—¡Cierra con él, camarada! ¡Otro como ese! ¡bueno! ¡Pégale en los entrepuentes! —y así sucesivamente.
Al cabo de un momento, sir Enrique, recogiendo con su escudo el hacha de su adversario, le envió un furioso tajo, que partiéndole el suyo y rompiéndole las mallas de la cota, le hirió en el hombro. Con un grito de rabia y de dolor, Twala le devolvió el golpe con interés tal, que, cortando en redondo el mango de cuerno de rinoceronte reforzado con láminas de acero del hacha de Curtis, le hirió a su vez en la cara.
Una desalentada exclamación partió de los Búfalos al ver rodar por el suelo el hierro del arma de nuestro héroe; y Twala, alzando la suya, se abalanzó a él con un grito de triunfo. Yo cerré los ojos. Cuando los volví a abrir, fue para ver el escudo de sir Enrique por tierra, y a éste apretando, entre sus vigorosos brazos el robusto cuerpo de su antagonista. Yendo de un lado a otro lucharon a brazo partido, apretándose, cual irritados osos, con todo el poder de sus músculos de hierro, en obstinada contienda por la vida y el honor. Por un supremo esfuerzo, Twala hizo perder el equilibrio al inglés, y ambos viniendo a tierra, rodaron por encima del calizo pavimento; Twala, intentando herir con su hacha a sir Enrique en la cabeza y éste tratando de introducir una tola, que tomara de su cintura, a través de la cota que defendía el pecho del primero.
Era una lucha, hercúlea y daba pavor el presenciarla.
—¡Quítele el hacha! —gritó Good, y tal vez nuestro campeón le oyó.
De cualquier modo, tirando su tola, echó mano al hacha que estaba sujeta a la muñeca de Twala por una tira de cuero de búfalo, y revolviéndose y resoplando como dos fieras, se disputaron tenazmente la posesión de aquella arma. De repente, la tira de cuero se reventó y por violento impulso, sir Enrique se desprendió de los brazos que le ceñían con el hacha en su diestra. Acto continuo estaba de pie, cubierto el rostro con la sangre que brotaba de su herida, y lo mismo Twala, quien, sacando una pesada tola de su cinturón, como un rayo cayó sobre Curtis, hiriéndole en el pecho. El golpe fue certero y terrible; pero el fabricante de aquellas cotas, fuera quien fuese, bien supo lo que tuvo entre manos, pues la punta del acero rebotó en sus mallas. De nuevo le asestó otra tremenda puñalada, acompañándola con un grito salvaje, y también de nuevo rebotó el arma, aunque haciendo retroceder vacilante a sir Enrique. Por tercera vez arremetió Twala contra él; pero en esta ocasión, recobrándose el invencible inglés, volteó el hacha en derredor de su cabeza, y le descargó un tajo con todas sus fuerzas. Una ruidosa exclamación salió de las gargantas de la excitada muchedumbre, y, la cabeza de Twala, como impulsada por un resorte, saltó de sus hombros y botando y rodando vino a detenerse a las mismas plantas de Ignosi. Por un segundo el descabezado tronco permaneció de pie, manando a borbotones la sangre de las cortadas arterias; enseguida cayó pesadamente sobre la tierra, y a su vez sir Enrique, se tambaleó un instante y rodó sobre el cadáver de su vencido adversario.
Presurosamente nos dirigimos a él y cariñosas manos, alzándole del suelo, comenzaron a echarle agua en el rostro. A poco abrió sus grandes ojos grises.
No había muerto.
Entonces yo, precisamente, al sepultarse el sol en el horizonte, me acerqué a la cabeza de Twala, desaté el diamante de su frente y lo entregué a Ignosi, diciéndole:
—Tuyo es, Rey de los kukuanos.
