Ninguna dificultad detuvo al ingeniero de los pasados tiempos que la proyectó. Llegamos a un sitio en donde la cortaba un inesperado valle de trescientos pies de anchura y ciento de profundidad. El camino salvaba esta enorme grieta por encima de un muro colosal, edificado, al parecer con grandes sillares y horadado en su parte inferior por bien delineados ojos que daban paso a las aguas. En otro lugar estaba construido un zis-zás, en las paredes de un precipicio de quinientos pies de profundidad; y más adelante atravesaba, por un túnel de treinta o más varas de longitud, la base de una estribación de la cordillera que le cerraba el paso.
Las paredes de este túnel estaban decoradas con muchos relieves perfectamente concluidos, y que en su mayoría representaban guerreros cubiertos por cotas de malla, guiando sus carros de combate. Uno de estos trabajos, de exquisito mérito, detallaba todos los episodios de una batalla, y un convoy de cautivos que se alejaba del campo.
Sir Enrique, después de haber examinado detenidamente aquellas creaciones del arte de los antiguos, dijo:
—Pago porque se llame a esta carretera el Camino de Salomón; pero en mi humilde juicio, creo que los egipcios han estado aquí, antes que los súbditos de aquel rey hayan puesto el pie en estas comarcas. Si estos relieves no son trabajos egipcios, no hay cosa que más se les parezca.
Hacia el medio día habíamos descendido bastante y comenzamos a encontrar señales de una vegetación más vigorosa. Primero aparecieron algunos grupos separados de pequeños arbustos, a poco se hicieron más numerosos y grandes, y, por último, el camino atravesaba por una hermosa alameda de árboles de plateadas hojas, semejantes a los que crecen en las faldas de la Montaña de la Mesa, cerca de la Ciudad del Cabo. Jamás en mis numerosas excursiones los había encontrado fuera del citado lugar, y su aparición me sorprendió en extremo.
Good, quien contemplaba estos árboles de hojas brillantes, con marcado entusiasmo, exclamó:
—¡Bravo! ya tenemos leña, y mucha; detengámonos y preparemos una buena comida; por mi parte juro que he digerido toda mi ración de carne cruda.
Nadie se opuso a esta idea, por consiguiente, apartándonos del camino, nos acercamos a un arroyuelo que corría por sus imnediaciones, y bien pronto varias ramas secas ardían en una buena hoguera. Cortamos hermosas magras de la carne que traíamos, y después de asarla al estilo de los kafires, esto es, colocándola en la aguzada punta de una vara, las comimos con sin igual deleite. Satisfecho el apetito, encendimos nuestras pipas y nos tendimos sobre el césped, abandonándonos completamente a una felicidad tan grande, cuanto duras habían sido las miserias y penalidades que apenas acabábamos de arrostrar.
El alegre murmurar del arroyuelo, que, estrechado entre orillas cubiertas por tupida capa de hiedra, huía raudo de nosotros; los vagos rumores con que el aire mecía las argentadas hojas de la arboleda, el lejano arrullo de las tórtolas, los pajarillos de brillante plumaje revoloteando ligeros y graciosos de rama, en rama, todo, en fin, contribuía a hacernos creer habíamos llegado a un paraíso.
La magia del lugar, combinada con la abrumadora reminiscencia de los pasados peligros y la satisfacción de nos sumieron en una especie de religioso silencio. A poco, sir Enrique y Umbopa, sentados a corta distancia de mí, empezaron a conversar en una jerigonza, mitad inglesa y mitad zulú, con voz baja, pero con mucho interés; mientras yo, con los ojos medio cerrados los observaba desde mi mullido y fragante lecho de hiedra. De pronto noté que Good había desaparecido, y al buscarle con la mirada, lo descubrí sentado a la orilla de la corriente, en donde se acababa de bañar. Sólo tenía puesta la camiseta, y, habiendo reaparecido sus naturales hábitos de extremada pulcritud, se entregaba completamente a los cuidados del más minucioso tocado. Había lavado su cuello de celuloide, sacudido cuidadosamente sus pantalones, chaqueta y chaleco, y actualmente se ocupaba de doblarlos con el mayor esmero, moviendo desconsoladamente la cabeza a la vista de sus numerosas roturas y de nuestras penosas jornadas, colocándolos a un lado, hasta que estuviese dispuesto para vestirse de nuevo. Enseguida cogió sus botas, las restregó con un puñado de hiedra, y, finalmente, las frotó con un poco de grasa, que había sacado con ese objeto de la carne del inco, hasta dejarlas algo presentables. Terminada esta tarea, sacó de su pequeño saco de mano un peine de bolsillo, en el que había fijo un diminuto espejo, del cual se sirvió para su propio examen. Aparentemente no quedó satisfecho, pues procedió en seguida a peinarse cuidadosamente, y volvió a contemplarse en imagen por corto tiempo, dando señales ciertas de no encontrarse aún a su agrado. Llevose la mano a la cara y tentose su barba de diez días. «No, no creo trate de afeitarse» pensé, pero me equivocaba. Volvió a coger el pedazo de grasa con que había sacado lustre a sus botas, y lo lavó cuidadosamente en el arroyuelo; hecho esto, registró de nuevo su saco de mano y extrajo de él una navaja, también de bolsillo, con el filo resguardado por dos piezas de metal, como las que usan los que temen cortarse o los que viajan por mar. Entonces se frotó enérgicamente los lados de la cara y barbilla con la grasa, y comenzó a raparse; pero, sin duda, el procedimiento era algo doloroso, a juzgar por sus visajes y gemidos; y mientras él luchaba con los rebeldes cañones de su barba, yo reventaba de la risa que casi no podía contener. Parecíame excesivamente raro que un hombre se ocupara de afeitarse jabonándose con grasa, en un lugar como aquel, y en la situación en que nos encontrábamos. Por fin había logrado afeitarse el lado derecho de su cara y barbilla, cuando repentinamente vi algo relumbrante que pasó velozmente, por encima de su cabeza y casi rozando con ella.
