Las minas del rey Salomón (27 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventuras

BOOK: Las minas del rey Salomón
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No quiero relatar nuestras impresiones durante la ascensión, emprendida aquella misma mañana: la imaginación de mis lectores las concebirá mejor que yo puedo describirlas. Al cabo nos aproximábamos a las maravillosas minas, causa de la muerte del antiguo fidalgo portugués, de la de mi pobre amigo su infortunado descendiente, y también, según temíamos, de la de Jorge Curtis, el hermano de sir Enrique. ¿Estábamos predestinados, después de tantos obstáculos vencidos, a no tener suerte mejor? La desgracia cayó sobre ellos, como decía la endemoniada vieja Gagaula, y ¿caería sobre nosotros también? En el fondo, la verdad es que, a medida que recorríamos aquel último trozo del magnífico camino, un temor supersticioso avasallaba mi ánimo, y, a mi parecer, inquietaba no menos a sir Enrique y a Good.

Durante hora y media o más, impedidos por nuestra excitación, caminamos tan deprisa que los conductores de la litera de Gagaula no podían seguirnos el paso, y ésta hubo de gritarnos que la esperáramos.

—Más despacio, más despacio, hombres blancos —dijo sacando por entre las cortinas su horrible y repugnante cabeza y clavando sus vivaces ojos en nosotros— ¿por qué corréis al encuentro de vuestro mal, vosotros, los buscadores de tesoros? —y lanzó una siniestra carcajada, que me produjo un escalofrío y amortiguó nuestro entusiasmo.

No obstante, seguimos avanzando hasta que llegamos al borde de una vasta excavación circular de inclinadas paredes, con trescientos pies de profundidad y media milla de contorno, situada precisamente entre nosotros y el pico central.

—¿Saben ustedes lo que es esto? —pregunté a sir Enrique y a Good, quienes miraban con asombro la profunda sima, abierta a sus pies.

Ambos hicieron un movimiento negativo con sus cabezas.

—Vamos, se conoce que ustedes no han visto las minas de diamantes en Kimberley. No cabe duda, ésta es la mina de diamantes de Salomón, y si no, mirad allí —dije señalando a la endurecida arcilla azul que aún se percibía entre las hierbas y plantas que cubrían las paredes del pozo— la formación del terreno aquí es la misma del indicado lugar. Apuesto cualquier cosa a que si bajamos al fondo del pozo, encontraremos «cañutos» de un conglomerado jabonoso. Ved también allí, indicando las desgastadas superficies, de varias rocas cortadas en forma de losas y colocadas en un sitio de suave pendiente y bajo el nivel de un canal de agua, abierta en la roca, si esos artesones no se han empleado como lavaderos, yo soy holandés.

En la orilla de la excavación, que era el pozo indicado en el mapa del antiguo fidalgo, el gran camino se bifurcaba, circunvalándolo completamente. En muchas partes los ramales de circunvalación estaban construidos con enormes sillares, aparentemente con el objeto de contener los bordes e impedir su derrumbamiento. Animados por la curiosidad, despierta en nosotros por tres grandes bultos que al otro lado del pozo se levantaban, recorrimos velozmente uno de estos ramales. Al aproximarnos a ellos descubrimos eran tres estatuas colosales de piedra, no cabía duda, eran los tres «Silenciosos» tan temidos como venerados en el pueblo kukuano; pero no pudimos hasta llegar junto a ellas, observar la majestad de estos «Silenciosos».

Sobre enormes pedestales de piedra obscura, inscritos con caracteres desconocidos, a veinte pasos de intervalo una de otra y mirando hacia el camino que, por unas sesenta millas cruzaba la llanura hasta Loo, estaban sentadas tres gigantescas figuras, una de mujer y dos de hombre, que medían unos veinte pies desde la corona de la cabeza al pedestal.