Ignosi colocó la diadema en su frente y marchando hacia su muerto rival, llegose a él, le puso un pie sobre el pecho y entonó un canto, o, mejor dicho, un himno triunfal, tan bello y al par tan salvaje, que temo me sea imposible traducir con exactitud. Recuerdo que en una ocasión, al oír a un joven estudiante recitar con sonora entonación algo de Homero, el poeta de la vieja Grecia, la cadencia de los majestuosos versos suspendieron el curso de mi sangre. Lo mismo me ocurrió con el himno de Ignosi, vertido en un idioma no menos armonioso que el antiguo griego, a pesar de encontrarme enteramente rendido por el cansancio y las emociones de aquel día. Así cantó:
Ya nuestra rebelión se convirtió en victoria, y nuestro acriminado acto se justifica por la fuerza.
Con el sol se levantaron nuestros opresores, adornáronse con sus más vistosos plumeros y se prepararon para la pelea.
Levantáronse y armados con sus lanzas, los soldados decían a sus jefes: «Venid y guiadnos» y los jefes al Rey: «Dirige tú la batalla».
Levantáronse arrogantes y mil hombres, y aún otros veinte mil más.
Sus plumeros cubrían la tierra como las plumas de un ave cubren su nido; blandían sus lanzas y gritaban: sí, tremolaban el acero de sus armas a los rayos del sol; la sed de combatir los devoraba, y temblaban de placer.
Vinieron contra mí; sus más esforzados guerreros corrían veloces para aniquilarme; y todos exclamaban: «¡Ah! ¡ah! puede contarse entre los muertos ya».
Entonces les arrojé mi aliento, y mi aliento fue como el soplo impetuoso del huracán, y ¡ved! quedaron anonadados.
El fuego de mis ojos los amedrentó; anonadé su fuerza con los rayos de mis lanzas y los tiré por tierra con el trueno de mis gritos.
Rompiéronse sus masas, esparciéndose por los campos y desaparecieron como las nieblas de la mañana.
Sirven de pasto a los cuervos y a los lobos, y el suelo de la batalla está empapado con su sangre.
¿Dónde están los poderosos que se levantaron con el sol?
¿Dónde los orgullosos, que, agitando sus plumeros, gritaban:
«Puede contarse entre los muertos ya»?
Doblan la cabeza, pero no al sueño; yacen por tierra, pero no dormidos.
Pasaron al olvido; han sido arrojados a las tinieblas y no tornarán; otros serán dueños de sus esposas, y sus hijos no recordarán sus nombres.
Y yo. ¡Yo el Rey! vuelvo como un águila a mi nido. Después de haber vagado perdido entre las sombras, acudo a mis pequeñuelos al despuntar el día.
Ven, pueblo, guarécete bajo mis alas, yo te confortaré, y jamás serás desatendido.
Llegó el buen momento, el momento de los despojos.
Mío es el ganado que pace en los valles; las vírgenes de los kraales también son mías.
El invierno ha pasado, el verano llega.
Ahora la Maldad esconderá el rostro, y la prosperidad florecerá en esta tierra como florecen los lirios.
¡Regocíjate, regocíjate, pueblo mío! que el pueblo entero se alegre porque la tiranía ha sido abatida y yo soy el Rey.
Aquí terminó, y la multitud que casi ocultaba la creciente obscuridad de la noche, respondió gravemente:
¡Tú eres el Rey!
Mi profecía al heraldo se realizó, no habían pasado las cuarenta y ocho horas, sin que el cadáver de Twala yaciera rígido y ensangrentado a la misma puerta de su kraal.