Good, de un salto, se puso de pie lanzando un enérgico juramento (si su navaja no hubiera sido de seguridad, indudablemente, se habría cortado la garganta) y lo mismo hice yo, salvo el voto, y he aquí lo que vimos. A diez pasos del capitán y veinte de mí, formando un grupo, estaban varios hombres de elevada estatura, color cobrizo, adornados algunos con grandes plumeros negros, y envueltos en unas cortas capas de pieles de leopardo. Enfrente de ellos un joven de unos diecisiete, años, con la mano en alto y el cuerpo inclinado hacia adelante, guardaba la misma actitud de la estatua griega de un guerrero al despedir su dardo. No cabía duda, el relámpago que me había sorprendido era efecto de un arma, y él, quien la había arrojado.
A tiempo que los veía se destacó del grupo un viejo de aspecto marcial y, cogiendo al joven por un brazo, le dijo algunas palabras, después de lo cual avanzaron todos hacia nosotros.
Sir Enrique, Good y Umbopa ya habían echado mano de sus rifles y los levantaron con aire amenazador, apuntando al grupo, que continuó acercándose sin dar la más mínima muestra de desconfianza. Comprendí no sabían lo que era un rifle, pues de lo contrario no los hubieran mirado con tanto desprecio. Convencidos de que nuestros únicos medios de salvación consistían en tratar amistosamente con aquellos nativos, grité a los míos: «bajad las armas», y saliéndoles al encuentro, dije en zulú, pues no sabía qué dialecto emplear, dirigiéndome al citado viejo:
—¡Salud!
Confuso quedé al notar que me entendió perfectamente, y mucho más al oír su contestación, dicha, no precisamente en este dialecto, pero sí en uno tan parecido, que ni Umbopa ni yo tuvimos dificultad para comprenderla. Y, en efecto, más tarde descubrí que el idioma de aquel pueblo era una especie de antiguo zulú y guardaba, con éste la misma relación que se observa entre el castellano de la Edad Media y el del siglo actual.
—¡Salud! ¿De dónde venís? ¿Quiénes sois y por qué tres de vosotros tenéis la cara blanca y la del cuarto (señalando, a Umbopa) es del mismo color que las de los hijos de nuestras madres? —Miré a éste y me chocó la verdad de la observación: el tinte de su rostro y el desarrollo de su estatura eran idénticos a los de aquellos hombres; pero no tenía tiempo para reflexionar, sobre tal coincidencia, y volviendo la vista hacia mi interlocutor, le contesté con sosegado acento para que pudiese entenderme:
—Somos extranjeros, venimos de paz y este hombre es nuestro esclavo.
—Mientes, ningún extranjero puede cruzar las montañas donde todo muere. Pero qué importan tus falsedades, si sois extranjeros vais a morir, porque ninguno puede pisar impunemente la tierra de los kukuanos. Tal es la orden del rey. Así, pues, ¡oh extranjeros! preparaos a recibir la muerte.
Este discurso me alarmó bastante, y mucho más al notar que varios de sus acompañantes llevaron las manos a sus costados, de donde pendían una especie de grandes y pesados cuchillos.
—¿Qué dice ese desastrado? —preguntome Good.
—Dice que vamos a ser descuartizados.
—¡Válgame Dios! —exclamó lleno de sobresalto— y llevándose la mano a la boca, como acostumbraba hacer siempre que se encontraba perplejo, cogió los dientes superiores y extrajo la caja de su sitio, al que la volvió inmediatamente, produciendo un chasquido con la lengua. Nunca ha ocurrido cosa más afortunada; pues los graves kukuanos, al ver aquello, retrocedieron en masa dejando escapar un grito de horror.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Los dientes de Good —dijo en voz baja sir Enrique, y con alguna excitación. Creo que los ha movido. ¡Quíteselos, Good, quítese ambas dentaduras!
El capitán obedeció sin titubear, escondiéndolas dentro de una manga de su camiseta.
Pasado un instante, la curiosidad venció al temor, y, volvieron a acercarse poco a poco, en apariencia olvidados de las bondadosas intenciones que habían tenido para nosotros.
