Las minas del rey Salomón (24 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventuras

BOOK: Las minas del rey Salomón
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Sólo el corazón de Ignosi, a juzgar por su sereno continente, parecía latir tranquilo bajo su zamarra de piel de leopardo, no obstante, el crujido de sus dientes no cesaba. Ya no pude contenerme más y le dije:

—¿Vamos a estar aquí hasta que echemos raíces, mientras Twala concluye allá con nuestros hermanos?

—No, Macumazahn aguarda, ahora llega el momento oportuno, ¡aprovechémoslo!

Al contestarme, un regimiento de refresco rebasando la posición de los Grises, cambió de frente y los atacó por el lado que miraba a nosotros, presentándonos la retaguardia.

Acto seguido con el hacha en alto, dio la voz de carga y los Búfalos, arrojando su grito de guerra, avanzaron con el empuje de un torrente desbordado.

Lo que después ocurrió no me es posible decirlo. Sólo recuerdo una impetuosa pero ordenada acometida, que hacía retumbar el suelo; luego un repentino cambio de frente por el regimiento objeto de nuestro ataque; y entonces un espantoso choque, un ruidoso tumulto de gritos y golpeo de armas, y el constante relampaguear de las lanzas, todo visto a través de una roja llovizna de sangre.

Cuando tuve conciencia de mis actos me encontré en el centro del puñado de Grises aún en pie, cerca de la cumbre de su posición, y justamente a la espalda de nadie menos que sir Enrique en persona. ¿Cómo llegué hasta allí? fue misterio que no sabía explicarme; pero sir Enrique me dijo después, que en la furia de la primera carga de los Búfalos había avanzado hasta las filas de los Grises, en donde permanecí, cuando a su vez los primeros fueron forzados a retroceder; y que él, al verme, saltando fuera del círculo me cogió y me arrastró a su interior.

En tanto la lucha, cada vez más obstinada, cada vez más encarnizada, continuaba en nuestro derredor. Las cargas de nuestros enemigos sobre el círculo que nos rodeaba y se estrechaba por momentos, se sucedían sin interrupción; más siempre eran rechazadas y como dice el poeta:

Aún los guerreros con tenaz porfía

Del bosque oscuro defendían la entrada;

Relevando al herido camarada

En el mismo momento en que caía.

Era sublime espectáculo ver avanzar a los bravos batallones una y otra vez por encima de los apiñados cadáveres de sus compañeros, para encontrarse con las puntas de nuestras lanzas y caer sobre ellos, levantando más y más la trinchera de carne que nos protegía.

Espléndido era ver a aquel esforzado y viejo guerrero, a Infadús, tranquilo como en una parada, ora dando órdenes, mofándose del adversario y aún, con oportunos chistes, conservando alto el espíritu de los pocos soldados que le restaban; ora, saliendo al frente en el instante en que un cuerpo enemigo cargaba contra ellos, para tomar, allí donde mayor peligro había, su parte en repeler la acometida. Y todavía más espléndido, contemplar a sir Enrique, cuyo plumero le arrancara una lanzada, suelta la rubia cabellera que el viento tendía y arremolinaba a sus espaldas. Allí, con las manos, el hacha y la cota tintos en humeante sangre, estaba el enorme dinamarqués, pues no era sino eso, abatiendo a cuantos alcanzaba su terrible golpe. Sin dar tregua al brazo, tan pronto como un guerrero le retaba a singular combate, ligero cual rayo y arrollándolo todo bajaba a la llanura, se abalanzaba sobre él y gritando: «¡O-joy! ¡O-joy!» al estilo de sus ascendientes, los bersekires, de un vigoroso hachazo hacía saltar su escudo en fragmentos y les dividía el cráneo, hasta que al fin no hubo uno que osara por su propia voluntad, ponerse delante del invencible «tagati» (brujo) blanco, que mataba sin errar jamás.

Pero de pronto, se oyó el grito de «¡Twala y Twala!» en la enemiga muchedumbre y de ella salió el gigantesco tuerto, el mismo Rey, armado también con hacha y escudo, y cubierto por una cota de malla.

—¿En dónde estás tú, Incubu, tú, blanco, asesino de Scragga, mi hijo? ¡ven a ver si me puedes matar! —exclamó, y al mismo tiempo despidió una tola a sir Enrique, quien por fortuna la vio venir y pudo recibir en su escudo, el que traspasó quedándose clavada en su plancha de hierro.

Enseguida, Twala de un salto se echó sobre él, descargándole hachazo tal sobre el escudo, que al solo empuje del golpe sir Enrique, a pesar de su tremenda fuerza, cayó de rodillas.

Pero aquí terminó la contienda, porque en el mismo instante se alzó de los regimientos que nos acosaban un grito de alarma, que de una simple mirada nos explicamos.

