien pocos y, sin embargo, por más que lo intentamos no nos fue posible reducirlos a menos de cuarenta libras por persona. Consistían en los siguientes:
Los tres rifles de a ocho con doscientos cartuchos para cada uno.
Los dos Winchester de repetición, para Umbopa y Ventvögel, con igual número de municiones.
Tres revólveres de Colt con sesenta cápsulas.
Cinco cantimploras para agua, cada una de dos cuartillos.
Cinco mantas.
Veinticinco libras de carne seca. Algunos medicamentos, incluyendo una onza de quinina, y uno o dos instrumentos pequeños de cirugía.
Nuestros cuchillos y otras pequeñeces, tales como una brújula, fósforos, un filtro de bolsillo, tabaco, una llana, una botella de aguardiente y las ropas que vestíamos.
Esto componía todo nuestro equipo, que, sin duda, era bien pobre para nuestros proyectos; pero no nos atrevimos a aumentarlo con un solo objeto más. Y aún era demasiado para atravesar bajo su peso el ardoroso desierto, en donde cada onza que se aumente, se hace sentir de un modo agobiador; pero, como he dicho, no había medio de reducirlo, llevábamos lo estrictamente necesario.
A duras penas, y persuadidos por la oferta que les hice de tres cuchillos de caza, pude lograr que tres miserables nativos de aquella aldehuela se resolvieran a acompañarnos durante la primera jornada, unas veinte millas, llevándonos cada uno una calabaza con un galón de agua. Era mi objeto, rellenar nuestras cantimploras después de la primera noche de marcha, pues habíamos decidido partir con el fresco, a la caída de la tarde. Les di a entender que íbamos a cazar avestruces, muy abundantes en el desierto. Charlaron entre sí, encogiéronse de hombros, y después de decirnos que estábamos locos y moriríamos de sed (que me parecía lo más probable), consintieron en cuanto les pedía, seducidos por los cuchillos, prendas de inestimable valor, casi desconocidas entre ellos, y tal vez después de reflexionar que nuestra muerte no era cosa de su incumbencia.
Pasamos descansando y durmiendo la mayor parte del día siguiente, y a la puesta del sol, hicimos una buena comida de carne fresca y té, el último, como Good dijo con cierta tristeza, que íbamos a tomar, Dios sabe por cuanto tiempo. Concluidos los últimos preparativos, nos echamos de nuevo, esperando la salida de la luna. Por fin, hacia las nueve, elevose este astro con todo su esplendor, inundando aquellas salvajes comarcas con ondas de argentina y pálida luz, que, arrancando al desierto de las tinieblas que lo envolvían, hizo aparecer su inmensa superficie cual brillante y petrificado mar, perdiéndose en el horizonte tan silenciosa y solemne como el tachonado firmamento que nos cubría… Pusímonos de pie, y aunque a los pocos minutos estábamos listos para partir, nos sentimos vacilantes, que es del hombre el vacilar en el momento que se va a dar un paso irrevocable. Sir Enrique, Good y yo, formábamos un grupo; Umbopa, con la azagaya en la diestra y el rifle cruzado a la espalda, a unos pasos delante de nosotros, miraba fijamente hacia el desierto; y los tres nativos, con sus calabazas de agua, y Ventvögel, estaban reunidos a nuestras espaldas.
Sir Enrique, con su voz gruesa y baja, dijo en este instante:
—Caballeros, vamos a emprender uno de los viajes más extraordinarios que el hombre puede intentar sobre la tierra. Muy dudoso es que corone el éxito nuestros esfuerzos; pero somos tres hombres que siempre estarán unidos, tanto en la fortuna como en la adversidad, hasta el último momento. Y ahora, antes de partir, roguemos al Creador, árbitro de la suerte de todos los seres, quien desde las más remotas edades tiene marcadas nuestras sendas, para que dirija nuestros pasos conforme a su Santa Voluntad.
Descubriose, y por espacio de un minuto permaneció con la cabeza inclinada, apoyando la frente sobre sus manos. Good y yo hicimos lo mismo.
