Las minas del rey Salomón (31 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventuras

BOOK: Las minas del rey Salomón
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—¡Por mi nombre! —exclamó entre resuello y resuello—, eso fue caer y largarse a toda prisa. Si no me sujeto a la roca, si no sé nadar, aquí hecho ancla para siempre. Corre como un vendaval y no puedo tocar fondo.

Claro era que por allí se nos cerraba el camino; así es que después de beber a nuestro gusto de las frescas, y dulces aguas de aquel río subterráneo, y de lavarnos manos y caras que bien lo necesitaban, abandonamos las orillas de aquel lecho africano, contramarchando por el camino que a él nos condujera. Al cabo de algún tiempo, llegábamos a la boca de un ramal que se dirigía a nuestra derecha.

—Ninguna razón tenemos para preferir uno al otro —dijo sir Enrique, desalentado— todos los caminos aquí son idénticos, sigamos por éste hasta que no podamos más.

Con lento y vacilante paso, y por largo tiempo, avanzamos completamente cansados por el nuevo túnel, ahora sir Enrique iba a la caza.

De repente se detuvo y tropezamos con él.

—¡Mirad! —apenas murmuró— ¿es aquello luz o comienzo a desvariar? Miramos con la mayor atención y sí, allá lejos, descubríase una tenue claridad. Sólo ojos que como los nuestros hubieran estado dos días en las más profundas tinieblas, habrían podido percibir aquel vago rastro de luz.

Se nos escapó una exclamación de alegría y marchamos hacia ella con cuanta velocidad permitían nuestros maltratados miembros. A los cinco minutos, no, no teníamos duda; habíamos dado con una especie de respiradero. Un minuto después el soplo del aire, del aire libre, acarició nuestros rostros. Apresuramos el paso aún más. De pronto el túnel comenzó a estrecharse. Sir Enrique tuvo que arrastrarse de rodillas, a nuestro turno nosotros; y todavía siguió disminuyendo hasta reducirse a las dimensiones de la cueva de una zorra de buen tamaño, pero era ya tierra, ¡tierra! la roca había terminado.

Primero a gatas luego a rastras, como culebras, ensanchando el paso con manos y uñas, y forzando el cuerpo con el empuje de sus vigorosas piernas, salió sir Enrique; tras sus talones, Good, y juntos con los de éste, yo, encontrándonos bajo el hermoso cielo con sus brillantes estrellas, y aspirando con delicia el aire, el aire embriagador de la montaña; pero nos embargaba aún la primera emoción, cuando el terreno cedió a nuestro peso y allá fuimos rodando los tres por encima de hierbas, arbustos y blanda, y húmeda tierra.

Maquinalmente me así de unas plantas y detuve mi caída. Senteme y llamé a gritos a mis compañeros. A mis voces contestó enseguida sir Enrique, cuyo rápido descenso había interrumpido una pequeña eminencia, exactamente cuesta abajo del lugar en que me hallaba. Bajé a unírmele y le encontré sin daño alguno, pero muy agitado. Entonces ambos nos dedicamos a buscar a Good, a quien descubrimos no lejos de allí, enredado en unas grandes raíces. Estaba aturdido por algún golpe en la cabeza, pero no tardó en reponerse.

Nos sentamos sobre la hierba y creo que en nuestra alegría, hasta gritamos como unos locos. Por fin habíamos escapado de aquel espantoso encierro, que nos estaba destinado para sepulcro. No cabía duda, la divina Providencia nos guió a la cueva de chacal (que así lo parecía) en donde terminaba el último ramal que recorrimos. A poco el alba, cuyos suaves rayos no esperábamos tornar a ver pintaba con rosada tinta las cumbres de los altivos picachos.

La luz acreció y percibimos que habíamos ido a parar al fondo, o para mayor verdad, cerca del fondo de la inmensa excavación, abierta a la entrada de la cueva, desde donde distinguimos las obscuras formas de los tres colosos que sus bordes sustentaban. No cabía duda, aquellas obscuras galerías, en que erramos la noche entera habían estado primitivamente relacionadas con la gran mina de diamantes. En cuanto al río subterráneo que se precipitaba por las entrañas de la tierra, Dios y sólo Dios sabe lo que era, de dónde nacía y en dónde terminaba. Por mi parte ningún deseo tenía de averiguar su curso.

