Las minas del rey Salomón (26 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventuras

BOOK: Las minas del rey Salomón
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—Sin embargo, ella sabe mucho; y es, Ignosi, más fácil el destruir la sabiduría que el adquirirla.

—Así es —contestó pensativamente—. Ella, y ella no más, guarda el secreto de las «Tres Brujas» allá donde muere el gran camino, donde se entierra a los Reyes y se sientan los silenciosos.

—Sí, y en donde están los diamantes. No olvides tu promesa, Ignosi; tú debes guiarnos a las minas, aun cuando tengas que conservar la vida a Gagaula para que nos muestre el camino.

—No la olvidaré, Macumazahn, y pensaré en lo que dices.

Retirose Ignosi, fui a ver a Good, y le encontré delirando. La fiebre se había hecho muy intensa y parecía efecto de la herida de su pierna complicada con alguna lesión interna. Por cuatro o cinco días estuvo de extrema gravedad, y creo firmemente que a no ser por los constantes desvelos de Foulata, hubiera sucumbido sin remedio.

Las mujeres son mujeres en todas partes del globo, sea cual fuere el color de la piel. Sin embargo, llamaba mi atención ver aquella bronceada beldad inclinada día y noche sobre el lecho del enfermo, atenta a todas las piadosas minuciosidades de su misión, pronta, dulce y con el instinto de la más avezada enfermera. La primera y segunda noche quise compartir con ella los cuidados que nuestro amigo exigía, y lo mismo pretendió sir Enrique tan pronto como sus desinflamadas carnes le permitieron moverse; pero nuestra presencia allí la tenía impaciente, y, por último, protestó contra ella, afirmando que el ruido que hacíamos intranquilizaba a Good, en lo cual creo tenía sobrada razón. Sin descansar un momento, día y noche velaba junto a su cabecera, ora haciéndole tomar su única medicina, una bebida nativa refrescante hecha con leche y el zumo del bulbo de cierta especie de tulipán, ora ahuyentando las moscas para que no le incomodaran. Paréceme que los veo tal como noche tras noche y a la mezquina luz de nuestra primitiva lámpara los pude contemplar. Good, con las facciones consumidas, los ojos desmesuradamente abiertos y brillantes, revolviéndose febril sobre su cama de pieles y ensartando en su delirio disparates por millares; y cerca de él, sentada en el suelo con la espalda apoyada contra la pared, a la bella kukuana, acariciándolo con la dulce mirada de sus hermosos ojos, y dejando traslucir en su rostro la expresión del más compasivo interés, o tal vez del más tierno sentimiento.

Dos días fue tanta su gravedad que le dimos por perdido, y tristes y cabizbajos, no hacíamos más que discurrir por el kraal. Solo Foulata no abandonaba la esperanza.

—No morirá —nos decía.

Con el objeto de que ningún ruido molestara al enfermo, por orden del Rey, se habían desocupado las chozas que estaban detrás de la de Twala, y, excepto sir Enrique y yo, alojados en una inmediata a ésta, no se encontraba un viviente en trescientas varas alrededor nuestro, donde, por consiguiente, reinaba profundo silencio. Una noche, la quinta de su enfermedad, fui, según mi costumbre, a su cabaña para enterarme cómo seguía antes de echarme por un breve rato a dormir.

Entré cuidadosamente, andando de puntillas y, a la luz de la lámpara distinguí a mi amigo, no ya volviéndose de un lado para otro, pero sí en absoluta inmovilidad.

¡Todo, al fin, había terminado! y en la amargura de mi dolor se me escapó un sollozo.

Un suave, «¡chi-i-to!» salió de las sombras que envolvían la cabecera del lecho.

Entonces, aproximándome más, vi que no estaba muerto, y sí tranquilamente dormido, apretando en su enflaquecida y blanca mano los delicados dedos de Foulata. La crisis había pasado y su vida estaba a salvo. Así, tal como lo encontré durmió dieciocho horas seguidas; y, aunque no quisiera decirlo porque pienso no se me creerá, durante ese tiempo la adicta muchacha, permaneció en el mismo sitio, en la misma posición como si se hubiera petrificado, temerosa de despertarlo si se movía o retiraba la mano. Cuánto debió sufrir por los calambres, entumecimiento y aún falta de alimento, Dios y ella lo saben; sólo puedo decir que cuando Good despertó, fue preciso sacarla de allí en brazos; sus piernas estaban tan envaradas que le era materialmente imposible tenerse de pie.