—¡Oh extranjeros! ¿Es posible haya un hombre como éste —dijo el viejo con solemne acento y señalando a Good— el del cuerpo cubierto y desnudas las piernas, con pelo en un lado de la cara y sin él en la otra, que tenga un ojo brillante y transparente, y dientes movibles que abandonen la quijada y vuelvan a ella obedientes a su voluntad?
—Abra la boca —dije a Good— quien, contrayendo los labios semejante a un perro furioso, mostró las desnudas y apretadas encías a la asamblea, que asustada, exclamó:
—¿Dónde están los dientes? ¡Los hemos, visto antes con nuestros propios ojos! Entonces Good, girando lentamente la cara a un lado, con un gesto de marcado desprecio, se llevó de nuevo la mano a la boca; enseguida, volviéndose al auditorio, repitió la misma mueca, exhibiendo las dos hileras de su magnífica dentadura.
El joven que le había lanzado el cuchillo, se echó sobre la hierba, despavorido, y gritando como un energúmeno; en cuanto al caracterizado nativo, al parecer jefe de los demás, dijo con apagado acento y vacilando sobre sus trémulas rodillas que el miedo hacía chocar violentamente:
—Bien veo que, no sois seres de este mundo, pues ¿es posible que hombre, nacido de mujer tenga pelos en un lado de la cara y no en el otro, un ojo redondo y transparente o dientes que se mueven, desaparecen y vuelven a aparecer? Perdonadnos ¡oh sí! poderosísimos señores.
La suerte no podía brindarnos nada más oportuno para nuestros proyectos, así es que, aprovechando la ocasión, le contesté sonriendo majestuosamente.
—Os lo concedo: aún más, vais a saber la verdad. Venimos de otro mundo, aunque somos hombres como vosotros; sí, hemos bajado de la estrella más grande que resplandece por la noche.
—¡Oh! ¡oh! —exclamaron en coro los atónitos aborígenes.
—Sí, así es. Os hemos querido favorecer con nuestra presencia y estaremos por corto tiempo entre vosotros. Bien veis, amigos, que he querido propasarme aprendiendo vuestro idioma.
—Verdad es, verdad es —dijeron todos a la vez—. Solamente, señor —observó el viejo nativo— que los has aprendido muy mal.
Le lancé una mirada de indignación, que le hizo temblar y continué:
—Ahora, amigos míos, bien podéis comprender que después de tan largo viaje, debemos sentirnos ofendidos por la manera cómo se nos ha recibido, y desear vengarnos castigando con la muerte al que con mano impía osó arrojar un cuchillo a la cabeza de aquel cuyos dientes desaparecen y aparecen.
—Perdonadles, señores —suplicó el mismo viejo humildemente— es el hijo del rey, y yo soy su tío. Si algo le acontece, mi sangre responderá por él.
—Sí, soy el hijo del rey —dijo enfáticamente el joven.
Yo continué, sin dar importancia a esta aserción:
—Tal vez dudéis de nuestro poder para vengarnos. Esperad, os lo voy a mostrar. Ven, miserable esclavo (dirigiéndome a Umbopa, con imperioso acento e indicándole mi rifle con una rápida guiñada) dame el mágico tubo que truena.
Umbopa, haciendo admirablemente su papel, con una ligera contracción de los labios algo semejante a una sonrisa y como jamás había visto en su grave y altivo rostro, me presentó el rifle, diciendo humildemente:
—Aquí lo tenéis, ¡oh señor de los señores!
Justamente antes de pedir mi rifle había visto un antílope pequeño sobre unas rocas a setenta varas, poco más o menos de nosotros, y lo elegí para blanco de mi experimento.
—¿Veis aquel pequeño, animal, allí sobre la roca? ¿Puede algún hombre, nacido de mujer matarlo desde aquí, haciendo un gran ruido?
—Es imposible, señor —contestó el viejo.
—¡Pues yo lo mataré!
El viejo se rió al oír mi afirmación.
—Eso, mi señor, no puede hacerlo.
Levanté el rifle y apunté al animal, que era lo suficientemente pequeño para quedar excusado si lo erraba; pero puse mis cinco sentidos en aquel tiro, pues conocía la inmensa importancia de acertarlo.
Contuve el aliento, y tiré suavemente del disparador.
El antílope estaba completamente inmóvil.
Sonó la detonación. El pobre animal dio un salto y cayó sobre las rocas muerto como una piedra, y los nativos, agrupados delante de mí, arrojaron un grito de terror.
—Si necesitáis carne, id y recogedla —les dije con frialdad.
El viejo hizo un gesto, y uno de los de su séquito partió, regresando enseguida con el muerto animal, que vi con satisfacción, había herido detrás del brazuelo. Todos rodearon a la víctima de mi rifle y examinaron consternados el sangriento agujero abierto por la bala.
—Ya veis, mis palabras no son vanas.
Todos callaron.
—Si aún dudáis de nuestro poder, id uno de vosotros a aquellas rocas y haré con él lo mismo que hice con ese animal.
Ninguno pareció dispuesto a sufrir la prueba, sin embargo, a poco el hijo del rey dijo: