Además la ironía de nuestra posición me exasperaba. Allí alrededor nuestro se acumulaban tesoros sin cuento, que, harían la felicidad, no de unos aventureros, sino de un pueblo; y gustosos los hubiéramos trocado por la mínima probabilidad de salir a salvo. Pronto los cambiaríamos gustosos por un bocado de pan y un trago de agua, y después, por el triste consuelo de terminar velozmente nuestros sufrimientos. En verdad, la riqueza, objeto de la ambición y actividad de la vida entera del hombre, a la postre es una cosa sin valor.
Y así pasamos la noche.
—Good —dijo sir Enrique al cabo de prolongado callar— ¿cuántos fósforos le quedan?
—Ocho, Curtis.
—Encienda uno y veamos qué hora es. Hízolo y la impresión de la viva llamarada casi nos cegó. Mi reloj marcaba las cinco. Los rayos del alba en este instante darían sus matices a las guirnaldas de nieve que coronaban el pico, y la brisa barrería las nocturnas brumas de sus flancos.
—Creo conveniente comamos algo para conservarnos fuertes, dije.
—¿Y con qué objeto? —replicó Good— mientras más pronto concluyamos, tanto mejor.
—Mientras vida hay, hay esperanza —observó sir Enrique.
En efecto, consumimos nuestra segunda ración de carne y agua y volvimos a callar hasta que uno de nosotros sugirió el acercarse a la puerta y gritar a voz en cuello, por si la suerte deparaba, alguien que le oyese. Enseguida Good, que, acostumbrado al mando de las maniobras en los barcos, poseía una voz estentórea, puso en práctica la tan pobre tentativa, yendo al pasillo en donde dando desaforadas voces armó un ruido de mil demonios. Nunca oí más tremendos gritos; pero para el resultado que obtuvieron fueron lo mismo que el zumbido de las alas de un mosquito.
Al cabo de un rato dejó quieta la laringe y, abandonando la empresa, regresó a nuestro lado en busca de agua para humedecerse la garganta. Esto nos disuadió de proseguir una experiencia que conspiraba contra nuestra corta reserva de agua.
Por consiguiente, ocupamos nuestros asientos al lado de las cajas de los inútiles diamantes, sumiéndonos de nuevo en aquella espantosa inacción, uno de los más crueles tormentos que pesaban sobre nosotros; y, debo confesarlo, por mi parte, me entregué a la mayor desesperación. Dejé caer la cabeza sobre el ancho hombro de sir Enrique y di rienda suelta a mi llanto; también a Good, a lo menos si el oído no me engañó, se le hacían nudos en la garganta, al lado opuesto, al par que renegaba furioso de su propia debilidad.
¡Ah, cuán bueno y bravo estuvo el gran hombre! Si hubiéramos sido dos niños asustados y él nuestra ama, no hubiese mostrado más ternura. Olvidándose de sí mismo, apuró todos los recursos para tranquilizar nuestros exasperados nervios, refiriéndonos anécdotas de hombres que en circunstancias semejantes, se habían libertado de un modo providencial; añadiendo cuando comprendió no lograba calmarnos, que en resumen todo se reducía a anticipar un fin, el cual tarde o temprano había de llegarnos; que pronto dejaríamos de sufrir y que la muerte, por extenuación era muy dulce (lo cual no es cierto). Finalmente, con religiosa humildad, como ya en otra ocasión le había oído expresarse, nos dijo que debíamos confiarnos a la infinita bondad del Altísimo, lo que por su parte hice con desusado fervor.
En aquel trance su alma mostró lo grande que era por lo sublime de su resignada tranquilidad y lo admirable de su fortaleza.
Transcurrió el día tan penosamente como la pasada noche (si en realidad se pueden emplear estos términos en donde reinaba perenne y completa obscuridad) y cuando quemé un fósforo para averiguar la hora, mi reloj marcaba las siete.
Por tercera vez, durante nuestro encierro, comimos y bebimos; mientras tomábamos nuestro mezquino refrigerio me asaltó una idea.
—¿Cómo es que el aire —pregunté— se conserva puro en este sitio? Está espeso y pesado, pero es respirable.
—¡Por el Cielo —exclamó Good— no se me había ocurrido tal cosa! Imposible es que el aire se renueve por la entrada, la roca que la cierra no deja el más insignificante intersticio. Debe entrar por otra parte. Si no existiera corriente de aire nos hubiéramos asfixiado al entrar aquí. Registremos cuidadosamente por todas partes.
Maravilloso fue el cambio que esta débil vislumbre de esperanza produjo en nosotros. Instantáneamente nos encontramos a gatas, a caza de la más insignificante corriente de aire. De pronto sentí una violenta conmoción. Había apoyado mi mano en algo frío. Sí, en la helada cara de la pobre Foulata.
Por una larga hora perseveramos en este reconocimiento, palpando suelo y paredes, hasta que sir Enrique y yo, desalentados, y estropeados por los innumerables golpes que recibíamos en nuestras cabezas al tropezar contra los colmillos, arcas y muros, renunciamos a proseguir las pesquisas. Pero Good no se rindió, diciendo, entre serio y jovial, que aquello era mejor que el no hacer nada.
A corto rato oímos su voz que, con cierta emoción, decía:
—Camaradas, vengan aquí.
Inútil es afirmar que echándonos a gatas fuimos hacia él con la mayor presteza.
—Quatermain, ponga su mano aquí donde está la mía. ¡Bien! ¿Siente usted algo?
—Paréceme que siento un ligero soplo.
—¡Ahora, escuchad!
Púsose de pie, dio unas fuertes patadas sobre el mismo punto y un rayo de esperanza precipitó los latidos de nuestros corazones. ¡Sonaba a hueco! Con trémula mano encendí un fósforo, de los tres que me restaban, y nos hallamos en la esquina más alejada de la recámara; hecho que, explicó el no haber dado con el círculo resonante durante nuestro primero y cansado examen. A la luz del fósforo, escudriñamos aquel sitio. Una grieta curva se marcaba en el sólido piso de roca y ¡Dios de bondad! encajado dentro de ella, sin interrumpir el nivel, un anillo de granito. Ni una palabra salió de nuestros labios, la emoción nos enmudeció. Good poseía una navaja, que a su dorso tenía un gancho para arrancar las piedras de los cascos de los caballos, y abriéndola, comenzó con éste a escarbar en derredor del anillo con el objeto de engancharlo y poderlo levantar. Al fin consiguió agarrarlo y tiró suavemente de él, temiendo se le rompiese la herramienta. La argolla empezó a ceder, lo que nunca hubiera acontecido a ser de hierro, pues el orín la habría soldado firmemente en su encaje, durante las treinta centurias que permanecía allí. Al cabo la levantó, y asiéndola con ambas manos tiró hacia arriba con todas sus fuerzas, pero permaneció completamente inmóvil.
—Dejadme probar a mí, díjele impaciente, porque la colocación de la argolla en el mismo ángulo de la esquina nos impedía unir nuestros esfuerzos. Cogila a mi vez y desplegué cuanta fuerza Dios me diera, pero con idéntico resultado.
Llegole el turno a sir Enrique, y lo mismo.
Entonces Good, cogiendo de nuevo el gancho, escarbó a lo largo de la grieta que daba entrada al aire.
—Ahora, Curtis —dijo— agárrela bien y eche el resto, usted vale por dos. Espérese, y sacando un pañuelo de seda que fiel a sus pulcros hábitos, llevaba consigo, lo retorció y pasó por la argolla. ¡Quatermain! coja a Curtis por la cintura y cuando dé la voz, a tirar con todo brío, que en ello nos va la vida. ¡Ya!