Good cae enfermo
Inmediatamente después del combate, sir Enrique y Good fueron conducidos a la cabaña de Twala, donde me reuní con ellos. Ambos estaban extenuados por las fatigas de la jornada y la perdida de sangre, y por mi parte poco menos me sentía yo. Soy fuerte por naturaleza y puedo resistir el cansancio mejor que la generalidad de los hombres, tal vez a causa de haberme habituado a semejantes trabajos, y a lo enjuto de mis carnes; pero lo cierto es que los límites de mi resistencia y apenas podía tenerme en pie; además, como siempre me ocurría en iguales circunstancias, la vieja herida de mi pierna se me enconó y comenzó a molestarme. También tenía un insoportable dolor de cabeza, consecuencia del soberano trastazo que por la mañana me puso fuera de acción. Resumiendo: hubiera sido difícil encontrar un trío más desastroso que el que aquella noche hacíamos, y sólo nos consolábamos al pensar cuánto debíamos a la fortuna por hallarnos así en lugar de estar tendidos y yertos sobre el campo de batalla, haciendo compañía a los miles de valientes que, rebosando salud, se habían levantado al aclarar del día.
Auxiliados por Foulata, quien desde que la libramos de la muerte se constituyó en nuestra criada, especialmente en la de Good, nos quitamos las cotas de malla, descubriendo que si bien habían salvado la existencia de sir Enrique y Good, no pudieron impedir las terribles magulladuras producidas por los repetidos golpes que recibieron durante la jornada. Mis compañeros tenían materialmente lacerado todo el cuerpo, y el mío, aunque no tanto, no dejó de salir acardenalado de la aventura. Foulata nos trajo unos emplastos de ciertas hojas aromáticas muy bien majadas, que aplicamos a nuestras maltratadas carnes y nos produjo gran alivio. Pero por más que las magulladuras nos mortificaban mucho, no nos causaban tanta inquietud como las heridas de Good y sir Enrique. El primero tenía atravesada de un lado a otro la pantorrilla de una de sus «bellas piernas blancas» y el segundo una profunda cuchillada en la cara, sobre la mandíbula derecha, causada por el hacha de Twala. Felizmente, Good era un buen cirujano, y tan pronto como le trajeron su pequeño botiquín, se apresuró a lavar la herida de sir Enrique y tomarle los convenientes puntos, pasando enseguida a tratar la suya de igual manera; luego las cubrió con un ungüento antiséptico que traía entre sus drogas, y, por último, las vendó con unas tiras que le proporcionó el único pañuelo que poseíamos.
Mientras tanto Foulata nos hizo un buen caldo, porque el cansancio no nos dejaba aliento para comer cosas más sólidas. Lo bebimos y nos echamos sobre las magníficas pieles que estaban esparcidas en el piso de la gran cabaña del Rey. Por uno de esos sarcásticos contrastes de la suerte, sir Enrique, el matador de Twala, durmió aquella noche en el mismo lecho de éste.
He dicho durmió, pero me equivoco; después de las emociones de aquel día, era bien difícil rendir al sueño nuestro agitado espíritu. Además, en el aire vibraban perennes.
Adiós a los moribundos
Y lamentos por los muertos.
De todas partes se escuchaban lastimeros y prolongados gritos, lanzados por las desgraciadas mujeres cuyos esposos, hijos o hermanos habían perecido en el combate. ¿Y qué extrañar fueran tantas las que, abrumadas por el dolor, desahogaran su pecho con desgarradores ayes, si más de veinte mil hombres, la tercera parte del ejército kukuano, había muerto en la encarnizada lucha? Partía el corazón oír sus tristes lamentaciones por aquellos que nunca más han de volver, y ahuyentando el sueño de nuestros párpados, presentábase a nuestros ojos, desnudo de atavíos, en su horrible realismo, todo el horror de los hechos de aquel día, frutos de la ambición del hombre. Hacia la media noche, el incesante plañir fue gradualmente disminuyendo, hasta que, por fin, enmudecido el pesar, reinó el silencio de la noche, sólo interrumpido de cuando en cuando por un agudo y prolongado alarido, que salía de una choza inmediata, a espalda de la nuestra, y que, según más tarde averigüé, era el tributo de Gagaula a la memoria de Twala.