No me atrevo a afirmar que soy muy devoto, pocos cazadores lo son; en cuanto a sir Enrique, jamás le había oído expresarse de esta manera ni le volví a oír, salvo en una sola ocasión, aunque creo que en el fondo de su corazón es profundamente religioso; Good es piadoso, pero muy pronto para jurar y renegar. De cualquier modo creo que, con una sola excepción, nunca en mi vida he orado con tanto fervor como durante aquel momento, sintiéndome, al terminar, lleno de confianza y tranquilidad.
Nuestro futuro nos era completamente desconocido, y lo desconocido y lo vaporoso empujan al hombre hacia su Hacedor.
—Y ahora —dijo sir Enrique— ¡adelante!
Emprendimos la marcha.
Nada teníamos que nos sirviese de guía a no ser las distantes montañas y el plano del antiguo José da Silvestre, que, atendiendo a haber sido dibujado por un moribundo medio enajenado y sobre un pedazo de tela, hacía tres siglos, no era cosa que pudiera merecer nuestro crédito; sin embargo, en el descansaba nuestra única esperaza de salvación. Si por desgracia no encontrábamos la poza de agua mala, que marcaba el viejo fidalgo en el centro del desierto, a sesenta millas de nuestro punto de partida y de las montañas, no había remedio para nosotros, estábamos condenados a perecer miserablemente de sed. Y para mí, las probabilidades de hallarla en aquel inmenso mar de arena y mezquinos karus eran casi inapreciables, porque aún suponiendo que da Silvestre la indicase en su verdadero lugar, ¿qué podía haber impedido, que desde largo tiempo hacía, el sol la hubiese secado completamente, los animales destruido con sus pisadas o cegado la movible arena?
Andábamos silenciosos como sombras en medio de la noche y sobre el flojo suelo. Las desnudas ramas de los karus, se nos enredaban en las piernas, retardando nuestra marcha, y la arena, introduciéndose en nuestro calzado y botas de Good, nos obligaba de rato en rato a detenernos para vaciarlos, la atmósfera estaba pesada, sin embargo, sentíase un agradable fresco y pudimos avanzar bastante. El silencio de la soledad que nos rodeaba gravitaba pesadamente sobre nosotros. Good, sin duda, para rechazar su influencia, comenzó una vez a silbar el aire de una canción, pero las notas sonaban tan lúgubremente en la vasta planicie, que no tardó en volver a callar. Al poco rato ocurrió un incidente que, si en un principio nos inquietó concluyó por hacernos reír a carcajadas. Good, que, como marino conocía el manejo de la brújula, llevaba este instrumento marchando a la cabeza; seguíamosle en una sola hilera, cuando repentinamente le vimos desaparecer lanzando una exclamación, a la par que por todas partes nos envolvía, en extraordinario desconcierto, una confusa mezcla de resoplidos, alaridos y rápidas pisadas. A la débil luz que pugnaba con la lobreguez de la noche, entrevimos varias sombras obscuras que parecían brotar del cielo y se alejaban en descompasado galope. Nuestros nativos, tirando sus cargas, se prepararon a combatir, mas recordando que nadie ni nada había allí que les pudiera atacar, arrojáronse aterrorizados al suelo, aullando, por no decir gritando, que aquello eran cosas del demonio. Sir Enrique y yo nos detuvimos completamente sorprendidos, y no disminuyó nuestro asombro cuando reapareció Good, quien gritando como un desesperado, cabalgaba en algo que, parecido a un caballo, le arrebataba en fantástico escape hacia las montañas. Apenas tuvimos tiempo de darnos cuenta de esta especie de visión, cuando le vimos levantar los brazos y venir a tierra, llegando a nosotros en perfecto acorde, el ruido del porrazo y la acentuación de un juramento. Entonces comprendí lo que había ocurrido; nos habíamos metido dentro de una recua de quagas dormidas, y Good, tropezando con una cayó sobre sus lomos despertando al animal, que, asustado, se puso de pie y huyó, arrastrándole en su fuga. A la par que tranquilizaba a los demás corrí hacia Good temeroso de que hubiese recibido algún golpe; pero, para mi satisfacción, le encontré sentado en la arena, con el lente fijo en su sitio, algo agitado, muy sobresaltado y sin la menor lesión. Pasada esta aventura continuamos la marcha sin que otra nueva nos ocurriera; a la una hicimos alto, bebimos un poco de agua, escatimándola todo lo posible, y después de media hora de descanso, volvimos a emprender nuestro camino.