Sir Enrique contrajo con terrible fuerza su vigorosa musculatura, y Good y yo pusimos en juego la que la Naturaleza nos había dado.
—¡Firme! ¡firme, que cede! —exclamó ahogadamente sir Enrique— y oí que las coyunturas de su ancha espalda le crujían. Repentinamente escuchamos un sonido como de algo que se desgaja; seguido, una bocanada de viento, y allá fuimos los tres de espaldas al suelo con una gran losa encima de nuestros cuerpos. La fuerza de sir Enrique lo había hecho, y nunca el poder muscular asistió a un hombre en situación tan apurada.
—Encienda un fósforo, Quatermain —dijo, así que nos levantamos y cogimos aliento— pero tenga cuidado no se apague.
Así lo hice, y a nuestros ojos apareció ¡alabado sea el Cielo!, el primer peldaño de una escalera de piedra.
—¿Y ahora, qué hacemos? —preguntó Good.
—Bajar la escalera y confiar en la Providencia.
—¡Aguardad! —añadió—. Quatermain, coja la poco agua y carne que nos queda, puede ser que nos haga falta.
Fuime a gatas a nuestro asiento, junto a las arquillas de diamantes, con el indicado propósito, y, al volverme, me ocurrió una idea. Durante las últimas veinticuatro horas ni siquiera nos habíamos acordado de las valiosas piedras, que mirábamos con aborrecimiento como causa de nuestra malaventura; pero pensé que nada malo hacía con meterme unas pocas en los bolsillos, por si acaso lográbamos salir de aquella horrible caverna. La consecuencia, metí la mano en la primera, y llené los bolsillos de mi vieja chaqueta de caza, rellenándolos, lo que fue una feliz ocurrencia, con un par de buenos puñados de los enormes solitarios del tercer depósito.
—Oigan, camaradas, ¿no queréis llevar algunos diamantes? Yo tengo los bolsillos casi a reventar.
—¡Al Diablo con los diamantes! —exclamó sir Enrique—. Ruego al Cielo nunca más vuelva a poner los ojos en otros.
Good no contestó. Creo que en aquel momento daba su última despedida a los restos de la joven que tan tiernamente le amara.
Y por extraño que parezca a los que tranquilos en sus hogares piensen en los inmensos tesoros que con tanta indiferencia abandonábamos, no dudo en afirmar que ellos mismos, en iguales circunstancias, después de haber pasado veintiocho horas en aquel encierro espantoso, casi sin tener que comer ni beber; obrando de idéntica manera, no se hubieran acordado de aquellas piedras, ni con ellas se hubiesen embarazado, al arriesgarse en las entrañas de la tierra; huyendo los horrores de la muerte por hambre y sed.
Si así no aconteció conmigo, débolo al hábito y no a la reflexión; que es en mí instintivo, a causa de lo mucho que en la vida lo he practicado, nunca dejar atrás cosa alguna de valor, cuando me asiste la más remota esperanza de salir con ella a flote.
—Venga, Quatermain —dijo sir Enrique, ya de pie en el primer escalón— amárese bien y sígame, yo iré delante.
—Vea donde pone los pies —le advertí— debe abrirse algún hoyo profundísimo bajo nuestras plantas.
—Lo más probable es que sea otra cueva —replicome, mientras descendía lentamente, contando las gradas. Al decir «quince» se detuvo y exclamó:
—Aquí concluye. ¡Gracias al Cielo! Creo estamos en una galería. ¡Bajad!
Good seguía a sir Enrique, yo cerraba la marcha, y al reunírmeles, encendí uno de los dos fósforos que nos quedaban. A su luz pudimos ver nos hallábamos en un estrecho túnel que corría a derecha e izquierda de la escalera. Antes de hacer mayor reconocimiento el palillo del fósforo me quemó los dedos y se consumió. Presentose, entonces una delicada cuestión o sea la de discernir en qué sentido debíamos dirigirnos. Ni sabíamos lo que el túnel era, ni adonde se encaminaba y sin embargo por un lado podría llevarnos a salvo y por otro a perdición. Estábamos en extremo perplejos, cuando súbitamente. Good recordó que al arder el fósforo la flama se inclinó a la izquierda.
