Las minas del rey Salomón (28 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventuras

BOOK: Las minas del rey Salomón
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—¡Vamos, adelante, mi viejo amigo! —exclamó Good, o perderemos de vista a nuestra hermosa guía.

A tales palabras dejando de vacilar, penetró en la galería, y a los veinte pasos desemboqué en una sombría cripta de cuarenta pies de largo por treinta de ancho y treinta de alto, indudablemente abierta en el macizo de la montaña por la mano del hombre, sabe Dios en qué remota edad. Esta cueva no estaba tan bien iluminada como la anterior y, a la primera mirada, sólo pude distinguir una gran mesa sólida de piedra, que la atravesaba de un extremo a otro, con una colosal figura blanca a la cabecera y otras de igual color y tamaño natural a su rededor. Enseguida percibí un cuerpo obscuro sentado en el centro de ella y, apenas mis ojos se acostumbraron a lo turbio del lugar, vi lo que eran todas aquellas cosas, y retrocedí con cuanta velocidad me permitían mis piernas. No soy nervioso, y mucho menos dado a supersticiones, que mis años me han enseñado a despreciar; pero aquel cuadro, lo confieso sin rubor, dio al traste con mi filosofía, y, a no ser porque sir Enrique me agarró por el cuello y me contuvo, creo honradamente que en mi arranque de estampida en cinco minutos me hubiera encontrado fuera de la cueva de las estalactitas, y nada, ni la oferta de cuanto diamante tiene Kimberley, me hubiese inducido a entrar otra vez. Mas su mano de hierro me sujetaba y hube de estarme allí por fuerza, no por querer. Sin embargo, no tardó en ver a su turno; entonces soltome y comenzó a enjugarse la sudosa frente. En cuanto a Good renegaba entre dientes, mientras Foulata, abrazándosele muy apretada, al cuello, gritaba despavorida.

Únicamente Gagaula reía con ruidosa y prolongada carcajada.

El espectáculo que teníamos a la vista no podía ser más espantoso. Al final de la larga mesa de piedra, con larga y blanca lanza en los desnudos huesos de su diestra, estaba la misma
Muerte
, representada por un esqueleto humano de quince pies o más de altura. Por encima de su cabeza y en ademán de herir alzaba el arma; su huesuda mano izquierda se apoyaba sobre la mesa, en la posición que toma un hombre al levantarse de su asiento, y su cuerpo se inclinaba sobre ella de manera que adelantaba hacia nosotros las angulosas vértebras y el descarnado rostro, al parecer, mirándonos con las vacías concavidades de sus ojos, mientras sus mandíbulas se separaban un poco como si fuera a hablarnos.

—¡Por el Cielo! —pude al fin exclamar—. ¿Qué es eso? ¿Y qué son
éstas cosas
? —dije a Gagaula, señalando las figuras blancas que rodeaban la mesa.

—¿Y qué es aquello? —preguntó también sir Enrique, indicando el obscuro cuerpo colocado en el centro de la mesa.

—¡Hi! ¡hi! ¡hi! ¡Ay del que entra en la Morada de la Muerte! ¡Hi!¡hi! ¡hi! ¡ah! ¡ah! —exclamó Gagaula entre sus carcajadas.

»Ven, Incubu, el bravo en la batalla, ven y mira al que mataste, —y la vieja lo cogió de la ropa y, tirando de ella, lo llevó al centro de la mesa adonde nosotros lo seguimos. Al llegar a su borde se detuvo y tendió su flaco brazo en dirección de la obscura figura allí sentada. Sir Enrique la miró y dio un paso atrás lanzando una exclamación; y, ¿cómo no? si aquello no era otra cosa que el gigantesco cadáver de Twala, del último rey de los kukuanos, casi desnudo y con la cabeza, que sir Enrique de un solo tajo derribara, colocada sobre sus rodillas. Sí, allí con la cabeza sobre las rodillas, y las vértebras una pulgada fuera de las contraídas carnes de su cuello, aparecía en toda su repugnante fealdad. Sobre su piel se extendía una película transparente y lustrosa, que le daba una apariencia aun más repulsiva; en los primeros momentos no supimos explicárnosla; pero habiendo observado que desde el techo caía al cuello del cuerpo una rápida gotera, cuya agua después de bañarlo enteramente se escapaba por un pequeño agujero abierto en la mesa, comprendimos lo que era.
El cuerpo de Twala se estaba transformando en una estalactita
. Una mirada a las blancas formas que rodeaban la mesa, comprobó esta aserción. Todas eran o mejor dicho habían sido cuerpos humanos; pero ahora eran
estalactitas
. Tal procedimiento, desde tiempo inmemorial, empleaban los kukuanos para conservar los cadáveres de sus reyes. Los petrificaban. No puedo decir si el método, suponiendo que lo tuvieran, consistía en algo más de exponerlos años y años bajo la gotera; pero lo cierto es que allí estaban duros como roca y cubiertos por un barniz de sílice. Nada más espantoso que aquella reunión de restos de reyes, envueltos en una capa blanca cual nieve, a través de la cual se distinguían confusamente sus facciones, sentados alrededor de la sombría mesa y presididos por la Muerte en persona. Su número ascendía a veintisiete y, suponiendo no faltara ninguno, lo que no era probable, porque varios habrían muerto en las guerras, muy lejos de aquel lugar, y dando por término medio quince años de reinado a cada uno, resultaba que como mínimo de tiempo, hacía cuatro siglos se seguía aquella práctica en el país. Pero la Muerte colosal que ocupaba el puesto de honor era mucho más vieja que eso, y no creo equivocarme al considerarla obra de la misma mano que contorneó los «Silencioso». Estaba perfectamente conservada, y como obra de arte era admirable, tanto en la concepción como en la ejecución. Good, perito en la materia, afirmó que no encontraba el menor error anatómico en el esqueleto, ni aún en los huesos de menor tamaño.

Pienso que este terrorífico objeto fue obra de la caprichosa fantasía de algún antiguo escultor y que su hallazgo sugirió a los kukuanos la idea de colocar a sus regios muertos bajo su temerosa presidencia. O quizá se colocó allí para asustar a los aventureros que intentaran llegar al tesoro escondido a sus espaldas. No lo sé. Todo cuanto está a mi alcance, es describirla como es, y el lector formará su propia conclusión.

¡Tal, en fin, era la Blanca Muerte y tales los muertos blancos!

Capítulo XVII

El tesoro de Salomón

Mientras nosotros, dominando la terrible impresión que aquel lugar nos produjo, examinábamos las maravillas que lo ocupaban, Gagaula se empleaba en distinta operación. De una u otra manera, que no le faltaba agilidad cuando quería, se había encaramado sobre la mesa y se acercó al cadáver de su amigo Twala sin duda para ver, según sugirió Good, cómo se iba «curtiendo» o con algún otro horrible designio. Después, apoyada en su bastón, retrocedió, deteniéndose aquí y allá para dirigir expresiones que no pude comprender, a cada uno de los petrificados cuerpos, exactamente con el tono que uno emplea al saludar a sus viejos amigos. Habiendo terminado esta misteriosa y horrible ceremonia, se puso en cuclillas bajo la Blanca Muerte y comenzó, por lo que nos fue dable juzgar, a ofrecerle sus oraciones. La vista de esta malvada criatura, dirigiendo sus súplicas, inicuas sin duda, al más implacable enemigo del género humano, era tan desagradable que nos obligó a precipitar y terminar nuestra inspección.

—Ahora, Gagaula —le dije en voz baja, en aquel sitio uno no se atrevía a hablar alto— condúcenos a la cámara de las piedras.

La vieja avanzó apresuradamente a gatas por el borde de la mesa y se deslizó al suelo.

—¿Mis señores no tienen miedo? —preguntó mirándome de soslayo.

—Camina.