La de mujer, que estaba al desnudo, era de severa belleza; pero desgraciadamente tenía muy deterioradas las facciones por los siglos y siglos que hacía estaba, expuesta a los rigores de la intemperie. A uno y otro lado de su cabeza asomaba una punta o cuerno semejantes a los de la luna nueva. Las figuras de los hombres, por lo contrario, estaban cubiertas y ofrecían aterrador aspecto, especialmente la de la derecha, cuyo rostro semejaba al de un demonio. La de la izquierda tenía un semblante sereno; pero la expresión de su calma causaba espanto. Era la calma de la absoluta insensibilidad, de la insensibilidad que, según sir Enrique indicó, los antiguos atribuían a los seres poderosos, para el bien, quienes podían presenciar los dolores de la humanidad, si no con alegría, por lo menos sin sufrimiento. Las tres, figuras, allí, en aquella soledad, en aquel silencio, vueltas hacia la llanura de Loo, hacían una imponente trinidad. Al contemplar estos «Silenciosos» los kukuanos las llaman, intenso, volvió a despertarse en nosotros el deseo de descubrir ¿qué manos las habían tallado? y ¿quiénes habían excavado el profundo y anchuroso pozo y construido la suntuosa vía? Mientras mi asombrado espíritu vagaba entre las densas tinieblas del misterio de aquellas maravillas, repentinamente y como rayo de luz que las disipara, ocurrióme una idea, fruto de mi afición al Viejo Testamento; recordé que Salomón prevaricó y dio culto a dioses extraños, entre los cuales se contaban: Astoret, diosa de los Sidoneses; Chemos, dios de los Moabitas y Milcom, dios de los hijos de Ammón, y pensé, participándolo a mis compañeros, que las tres figuras bien podían ser representación de estas falsas divinidades.

—¡Ta, ta! —exclamó sir Enrique, que estaba muy versado con estas materias— bien puede ser que no ande usted del todo desorientado; la Astoret de los hebreos no fue sino la Astarte de los fenicios, de esos grandes traficantes del siglo de Salomón. Y Astarte, la que tiempos después recibió el nombre de Afrodita entre los griegos, se representaba con cuernos semejantes a los de la luna nueva, e iguales a los que vemos en esta estatua. Tal vez los tres colosos han sido diseñados por algún fenicio, encargado de la administración de las minas. ¿Quién puede saberlo?

Antes que hubiéramos terminado de examinar estas interesantes reliquias de remota edad, Infadús vino hacia nosotros, y después de saludar a los «Silenciosos» con su lanza, nos preguntó si queríamos entrar inmediatamente en la «Morada de la Muerte» o preferíamos aguardar hasta que hubiésemos tomado nuestra merienda del mediodía; añadiendo que si decidíamos continuar sin detenernos, Gagaula estaba pronta a guiarnos. Siendo apenas las once, y, por otro lado, excesiva la curiosidad que nos dominaba, le anunciamos nuestra intención de proseguir la expedición sin demora alguna, advirtiéndole que, por si acaso nos deteníamos mucho en la cueva, llevaríamos algunas provisiones. En conformidad con nuestros deseos trajeron la litera de Gagaula al sitio en donde nos hallábamos, y la vieja, sin esperar ayuda de nadie, saltó de ella; entretanto, Foulata, obedeciendo mi indicación, colocaba en una cesta alguna carne seca y dos calabazas con agua. A cosa de cincuenta pasos, a la espalda de las estatuas y enfrente de nosotros, se levantaba un muro de roca, de unos ochenta pies de elevación, que inclinándose gradualmente iba a morir en la base del erguido y nevado pico, cuya cima se remontaba a tres mil pies sobre nuestras cabezas. Enseguida que Gagaula se hubo apeado de su litera, nos dirigió una diabólica mueca y, apoyada en un palo, se encaminó hacia el muro. Nosotros la seguimos, llegando en breve a una puerta abovedada, que parecía la entrada de una galería en una mina.

Allí nos esperaba Gagaula, siempre con aquella mueca infernal en su horrenda cara.