Al cabo logré quedarme dormido, pero mi sueño no fue muy tranquilo; a cada momento despertaba sobresaltado, juguete de la pesadilla que se empeñaba en volverme a las angustias de la batalla. Unas veces veía al guerrero cuyas cuentas saldé con mi revólver, atacándome furioso; otras me encontraba de nuevo en el invencible cuadro de los Grises, y otras la ensangrentada cabeza de Twala pasaba rodando por mis pies, crujiendo los dientes y con feroz mirada en su terrible ojo. Por fin pasó la noche, y al lucir el alba descubrí que mis compañeros no habían sido más afortunados que yo. Good estaba con fiebre y no tardó en comenzar a delirar, y para mayor alarma tuvo frecuentes esputos de sangre, resultado de alguna lesión interna producida por los desesperados esfuerzos del guerrero kukuano al tratar de romper la cota y traspasarlo con su lanza. Sir Enrique, en cambio, amaneció bastante bien a pesar de sus magulladuras y herida, que muy enconadas no le permitían moverse ni masticar y le obligaban a un absoluto reposo.
A las ocho de la mañana vino a vernos Infadús, que apenas daba indicios de quebranto, tan duro era el viejo guerrero, por las fatigas del día anterior, aunque durante la noche entera, según nos dijo, no había podido descansar un solo instante. Se alegró mucho al vernos, deploró el estado de Good y nos estrechó las manos afectuosamente; pero observó que al hablar a sir Enrique lo hacía con cierta veneración, como si se dirigiera a alguien superior al hombre; y en efecto, andando el tiempo nos cercioramos de que en toda Kukuana se consideraba al invencible inglés como un ser sobrenatural. «No hay hombre —decían los soldados— que pueda pelear como él peleó, o que al final de tan incesante como sangrienta contienda, tenga aliento suficiente para matar a Twala, al primero entre los guerreros más temibles de Kukuana, en singular combate, cortándole el robusto cuello de un solo tajo». Este hachazo se hizo proverbial en el país, y en adelante se llamó a lo «Incubu» cualquier golpe o acto de fuerzas extraordinarios.
Infadús pasó a manifestarnos que todos los regimientos de Twala se habían sometido a Ignosi, añadiendo ya comenzaban a llegar mensajes de los jefes de los campos reconociendo al vencedor por Rey de la nación. La muerte de Twala había cortado de raíz toda causa que pudiera prolongar la guerra; Scragga había sido su único hijo, y, por consiguiente, no existía persona alguna que pudiera alegar derechos al trono.
Observó que Ignosi había llegado hasta él cruzando torrentes de sangre. El bravo veterano se encogió de hombros y me contestó:
—Sí, pero para que el pueblo kukuano pueda vivir sosegadamente, necesita de cuando en cuando una sangría. Muchos han muerto, en verdad; mas ahí quedan las mujeres, pronto otros vendrán a ocupar los puestos de los que cayeron, y mientras tanto, estaremos tranquilos por algún tiempo.
A poco de dejarnos Infadús, Ignosi nos hizo una corta visita, luciendo en la altiva frente la diadema real. Cuando le vi llegar, con majestuosa dignidad y seguido por obsequioso séquito, recordó al alto zulú que pocos meses atrás se nos presentó en Durbán pidiéndonos lo tomáramos para nuestro servicio, y pensé en los extraños giros de la rueda de la fortuna.
—Salud, ¡oh Rey! —le dije, saliendo a su encuentro.
—Sí, Macumazahn. Rey, al fin, por la gracia de vuestras tres diestras —contestó sin tardanza.
Todo nos dijo marchaba muy bien, añadiendo que esperaba tener dispuesta una gran fiesta entre dos semanas para presentarse al pueblo.
—¿Y qué piensas hacer con Gagaula? —le pregunté.
—¡Es el genio malo de nuestra tierra, la mataré, y con ella también morirán todas las brujas! Ha vivido tanto, que nadie recuerda cuándo ha sido joven; ella es la que ha enseñado siempre a las brujas cazadoras, y por ella, este suelo ha parecido maldito a los ojos del Cielo que nos cubre.