A derecha e izquierda la llanura desaparecía bajo las plumas de los guerreros que los embestían por los costados. Nuestras alas venían a socorrernos. Mejor oportunidad para su entrada en acción no se podía elegir. El ejército de Twala tenía, como Ignosi predijo, fija toda su atención en las encarnizadas luchas entabladas alrededor de los Grises y de los Búfalos, quienes a corta distancia batallaban contra numerosos agresores; y sólo tuvieron idea de lo que ocurría cuando nuestras alas, desplegadas en batalla los envolvían por los flancos, y sus soldados como perros de presa caían sobre ellos, sorprendiéndolos antes de que tuviesen lugar para cambiar de formación y hacerles frente.

En cinco minutos se decidió la batalla. Cogidos por los flancos, desanimados por la espantosa matanza que los Grises y los Búfalos habían hecho en sus filas, los regimientos de Twala, se desbandaron precipitadamente, huyendo a todo escape hacia Loo. En cuanto a las fuerzas que últimamente habían cercado a los Búfalos y a nosotros, se desvanecieron como por vía de encanto, dejándonos en pie sobre nuestros puestos semejantes a una roca cuando se retira la hinchada ola que quiso en vano rodar sobre ella. Pero ¡qué vista la que se presentaba a nuestros ojos! Alrededor, los muertos y moribundos tendidos unos sobre otros formando alta y gruesa muralla; y encerrados por ella noventa y cinco hombres, únicos sobrevivientes de los heroicos Grises. Más de dos mil novecientos habían caído sólo en este regimiento, en su mayor parte para no levantarse jamás.

—Soldados —dijo, tranquilamente Infadús mientras se vendaba una herida en el brazo e inspeccionaba con la mirada los hombres que le restaban de su cuerpo— soldados, habéis sabido conservar la reputación de nuestro regimiento, y los hijos de vuestros hijos, admirados de este combate, pronunciarán vuestros nombres. Entonces volviéndose a sir Enrique y estrechándole calurosamente la mano, le dijo:

—Eres, un gran hombre, Incubu, casi mi vida entera la he pasado entre guerreros, y muchos bravos y fuertes he conocido, pero jamás he visto uno semejante a ti.

Al decir esto, los Búfalos desfilaban, cerca de nuestra posición, en camino hacia Loo, y llegaba un oficial de parte de Ignosi para que Infadús, sir Enrique y yo nos le uniéramos sobre la marcha. En efecto, después de mandar a los noventa y cinco Grises restantes, se emplearan en recoger a los heridos, lo hicimos así; y al alcanzarle nos manifestó que forzaba el paso hacia dicha ciudad para completar la victoria, haciendo prisionero a Twala, si tal cosa era posible. Antes que hubiéramos ganado mucho terreno, descubrimos de improviso a Good, sentado sobre el pequeño cono de un hormiguero, a un centenar de varas de nosotros. A su lado, tendido sobre el suelo, estaba el cuerpo de un kukuano.

—Debe estar herido —dijo sir Enrique con ansiedad. Al mismo tiempo que hacía esta suposición, ocurrió una cosa inesperada. El cadáver del kukuano, o mejor dicho, lo que suponíamos su cadáver, de un salto se puso de pie, de una puñada, desmontó a nuestro amigo de su asiento, tirándolo de espaldas en tierra y comenzó a slancearlo con enconado ensañamiento. Corrimos aterrorizados hacia él, y según nos acercábamos vimos al obscuro guerrero, menudeando los golpes sobre el rendido Good, que a cada bote levantaba las piernas y brazos en alto. Al vernos llegar el kukuano, asestándole por despedida una mal intencionada y vigorosa lanzada, rompió a correr gritándonos con todos sus pulmones:

—¡Ahí tenéis a ese brujo!

Good no hacia ningún movimiento, y supusimos que nuestro pobre camarada había muerto. Dominados por indecible tristeza llegamos junto a él y con la mayor sorpresa lo encontramos muy pálido en verdad, pero con serena sonrisa en los labios y su lente clavado en su sitio.

—¡Cáspita con la cota! —murmuró al vernos inclinados sobre él—. ¡Cuán impenetrable ha tenido que ser! —y se desmayó. Al reconocerle descubrimos había recibido una seria herida de tola en una pierna, durante la persecución de los derrotados enemigos; y que, defendido por la acerada malla, su cuerpo sólo estaba magullado por los golpes de la lanza de su último agresor. Se había salvado por milagro. Nada podíamos hacerle en aquel lugar; así pues, lo colocamos en un coy y lo llevamos con nosotros.

Cuando llegamos a la puerta más próxima de Loo, un regimiento estaba vigilándola por orden de Ignosi, y lo mismo hacían las demás fuerzas en las restantes salidas de la plaza. El jefe, comandante del indicado cuerpo, saliendo al encuentro de Ignosi, le saludó como Rey y le dijo que las tropas enemigas y el mismo Twala se habían refugiado en la ciudad; pero, que aquellas estaban muy desmoralizadas y creía se rendirían a la primera intimación. Enterado de esto, Ignosi, después de consultar con nosotros, envió heraldos a todas las puertas, mandando a sus defensores que las abrieran, y prometiendo por su real palabra, completo perdón a los jefes, oficiales y soldados que depusieran las armas. No se hizo esperar la respuesta, pues a poco, en medio de los vítores de los Búfalos, cayó el puente sobre el ancho foso y se nos franqueó la entrada.