—Bueno, mis señores —y sin proferir otra palabra marchó hacia la espalda de la Muerte. Aquí está la cámara, sírvanse mis señores de encender la lámpara y entrar, y colocando la calabaza llena de aceite en el suelo se recostó contra la pared de la cueva. Saqué un fósforo de los pocos que aún nos quedaban en una caja, encendí la ruda torcida, y entonces, busqué con la vista la entrada; pero ningún paso se abría ante nosotros, la pared aparecía completamente unida. Gagaula hizo una mueca.

—¡La entrada está ahí, mis señores!

—No chancees con nosotros —le dije desesperadamente.

—No me chanceo, mis señores. ¡ Mirad! —y nos indicó la roca.

Al hacerlo levantamos la lámpara y percibimos que una parte de la roca de la pared se separaba lentamente del suelo, desapareciendo por la parte superior en el macizo que gravitaba sobre ella, en donde indudablemente existía una cavidad para recibirla. Tenía la anchura de una buena puerta, diez pies de altura y cinco de espesor. Por lo menos pesaba de veinte a treinta toneladas, y su moción claro era que se verificaba por la aplicación de un simple principio de la balanza, probablemente el mismo que se emplea para abrir y cerrar algunas de nuestras ventanas modernas.

¿Cómo se ponía el mecanismo en movimiento? ninguno de nosotros lo pudo averiguar; Gagaula tuvo especial cuidado en evitar que lo descubriéramos; pero tengo por seguro que había allí una sencilla palanca, que movía apretando en algún punto secreto y, aumentando el peso del oculto contrapeso, determinaba la caída de éste, y por consiguiente la suspensión de aquella enorme masa. Lenta y suavemente continuó ascendiendo aquel trozo de roca, hasta que al fin desapareció por completo, dejando un obscuro hueco en el lugar que había ocupado.

Nuestra excitación, al encontrarnos con el paso franco a la cámara del tesoro de Salomón, fue tan intensa, que por mi parte comencé a temblar. ¿Sería, después de todo, la historia de los diamantes una pura fábula, o el antiguo da Silvestre decía la verdad? y ¿estaban aún amontonadas en ese obscuro sitio aquellas incalculables riquezas, riquezas que nos convertirían en los hombres más acaudalados de la tierra? En uno o dos minutos lo íbamos a saber.

—Seguidme, hombres blancos de las estrellas —dijo Gagaula, internándose en el pasadizo y deteniéndose cerca de la entrada— pero oíd antes a vuestra criada, a Gagaula la vieja. Las piedras relucientes, que vais a ver, fueron extraídas del pozo a cuyo borde velan los «Silenciosos», y guardadas aquí, en otros tiempos y por otros hombres que jamás he podido conocer. Desde que aquellos, después de atesorarlas, las abandonaron en su precipitada fuga, una vez y no más, el pie humano ha hollado este lugar. La noticia del tesoro se esparció en el pueblo, y la tradición la ha traído hasta nuestros días; mas nadie supo dónde se encontraba, ni el secreto de la puerta que lo guarda. Sin embargo, un hombre blanco, cruzando las nevadas montañas, vino al país, ¡tal vez también «de las estrellas»! y el Rey, a la sazón nuestro señor, el que se sienta allí (señalando al quinto en la mesa de los muertos), lo recibió con hospitalidad. A poco el hombre acompañado por una mujer de nuestra raza vino a este sitio, y la mujer, por casualidad, descubrió el secreto de la puerta, secreto que vosotros no podréis encontrar aunque lo busquéis mil años: conocido el camino, ambos lo recorrieron, hallaron las piedras, y el primero llenó con ellas un saco de cuero de cabrito en el que la segunda llevaba sus provisiones. Cuando se disponía a salir de la cámara, cogió una piedra más, una muy hermosa y la retuvo en su mano.

Al llegar a este punto de su relación, Gagaula hizo una pausa, y yo arrastrado por el interés que me dominaba, lo pregunté:

—Y bien, ¿qué aconteció entonces a da Silvestre?