Paso tras paso avanzábamos hacia nuestro destino; por fin, el rostro comenzó a teñirse con los suaves arreboles, anuncios del naciente día. A poco surgieron del horizonte tenues rayos de argentada luz, que, marcándose más y más a la par que aumentaban en brillantez, terminaron por destacarse sobre los azules celajes del cielo, como barras de oro, a través de las cuales deslizándose el alba, corrió a tenderse por el ámbito vasto del desierto. Las estrellas palidecieron hasta quedar completamente desvanecidas y la luna, adquiriendo gradualmente un tinte amarillento de cera, fue exhibiendo con mayor limpieza las rugosidades de sus montañas, que se mostraban en su descolorida faz como los huesos en el rostro de un moribundo. Por último, veloces y crecientes ondas de fulgurante luz, rasgando y arrollando la neblina, cubrieron al desierto con dorado manto: era de día.
Sin embargo, no nos detuvimos, aunque mucho lo deseábamos, y no ignorábamos que, a poco que ascendiera el sol, sería casi imposible continuar andando. A las seis descubrimos un grupo de rocas apiñadas, hacia las que encaminamos nuestros pasos, y por fortuna, una de ellas, ancha y achatada, descansando sobre sus compañeras, nos brindaba un asilo a nuestro deseo contra el ardiente sol, y bien pronto dormíamos profundamente a su sombra protectora, tendidos sobre suave arena y después de haber tomado un pedazo de carne seca y un poco de agua.
Las tres de la tarde serían cuando despertamos. Nuestros tres cargadores estaban disponiéndose para regresar a sus hogares; ya tenían bastante de desierto y no había cuchillos en el mundo que los hubiera tentado a dar un paso más. Así, pues, bebimos a nuestro gusto, y vaciadas las botellas, las volvimos a llenar con el agua que traían en las calabazas, terminado lo cual, nos pusimos a vigilar su partida para la jornada de veinte millas, que los volvía a sus casas.
A las cuatro y media emprendimos de nuevo la nuestra, que fue en extremo monótona y triste, pues con la excepción de contados avestruces, no se vio un sólo ser en aquellos dilatados arenales. Eran demasiado secos para la caza, y excepto una o dos terribles cobras, no encontramos reptil alguno. Sin embargo, abundaba un insecto, la mosca común, las cuales no aparecían individualmente, sino en cerrados batallones. La mosca es, sin duda, uno de los animales más extraordinarios; en todas partes se las encuentra y también en todos los tiempos, porque he visto embutida en un trozo de ámbar una que se me dijo, debía contar medio millón de años, y era exactamente igual a sus descendientes en la actualidad; y por otro lado, no vacilo en afirmar que, cuando el último hombre yazga moribundo en la tierra, estará zumbando en su derredor, si tal suceso ocurre bajo un clima templado, esperando el momento oportuno para colocársele en la punta de la nariz.
A la puesta del sol suspendimos la jornada para proseguirla a la salida de la luna. A las diez apareció este astro tan hermoso y sereno como siempre, y salvo un descanso de media hora, hacia las dos de la mañana, caminamos toda la noche, hasta que por fin, el deseado sol vino a poner término a nuestra fatigosa marcha. Bebimos unos tragos de agua, nos acostamos en el suelo, rendidos por el cansancio, y pronto estábamos dormidos. No teníamos necesidad de establecer vigilancia alguna, porque a nadie, ni a nada debíamos temer en esa desolada llanura. Nuestros únicos enemigos eran el calor, la sed y las moscas; sin embargo, hubiera preferido afrontar todos los peligros a que me expusiera el hombre o las fieras, a los tormentos de aquella espantosa trinidad. En esta ocasión no fuimos tan afortunados, no hubo roca que nos protegiera contra los abrasadores rayos del sol, por lo que, a las siete de la mañana, nos despertó una sensación parecida a la que podemos suponer experimentaría, si tuviera sensibilidad, una chuleta en las parrillas. Materialmente nos estábamos asando, el aire nos quemaba los pulmones y tuvimos que sentarnos para poder respirar.
—¡Cáspita! —exclamé ahuyentando con las manos la nube de moscas, que, indiferentes a aquella atmósfera de fuego, zumbaban en derredor de mi cabeza.