Después de esta crisis, la convalecencia de Good fue rápida y completa. Así que casi hubo recuperado la salud, sir Enrique, le contó los desvelos y cuidados de Foulata; y, al decirle cómo había estado sentada dieciocho horas seguidas a su lado, sin hacer el más mínimo movimiento por temor de despertarle, los ojos del honrado marino se llenaron de lágrimas. Enseguida se encaminó a la choza donde Foulata preparaba el almuerzo (ya nos habíamos mudado a nuestro antiguo alojamiento), llevándome como intérprete, para el caso de no poder hacerse entender bien, aunque debo advertir ella lo comprendía maravillosamente dado lo corto del vocabulario kukuano de nuestro compañero.

—Decidle, que le debo mi vida y que jamás olvidaré sus bondades para conmigo.

Traduje, y a mis palabras, sus bronceadas mejillas se encendieron de rubor.

Volviéndose hacia él con uno de sus rápidos y graciosos movimientos, que siempre me hacían acordar de los pájaros del bosque, contestó dulcemente a la par que fijaba en su rostro la suave mirada de sus admirables ojos.

—No, mi señor, ¡mi señor olvida! ¿No salvó él la mía? y ¿acaso no soy yo su criada?

Se observará que la joven no parecía recordar la parte que sir Enrique y yo mismo tomamos al librarla de las garras de Twala. ¡Pero así son las mujeres! No olvido que mi querida esposa era exactamente igual. Salí de la entrevista algo preocupado; nada me gustaban las tiernas miradas de la «señorita Foulata» porque buena experiencia tenía de las imprudentes inclinaciones amorosas de los marinos en general, y de Good en particular.

Dos cosas pasan en el mundo, que, según siempre he podido comprobar, nadie ni nada pueden impedir, a saber: que un zulú se abstenga de pelear o un marino de enamorarse a la menor provocación.

Pocos días después de este incidente, Ignosi reunió su gran «indaba» (consejo) y quedó formalmente reconocido como Rey por los «indunas» (jefes) de Kukuana. El espectáculo fue imponente; hubo una gran revista de las tropas, en lo que formaron los pocos Grises, restos de aquel soberbio regimiento, y en presencia del ejército, se les dio las gracias por su heroica conducta durante la gran batalla. Como recompensas a su valor el Rey regaló a cada uno un numeroso rebaño, ascendiéndole al empleo de oficial en el nuevo cuerpo de igual nombre, actualmente en vías de organización. También se promulgo en toda Kukuana una orden mandando que, mientras honráramos el país con nuestra presencia, se nos recibiese con las mismas ceremonias y el mismo respeto que al Rey en persona; y se nos confirió públicamente el derecho de vida y muerte. Además, Ignosi, en presencia de su pueblo repitió la promesa que antes hiciera, afirmando que jamás se vertería la sangre de un hombre, sin previo juicio, y que jamás también volvería a efectuarse la cacería de las brujas.

Pasada la ceremonia, fuimos a ver a Ignosi; le hablamos de las minas a que conducía el camino de Salomón, manifestándole deseábamos descubrir su misterio, y le preguntamos si había averiguado algo respecto de ellas.

—Amigos míos —contestó— oíd lo que sé. Allá en aquel lugar, hay tres grandes figuras sentadas, llamadas los «silenciosos» y en honor de los cuales quería Twala sacrificar a la joven Foulata.

»Allá también, en una inmensa cueva que entra hasta el corazón de la montaña, está el sepulcro de los Reyes, en donde encontraréis el cadáver de Twala, junto con los de sus antecesores. Además, ábrese en el suelo un ancho y profundo pozo, que en tiempos remotos excavaron los hombres, tal vez en busca de las piedras de que vosotros habláis y hablaban los blancos de Natal, en Kimberley. Por último, en la Mansión de la Muerte existe una cámara secreta, que solamente el Rey y Gagaula conocen. Pero Twala ha muerto, y yo nada sé de ella ni de lo que encierra. Cuéntase en el país que una vez, hace muchas generaciones, un hombre blanco cruzó las montañas y guiado por una mujer llegó a esta cámara y vio las riquezas allí amontonadas; pero que no pudo apoderarse de ellas porque antes de que lo lograra, la mujer le hizo traición y el Rey en aquellos tiempos, le obligó a volver a las montañas, no habiendo entrado desde entonces hombre alguno en dicha cámara.

—La tradición es indudablemente cierta, Ignosi; recuerda que encontramos en las montañas al hombre blanco.

—Sí, Macumazahn, lo recuerdo. Ahora os prometo que si vosotros podéis encontrar esa cámara, y las piedras están en ella…

—La piedra que tienes en la frente prueba que están allí —dije yo, interrumpiéndole y señalando el enorme diamante que por mi propia mano había quitado de la frente del decapitado Twala.

—Tal vez sea así, si están allí, vuestras serán todas las que podáis llevaros, si es que os resolvéis a abandonarme, hermanos míos.

—Pero primero tenemos que hallar la cámara —dije yo.

—Una persona no más puede guiarnos a ella, y es Gagaula.

—¿Y si se niega a hacerlo?

—Entonces morirá. Únicamente con este fin la he dejado vivir. Esperad, ahora mismo nos dirá lo que elige, y llamando a uno de los de su servicio mandó trajeran a Gagaula. A los pocos minutos, llegó conducida por dos guardias a quienes vino maldiciendo por todo el camino.

—Dejadla —dijo el Rey a los guardias. Tan pronto como estos cesaron de sostenerla por los brazos, el rugoso y viejo envoltorio, porque más parecía un envoltorio que otra cosa, se dejó caer al suelo, haciéndose un ovillo en el cual resaltaba el maligno fulgor de sus ojos de víbora.

—¿Para qué me quieres, Ignosi? No te atrevas ni siquiera a tocarme, pues si lo intentas, te haré desaparecer con los tuyos. ¡Teme mi magia!

—Tu magia, vieja loba, no pudo salvar a Twala y no puede herirme a mí. Escucha: quiero me reveles en donde está la cámara que guarda las piedras brillantes.

—¡Ah! ¡ah! nadie sino yo lo sabe y jamás te lo diré. Esos demonios blancos tendrán que irse con las manos vacías.

—Tú me lo dirás. Yo te obligaré a decírmelo.

—¿Cómo? ¡oh Rey! Tú eres grande y poderoso, pero ¿puedes acaso arrancar la verdad a una mujer?

—Difícil es, sin embargo, yo te la arrancaré.

—¿De qué manera? ¡oh Rey!

—De ésta, si no me la dices, te haré morir lentamente.

—¡Morir! —gritó aterrorizada y furiosa— no te atrevas a tocarme, hombre, tú no sabes quien soy yo. ¿Qué edad piensas es la mía? Yo conocí a vuestros padres y a los padres de vuestros abuelos. Cuando el país era joven estaba ya en él, cuando haya envejecido, en él todavía estaré. Mi vida no tiene fin, sólo un azar puede terminarla, nadie osará matarme.

—A pesar de todo, yo te mataré. Atiende, Gagaula, madre del mal, eres tan vieja que no debes tener ningún amor a la vida. ¿Qué puede ser la existencia para una criatura a quien los años han quitado la forma, arrancado los dientes y el cabello, dejándola sólo el maligno mirar de sus perversos ojos? Matarte será hacerte un bien, Gagaula.