La repugnante vejancona se inmutó al oírme pronunciar este apellido.

—¿Cómo sabes tú el nombre del que murió? preguntome vivamente, y, sin esperar contestación, prosiguió:

—Nadie puede decir lo que le pasó; el resultado fue que el hombre blanco, atemorizado, dejó caer el saco en el suelo y huyó precipitadamente, con la que tenía en su mano; el Rey después se la quitó y esa piedra es la misma que tú, Macumazahn, arrancaste de la frente de Twala.

—¿Ha entrado alguien más aquí? —pregunté asomándome al obscuro pasillo.

—No, mis señores, el secreto de la puerta ha pasado, con la mayor reserva, de rey a rey, quienes la han abierto, sin cruzar jamás sus umbrales; porque una profecía dice, que los que penetren en este lugar morirán en el plazo de una luna; como murió el hombre blanco, allá en la cueva, entre la nieve de la montaña, donde vosotros, Macumazahn, lo habéis encontrado. ¡Ah! ¡ah! mis palabras no son engañosas.

Al proferir la última exclamación, mis ojos tropezaron con los suyos y su mirada me causó escalofríos e indefinible malestar. ¿Cómo la maldita vieja había sabido lo que decía?

—Pasad, mis señores. El saco lleno de piedras, que veréis en el suelo, os dirá si miento; y si también es cierto, que el que traspasa este dintel, camina a su muerte, más tarde lo sabréis, —y con tres «¡ah! ¡ah! ¡ah!» de mal agüero, apoyada en su bastón y llevando la luz, desapareció en el sombrío pasillo; pero confieso ingenuamente que por una vez más vacilé en seguirla.

—¡Con mil legiones de diablos, adelante! —exclamó Good— no crea esa bruja del infierno que logra asustarme, y seguido de Foulata, que el terror hacía temblar, entró a su vez tras Gagaula, ejemplo que seguimos sin tardanza.

A pocas varas de la entrada, Gagaula se había detenido, y al alcanzarla nos dijo levantando su lámpara:

—Según podéis ver, mis señores, los que pusieron sus tesoros aquí trataron de preservarlos contra cualquiera que descubriese el secreto de la puerta; pero parece que en su precipitada fuga les faltó tiempo para terminar la obra; —y al decir esto nos indicó unos sillares que cerraban el camino, formando un muro de dos a tres pies de altura. A los lados se encontraban otros idénticos, convenientemente dispuestos para la continuación del trabajo y, lo más curioso de todo, una buena cantidad de mortero y dos llanas, que en cuanto permitió lo corto de nuestro examen, nos parecieron de igual forma y hechura a las usadas por los albañiles de la actualidad.

En este sitio la amedrentada Foulata, cuyo temor en nada había disminuido, nos dijo que sus temblorosas piernas se negaban a sostenerla y por lo tanto esperaría en él nuestro regreso. En efecto, la sentamos sobre el no concluido muro, a fin de que se recobrara, y, dejando la cesta con las provisiones a su lado, unos quince pasos más nos llevaron junto a una puerta de madera, esmeradamente pintada. Estaba abierta de par en par. El último que estuvo en aquel lugar, fuera quien fuese, o no tuvo tiempo para cerrarla o se olvidó de hacerlo.

Pasado el umbral veíase por tierra a un saco de cuero, hecho con la piel de un cabrito, y, al parecer, lleno de piedras.

—¡Hi! ¡hi! hombres blancos —profirió Gagaula al iluminarlo los rayos de su lámpara. ¿No os dije que el hombre blanco que estuvo aquí, huyó apresuradamente, tirando al suelo el saco de la mujer? Pues bien ¡vedlo ahí!

Good se inclinó al suelo y lo levantó. Era pesado, y al moverlo su contenido retiñó por largo tiempo.

—¡Cuerpo de Dios! creo que está repleto de diamantes —murmuré balbuciente y, en efecto, la idea de un pellejo de cabrito lleno de diamantes es suficiente para quitar el habla a cualquiera.

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