—Avancemos contra la corriente —dijo— el aire circula de afuera hacia adentro, no al contrario.
Aceptamos el razonamiento y arrimándonos a las paredes, tanteando el terreno con los pies, antes de asentarlos de firme nos alejamos del maldito tesoro, en nuestra arriesgada tentativa de evasión. Si llega el día en que hombre alguno entre en aquel lugar, lo que creo jamás acontezca en él encontrará, como recuerdo de nuestra estancia allí, las arcas abiertas, la apagada lámpara y los blancos huesos de la desventurada Foulata.
Al cuarto de hora de caminar a tientas la galería cambió bruscamente de dirección, o, mejor dicho, desembocó en otra, que seguimos para al poco tiempo dar en una tercera; y así, de galería en galería, anduvimos sin detenernos por espacio de varias horas. Parecía que vagábamos por interminable laberinto. No puedo decir qué fueran aquellos túneles, pero supusimos eran las antiguas vías de una mina, cuyos ramales se abrían aquí y allá en el sentido de las vetas, única cosa que daba explicación a lo excesivo de su número.
Cansados y completamente abatidos, nos detuvimos y, sentándonos en el suelo, terminamos con nuestras últimas y bien cortas raciones de carne y agua. La esperanza nos iba abandonando y ya empezábamos a creer que huimos de la muerte en la tenebrosa recámara para agonizar en las no menos tenebrosas galerías.
Mientras dominados por tan sombría idea y enteramente desalentados, descansábamos allí, pareciome oír un débil rumor hacia el cual llamé la atención de mis compañeros. Era apenas perceptible, parecía venir de muy lejos; pero al fin era un sonido, un murmullo constante que los demás oyeron también y no tengo palabras para describir la emoción de placer que nos produjo al interrumpir el perenne y horrible silencio que hasta entonces nos había rodeado.
—¡Por el Cielo! es agua corriente —exclamó Good—. ¡Partamos!
Guiados por el oído, emprendimos de nuevo la marcha hacia el lugar de donde venía aquel vago rumor, palpando las paredes con las manos y sin olvidar ninguna de las precauciones que antes tomáramos. A medida que caminábamos, más y más perceptible se hacía, hasta que por fin resonó con bastante fuerza en el callado recinto, y pudimos percibir claramente el correr tumultuoso de las aguas. Seguimos avanzando y ya debíamos estar muy cerca de su curso, Good, nuestro guía entonces, juraba que sentía la humedad.
—Vaya con cuidado, Good —dijo sir Enrique— porque debemos estar en los bordes de un torrente.
Aún no había concluido de decirlo, cuando llegó a nuestros oídos el ruido de un cuerpo, al chocar con el agua y un grito de nuestro amigo.
Se acababa de precipitar en la visible corriente.
—¡Good! ¡Good! —gritábamos consternados. Felizmente nos tranquilizó contestándonos con sobresaltada voz:
—No hay novedad, he logrado aferrarme de una roca. Enciendan un fósforo para ver en dónde están.
Enseguida quemé el último que nos quedaba. A su escasa claridad descubrimos una obscura masa de agua, que corría precipitadamente a nuestros pies. No pudimos percibir la anchura de aquel río subterráneo; pero sí el bulto de nuestro amigo, asido a una roca que se levantaba sobre el nivel de su impetuosa corriente.
—Estad prestos a darme una mano —gritó Good—. Voy a nadar hacia ustedes.
Acto continuo se echó al agua, nadó vigorosamente; y no había transcurrido un minuto cuando se cogía de una de las extendidas manos de sir Enrique y con nuestro auxilio ponía los pies en seco.