—¿Estáis ya, hombres blancos de las estrellas, grandes guerreros, Incubu, Bougwan y Macumazahn el sabio, dispuestos para seguirme? Vedme aquí pronta a cumplir los mandatos de mi señor el rey, y mostraros el depósito de las piedras brillantes.

—Estamos dispuestos —le contesté.

—¡Bueno! ¡bueno! Fortaleceos el corazón para que soportéis lo que vais a ver. ¿No vienes también tú, Infadús, tú que hiciste traición a tu amo?

Infadús le contestó, frunciendo el entrecejo:

—No, no voy, no soy yo el que entre ahí. Pero ten la lengua y mira, Gagaula, lo que haces con mis señores. Tu propia persona me responderá de ellos, y si tratas de causarles o las causas el menor daño, aunque seas cincuenta veces bruja, te mataré. ¿Oyes tú?

—Te oigo, Infadús, yo bien te conozco y sé que siempre fuiste aficionado a echar bravatas; aún eras un chiquillo cuando amenazaste a tu propia madre, lo recuerdo, fue cosa de ayer. Pero no temas, no temas estoy aquí para cumplir el mandato del Rey. Me he sometido a la voluntad de muchos reyes, Infadús, hasta que al fin ellos fueron los esclavos de la mía. ¡Ah! ¡ah! ¡Voy a verles las caras una vez más y veré también la de Twala! Adelante, adelante, aquí tenemos luz, y sacó una gran calabaza, llena de aceite y con una torcida de filamentos, que llevaba oculta bajo su abrigo de piel.

—Foulata, ¿vienes con nosotros? —preguntó Good en su infame kukuano de cocina, en el que hacía notables progresos bajo la dirección de la joven.

—Tengo miedo, mi señor —contestó tímidamente.

—Entonces dame la cesta y espéranos.

—No, mi señor, que a cualquier parte que vayas, te seguiré.

—¡Diablo con el seguiré! —pensé para mí, eso será algo más difícil el día, si al fin llega, en que salgamos de esto.

Sin otros preliminares Gagaula avanzó por la obscura galería, bastante ancha para que pudiéramos marchar dos de frente, y, guiados por sus voces, seguimos tras ella no del todo tranquilos y mucho menos al oír un repentino y ruidoso aleteo.

—¡Eh! ¿qué es esto? —exclamó Good— alguien me ha pegado en la cara.

—Los murciélagos —le contesté— ¡vamos! adelante.

Cuando hubimos hecho, según pudimos juzgar, unos cincuenta pasos, notamos que el pasaje se aclaraba débilmente, y, a poco, nos encontramos en un paraje tan maravilloso como jamás ojos humanos pudieron contemplar. Imagínese el lector la nave de grandiosa catedral, sin ventanas ni claraboyas en sus costados, pero misteriosamente iluminada por arriba (tal vez por ocultos tragaluces que, abiertos en la inmensa bóveda, suspendida a cien pies sobre nuestras cabezas, la ponían en comunicación con el aire exterior) y tendrá una idea del enorme tamaño de la cueva en donde nos encontrábamos: con la diferencia de que esta obra de la Naturaleza era más elevada y más grande que los templos fabricados por el hombre. Y lo estupendo de sus proporciones era la menor de sus maravillas, porque colgando desde el techo llegaban hasta el suelo, como gigantescos pilares de hielo, varias hileras de asombrosas estalactitas. Difícil me es describir la imponente belleza de aquellas columnas de blanco espato, que a veces medían nada menos que veinte pies en el diámetro de sus bases y subían majestuosas, al par que elegantes y delicadas, hacia la distante bóveda. Otras aún estaban en formación. En estos casos, veíanse descansando en la roca del piso, hermosas estalactitas semejantes, según dijo sir Enrique, a las rotas columnas de un templo griego; mientras que pendientes del techo, colgaban sobre ella enormes y puntiagudos cerriones, escasamente iluminados por tenue claridad. Y en tanto admirábamos las elevadas moles, el ruido de la gota de agua desprendida de su extremo, al caer en el truncado pilar, nos contaba el proceso de su formación. En algunos sitios estas gotas sólo caían una vez cada dos o tres minutos, lo que daba datos para un curioso cálculo o sea determinar, dada la velocidad de la gotera, cuánto tiempo se necesitaba para la formación de una columna de ochenta pies de alto por diez de diámetro. La lentitud incalculable del proceso puede concebirse por el siguiente hecho. Descubríamos en uno de los pilares una figura, grosera representación de una momia, cerca de cuya cabeza se veía otra al parecer efigie de uno de los dioses egipcios, sin duda, obra de uno de los antiguos mineros. Estos dibujos estaban hechos a la altura en que un desocupado, bien sea trabajador fenicio o inglés, tienen la costumbre de buscar la inmortalidad a expensas de las obras maestras de la Naturaleza, esto es, a cinco pies del suelo; sin embargo, la columna a la sazón, por lo menos tres mil años después que se hiciera aquel dibujo, lo tenía sino ocho pies de alto y aún continuaba formándose, como nos lo probaba la gota de agua que oíamos caer; por consiguiente resultaba para la marcha de su crecimiento un pie por mil años, o una pulgada y dos líneas por siglo.