Entretanto, aumentando la claridad, pudimos vernos mutuamente y nunca, antes ni después, he presenciado espectáculo como el que presentábamos. Las mejillas, pálidas y enflaquecidas; los ojos, ojerosos y hundidos; cubiertos de polvo y lodo, llenos de arañazos, ensangrentados y con el espanto de la horrible muerte, que por tanto tiempo nos había amenazado, aún marcado en nuestros semblantes, ofrecíanos un aspecto capaz de hacer retroceder a la misma luz del día.

Y, sin embargo (por asombroso que aparezca, es un hecho real y positivo), el lente de Good permanecía perfectamente acomodado delante de su ojo derecho. Ni las lágrimas vertidas sobre el cadáver de Foulata, ni las que le arrancara la desesperación, ni los tropezones en las tinieblas, ni la zambullida, ni el despeñamiento y consiguiente achocadura fueron suficientes a separar a Good de su vidrio.

Recuperados un poco, nos levantamos temiendo que si continuábamos sentados se nos entumecieran las piernas, y comenzamos a escalar penosamente las inclinadas paredes del enorme pozo. Por una hora, agarrándonos de los arbustos, haciendo hincapié en cuanta aspereza o raíz encontrábamos en nuestro camino, que por fortuna abundaba en esta clase de asideros y apoyos, fuimos elevándonos hacia el borde.

Al fin pusimos los pies sobre él y nos hallamos en el gran camino, en el lado diametralmente opuesto a los «Silenciosos». A la orilla del camino y a unas cien varas de nosotros, ardía una gran hoguera delante de un grupo de chozas, y a su rededor se veían varias personas. Nos encaminamos hacia ellas, sosteniéndonos unos a otros y parándonos cada seis o siete pasos, obligados por el cansancio. Estábamos ya cerca, cuando uno de los que rodeaban el fuego se puso de pie, nos vio, y volvió a echarse al suelo dando gritos de pavor.

—¡Infadús, Infadús! somos nosotros, tus amigos.

Levantose, y corrió hacia nosotros, mirándonos con ojos espantados, y sin tenerlas todas consigo a juzgar por lo trémulo de sus carnes.

—¡Oh, mis señores, mis señores, sois realmente vosotros, que volvéis del mundo de los muertos!… ¡del mundo de los muertos!

Y el viejo guerrero, echándose a nuestras plantas, estrechó entre sus brazos las rodillas de sir Enrique, llorando de alegría.