—¡Imbécil —gritó la vieja arpía— rematado imbécil! ¿Crees que la vida guarda sus dulzuras sólo para el joven? No te engañes y nada sabes del corazón humano, si así lo piensas. Para el joven, no hay duda, la muerte tiene sus encantos, porque el joven siente. Goza y sufre, y se le rompe el corazón al ver a los que ama desaparecer para siempre en el mundo de las sombras. Pero el viejo no tiene sentimiento, no ama, y ¡ah! ¡ ah! ríe cuando otros se hunden en el negro e insondable abismo; ¡ah! ¡ ah! ríe en presencia del mal que se hace en torno suyo. Todo cuanto ama es la vida, el calor, el tibio rayo del sol y el dulce, dulce aire. Tiene miedo al frío, al frío y a las tinieblas, ¡ah! ¡ ah! —y la horrible anciana se balanceó con repugnante júbilo.

—Calla tu infame charla y contéstame —exclamó airadamente Ignosi—. ¿Quieres o no mostrar el sitio en donde las piedras están? Si no quieres, morirás, y morirás ahora mismo; y cogiendo una lanza la suspendió sobre ella.

—No y mil veces no, tú no te atreves a matarme. El que me prive de la vida será maldito para siempre.

Ignosi bajó con lentitud la lanza hasta que su punta, pinchó levemente aquel montón de arrugas y de harapos.

Dando un salvaje grito, de un brinco se puso en pie, y volviendo a desplomarse, se contrajo en forma de ovillo y rodó por el suelo.

—Sí, lo enseñaré. Déjame vivir, déjame sentar al sol y tener un pedazo de carne que chupar, y yo te descubriré mi secreto.

—Está bien. Demasiado sabía que al fin encontraría un medio para hacerte hablar. Mañana irás con Infadús y mis hermanos blancos al citado sitio; y, guárdate de no cumplir tu palabra, porque si los engañas, te hará morir poco a poco.

—Lo cumpliré, Ignosi. Jamás falto a mi propósito: ¡ah! ¡ah! ¡ah! Una vez una mujer mostró ese sitio a un hombre blanco y sabed que la desgracia cayó sobre él —y al decir esto sus ojos brillaron con siniestro fulgor—. Su nombre también era Gagaula. Quizá yo sea aquella mujer.

—Mientes —le repliqué— desde que eso ocurrió han pasado diez generaciones.

—Puede ser, puede ser, cuando se vive mucho, se pierde la memoria. Tal vez la madre de mi madre me lo contó, también se llamaba Gagaula. Pero, oíd, hallaréis en el lugar de las brillantes baratijas, un saco de cuero lleno de piedras. Aquel hombre las colocó en él, pero jamás pudo sacarlo de allí. ¡La desgracia lo aniquiló, os lo advierto, la desgracia lo aniquiló! Tal vez la madre de mi madre me lo contó. Será un alegre viaje, veremos de paso los cuerpos de los que murieron en la batalla. Ya habrán perdido los ojos y tendrán las costillas descarnadas. ¡Ah! ¡ah! ¡ah!

Capítulo XVI

La morada de la muerte

Tres días después de la escena descrita en el capítulo anterior, acampábamos ya entrada la noche, en varias chozas situadas a la base de las «Tres Brujas», nombre nativo de los tres picos, que marcaban el término del camino de Salomón. Componíase nuestra partida de nosotros tres y Foulata, que continuaba en nuestro servicio (especialmente en el de Good), Infadús, Gagaula, a quien se traía en una litera y no cesaba de murmurar y maldecir, varios criados y una escolta. Las montañas, o mejor dicho, los tres picachos de las montañas, porque la masa entera se había evidentemente formado por un aislado levantamiento del terreno, estaban dispuestos, según antes dije, como vértices de un triángulo que volviese la base hacia nosotros; esto es un pico a la derecha, otro a la izquierda y el tercero en el centro a nuestro mismo frente. Nunca podré olvidar la vista que, a la temprana luz de la siguiente mañana, presentaron a nuestros ojos. Alto, muy alto, por encima de nuestras cabezas, perdíanse sus agudas cimas vestidas de nieve, cual retorcidas agujas de plata, en la inmensidad azul del espacio. Por debajo de la nieve, el brezo de los páramos las ataviaba con mano de púrpura y subiendo por sus laderas destacábase, a manera de blanca cinta, el camino de Salomón, en derechura hacía la base del pico central en donde moría.

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