Algunas estalactitas afectaban caprichosas formas, debidas a la desviación de la gota de agua que las construía; unas semejaban enormes púlpitos rodeados de barandillas con primorosos calados, otras tenían el aspecto de extraños animales, y por último, las paredes de la cueva estaban decoradas con unos ramajes entrelazados y blancos como el marfil. En ambos lados de la nave principal abríanse cuevas más pequeñas, semejantes a las capillas de una catedral. Entre ellas habían una o dos de diminuto tamaño, que, evidenciando la invariabilidad de las leyes que gobiernan a la Naturaleza, aparecían como verdaderas reducciones de la grandiosa nave.

No tuvimos tiempo bastante para examinar a nuestro deseo aquella maravillosa creación de la Naturaleza, porque Gagaula, indiferente a la belleza de las estalactitas y estalagmitas, al parecer deseaba concluir cuanto antes el asunto que tenía a su cargo. Su diligencia me contrarió bastante, deseoso como estaba de averiguar de qué manera se iluminaba aquel sitio, y si esto era debido a la mano del hombre o no; como también, ver si había sido utilizado, lo que casi no admitía duda, en los pasados tiempos. Consolándonos con la idea de que a nuestro regreso podríamos examinarla con toda detención, seguimos a nuestra desatenta guía.

Encaminose directamente hacia el fondo de la vasta y silenciosa cueva, en donde nos encontramos con la entrada de otro pasillo, no ya abovedado como el anterior y sí de techo plano y a escuadra, al estilo de los pórticos de los templos egipcios.

—¿Estáis preparados para entrar en la «Morada de la Muerte»? —nos preguntó Gagaula con la marcada intención de mortificarnos.

—No te detengas, Maeduff
[5]
—contestó Good solemnemente, queriendo aparentar estaba ajeno al más leve temor, lo que en realidad fingíamos todos nosotros, excepto Foulata, quien se agarraba al brazo de nuestro amigo en busca de protección.

—Esto se va haciendo muy lóbrego —dijo sir Enrique, asomándose al obscuro pasadizo. Quatermain, a la cabeza, «los más viejos caballeros, los primeros». No hagamos aguardar a la anciana
Señora
, y, echándose políticamente a un lado, me abrió campo, para que pasara al primer puesto de honor que absolutamente nada le agradecí.

Mientras tanto escuchábase el golpeo del bastón de Gagaula, que ya avanzaba por aquel pasillo con risotadas de poseída, y yo no me decidía a seguirla, dominado por inexplicable, pero aterrador presentimiento.

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