Capítulo XIX

La despedida de Ignosi

Diez días después de aquella mañana tan rica de emociones, nos encontrábamos otra vez en nuestro antiguo alojamiento, en la ciudad de Loo; y aunque suene a exageración, sin otros rastros de nuestras terribles sensaciones que lo cano de mi cabello, tres veces más blanco a la salida que a la entrada de la cueva, y cierta tristeza en la honrada cara de Good, quien, al parecer muy impresionado por la muerte de Foulata, no volvió a ser el jovial camarada de antes. Y aquí, en obsequio a la verdad, debo confesar mirando los hechos con toda la experiencia de mis años, que su muerte, fue un infortunio feliz pues a no ocurrir, sabe Dios las complicaciones que se hubieran presentado. La desgraciada criatura no era una nativa vulgar, al contrario, su belleza era admirable y no menos admirables las galas de su ingenio. Pero ni una ni otras podían justificar, y menos hacer deseable, un enredo entre ella y Good; porque según dijo la pobre en sus últimos momentos, «el sol no se aviene con la noche, ni el blancor con la negrura» No creo necesario advertir que no volvimos a penetrar en la recámara del tesoro de Salomón. Recuperadas nuestras fuerzas, lo que exigió cuarenta y ocho horas de continuado descanso, descendimos al gran pozo con la esperanza de descubrir el agujero por el cual salimos de las entrañas de la tierra, pero nuestra diligencia no tuvo éxito. En primer lugar unos fuertes aguaceros habían borrado completamente la pista que nuestro paso dejara y para mayor confusión, las paredes de la inmensa concavidad estaban materialmente hechas unas cribas por las garras y dientes de los osos hormigueros y otros animales que en ellas se abrían sus refugios. Imposible era discernir a cuál de ellos debíamos nuestra salvación. También la víspera de nuestro regreso a Loo, hicimos un examen minucioso de la cueva de las estalactitas, o incitados por invencible curiosidad cruzamos el dintel de la Morada de la Muerte; una vez allí, pasamos bajo la lanza del gigantesco esqueleto, y contemplamos, con sensaciones que no son fáciles de trasladar al lenguaje, la masa de roca que nos había separado del mundo de los vivos; pensando al mismo tiempo en los tesoros sin cuento que defendía, en la misteriosa y horrible vieja sobre cuyos aplastados miembros descansaba, y en la graciosa doncella, a cuyo sepulcro servía de muda lápida. Y digo contemplamos la «roca» porque por más que buscamos, no nos fue posible distinguir las junturas de la puerta, y mucho menos, no obstante una hora de cuidadosa pesquisa, el dar con el secreto para siempre perdido, que la ponía en movimiento. En verdad aquel maravilloso mecanismo, por, su consistencia o inescrutable sencillez, era un precioso ejemplar de la edad que lo produjo y dudo haya en el mundo otro igual.

Por fin, defraudadas nuestras tentativas, abandonamos contrariados tal empeño, aunque dudo que, si la puerta de repente nos hubiera franqueado el camino, nos asistiera suficiente valor para pasar sobre los aplastados restos de Gagaula y entrar de nuevo en la recámara del tesoro, así nos esperaran cuantos diamantes encierra el universo. Y, por otro lado, bien podía haberme desesperado a la idea de abandonar toda aquella fortuna, la mayor que en la historia del mundo se ha acumulado en un lugar, porque nada, absolutamente nada hubiera remediado. La dinamita era lo único capaz de forzar aquella barrera de compacta roca, y ésta no estaba a nuestro alcance. Tal vez, en algún lejano siglo un explorador más afortunado, descubra su «Ábrete Sésamo» e inunde el mundo con diamantes, pero, yo lo dudo. No sé por qué, mas algo me dice que las valiosas piedras hacinadas en las tres arquillas, jamás brillarán al derredor del cuello de una beldad terrenal. Los huesos de Foulata y ellas seguirán allí tranquilos hasta el fin de los siglos.

Algo mohínos por nuestro chasco, regresamos a las chozas, y al siguiente día emprendimos la vuelta a Loo. Y en el fondo, era una verdadera ingratitud contra la suerte el andar mohíno; porque, como el lector recordará, yo tuve la feliz precaución de atestarme los bolsillos de mi chaqueta de caza con los apetecidos diamantes, en el momento mismo de abandonar nuestra prisión. Algunos se me escurrieron mientras rodé por la escarpada del gran pozo y desgraciadamente de los mayores, que fue los que puse encima de todos; pero, relativamente hablando, salvé una enorme cantidad, en la cual se encontraban dieciocho hermosos solitarios, que contaban de treinta a cien quilates.

Así, pues, mi vieja prenda aún valía un caudal, que si no alcanzaba a convertirnos en millonarios, por lo menos sí, en hombres ricos: pudiendo además conservar las piedras necesarias para engalanarnos con los tres mejores juegos de botones que hubiera en Europa.

A nuestra llegada a Loo, fuimos cordialmente recibidos por Ignosi, a quien encontramos muy ocupado en consolidar su reciente poder y en reorganizar los regimientos que habían salido en cuadro de la obstinada y mortífera contienda que lo elevara al trono.

Escuchó con marcadísimo interés la relación de los maravillosos sucesos que nos acontecieron, y cuando llegamos al episodio del espantoso fin de Gagaula, se quedó muy pensativo.

—Ven aquí —dijo en alta voz, dirigiéndose a un anciano induna (consejero), que con otros se sentaba en torno del Rey, pero fuera del alcance de nuestras palabras. El viejo dejó su puesto, se acercó y después de saludar respetuosamente, tomó asiento.

—Tú tienes muchos años —díjole Ignosi.

—Sí, mi Rey y señor.

—Dime: ¿cuándo eras muchacho, conociste a Gagaula, la doctora de las brujas?

—Sí, mi Rey y señor.

—¿Y cómo era ella entonces, joven como tú?

—¡No, mi Rey y señor! Entonces, como ahora, era vieja, arrugada, seca, muy fea y perversa.

—Ya no lo es, ha muerto.

—¡Oh, Rey! entonces la tierra se ha librado de una calamidad.

—¡Vete!

—¡Kum! Voyme, negro cachorro, el que despedazó la garganta al viejo perro, ¡kum!

—¿Lo habéis oído, hermanos míos? Esa mujer era una criatura extraña, y me regocijo de que haya muerto. Ella os hubiera dejado perecer en la negra prisión y quizá hubiese encontrado medio de asesinarme como lo halló para hacer matar a mi padre y colocar sobre su trono a Twala, al amado de su corazón. Ahora, continuad vuestra historia; ¡seguramente no hay otra que la iguale!

Terminada la narración de nuestro arriesgado escape, aproveché la oportunidad, según teníamos acordado, para hablarle de nuestra partida de la tierra de Kukuana.

—Y ya es hora, Ignosi, de que te demos nuestro ¡adiós! y caminemos en busca de nuestra propia patria. ¡He aquí que tú viniste, acompañándonos como sirviente y te dejamos Rey poderoso! Si nos estás agradecido, nunca olvides lo que nos prometiste: gobernar con justicia, respetar las leyes y no condenar a muerte sin causa que lo exija. Así prosperaras, y serás amado y bendecido por tu pueblo. ¿Mañana al romper el día nos darás, Ignosi, una escolta que nos acompañe y conduzca al otro lado de la montaña? ¿No lo harás así? ¡Oh, Rey!

Ignosi se cubrió el rostro con ambas manos y permaneció silencioso por un rato, antes de contestarnos.

—Me duele el corazón —dijo al fin— tus palabras lo han atravesado como si fueran afilado cuchillo. ¿Incubu, Macumazahn y Bougwan, qué mal os he hecho para que queráis apartaros de mí, dejándome desolado? ¿Vosotros que estuvisteis junto a mí en la rebelión y en el combate, me abandonáis en el día de paz y de victoria? ¿Qué queréis, esposas? ¡Elegidlas entre las más bellas de mi pueblo entero! ¿Un lugar donde vivir? Vuestra es cuanta tierra abarcáis con la mirada. ¿Casas como la de los hombres blancos? Enseñad a mi pueblo cómo se construyen y él os las construirá. ¿Ganado que os dé carne y leche? Cada hombre casado os traerá un buey o una vaca. ¿Fieras que cazar? ¿Acaso el elefante no vaga por mis bosques y el caballo de los ríos (el hipopótamo) no duerme en los juncares? ¿Queréis combatir? Mis impis (regimientos) esperan vuestro mandato. Si todavía hay algo que os pueda dar, decídmelo y lo tendréis.

—No, Ignosi —le contesté— no ambicionamos nada de esto; queremos regresar a nuestros hogares.

—Ahora comprendo —replicó amargamente y con los ojos chispeantes— os llevan esas piedras relucientes que amáis más que a mí, vuestro amigo! Ya las tenéis, ahora queréis iros a Natal, cruzar las inquietas aguas y venderlas para enriqueceros ¡único anhelo del corazón blanco! ¡Malditas sean esas piedras y maldito el que las busque! Muera el que por ellas atraído, ponga sus pies en la Morada de la Muerte! Nada tengo ya que deciros, hombres blancos, podéis partir.

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