Tomando las debidas precauciones, para evitar una posible emboscada, entramos en la ciudad. A lo largo de las calles que seguimos formando a uno y otro lado, los vencidos guerreros con la cabeza inclinada y los escudos y lanzas a sus pies, saludaban a Ignosi como Rey cuando pasaba por su frente. En tanto avanzábamos directamente al kraal de Twala. Cuando llegamos al extenso patio, en donde presenciamos la gran danza, y la cacería de las brujas, lo encontramos desierto. Pero no, no completamente desierto, pues hacia el fondo y enfrente de su propia cabaña, estaba sentado Twala, acompañado por un solo ser, por Gagaula.

Triste cosa era verle allí, con el hacha y escudo en tierra, al alcance de su mano, la barba apoyada sobre el pecho, sin nadie a su lado excepto aquella decrépita mujer; y, a pesar de sus crueldades y fechorías, no pude librarme de cierta conmoción, al encontrarme ante la ruina de su derrumbada grandeza. Ni un soldado de sus numerosos ejércitos, ni un cortesano de los centenares que servil y constantemente le rodearan antes, ni aun una solitaria esposa, que viniera a partir con él las amarguras de su caída. ¡Infeliz salvaje! estaba aprendiendo la lección más ruda que la experiencia da a casi todos los que viven algo, esto es, que la humanidad vuelve la espalda a los desgraciados y que el inerme, el que desciende, rara vez encuentra un amigo, y sus más allegados, como buitre en cadáver, se ceban en su infortunio.

Pasada la puerta del kraal, marchamos directamente al lugar en donde el ex-rey se hallaba. Cuando solo distamos unas cincuenta varas se dio la voz de alto al regimiento, y acompañados por un pequeño piquete nos acercamos hacia él, saliéndonos al encuentro Gagaula con un torrente de injuriosas palabras. Al aproximarnos, Twala levantó por primera vez la cabeza, y clavó su ojo, que encendido por la cólera, brillaba casi como la gran diadema que ostentaba en su frente, sobre su victorioso rival, sobre Ignosi.

—¡Salve, oh Rey! —exclamó con irónica burla— ¡tú que has comido de mi pan y, con la ayuda de la magia de esos blancos, has seducido mis regimientos y derrotado mi ejército, salve! ¿qué suerte me reservas, oh Rey?

—La suerte que en tus propias manos encontró mi padre, cuyo trono has usurpado por tantos años.

—Está bien. Yo te enseñaré a morir y tú nunca podrás olvidar lo que aquí vas a ver. Mira, el sol se hunde teñido de sangre, y señaló con su enrojecida hacha el encendido globo, ya cerca de su ocaso; digno es mi sol de desaparecer con él. Y ahora, ¡oh Rey! estoy pronto a morir; pero me acojo al privilegio de la casa real de Kukuana
[4]
, quiero morir peleando. Tú no me lo puedes negar, porque si así lo haces, hasta esos mismos cobardes que huyeron hoy, te despreciarían.

—Concedido. Elige, ¿con quién quieres tú combatir? Yo no puedo ser tu adversario, porque el Rey sólo se bate en la guerra.

El sombrío ojo de Twala se paseó por nuestras filas y al ver que se detenía en mí, me estremecí de terror. ¿Qué hacer, si me designaba para comenzar el combate? ¿Qué probabilidades de éxito podía tener contra un desesperado salvaje de seis pies de estatura y ancho en proporción? Más valía que de una vez me suicidara. Sin detenerme a pensarlo me decidí a declinar tal honor, aunque como consecuencia, a silbidos me echaran de Kukuana, pues, a mi entender, es preferible salir corrido a quedarse hendido de un hachazo.

—Por fin habló.

—¿Incubu, no te parece concluyamos lo que comenzamos hoy, o debo llamarte cobarde blanco, ante todos los que nos oyen?

—No —contestó apresuradamente Ignosi— no pelearás con Incubu.

—No, si me tiene miedo —añadió Twala.

Desgraciadamente sir Enrique comprendió estas palabras y la sangre encendió sus mejillas.

—Acepto su desafío, y ya verá si le tengo miedo.

—¡Por el Cielo! —le supliqué— no vaya a arriesgar su vida en un encuentro con ese desesperado. Todos los que le han visto hoy saben que usted no es un cobarde.

—Me batiré con él —contestó ásperamente. Ningún viviente me llama a mí cobarde. ¡Adelante, ya te espero! y saliendo al frente, levantó su hacha.

Yo me retorcí las manos al presenciar este quijotesco arranque, pero estaba tercamente resuelto a pelear y no me era posible evitarlo.

—No te batas, blanco, hermano mío —dijo Ignosi poniendo cariñosamente la mano sobre el brazo de sir Enrique— bastante has combatido hoy, y si algo te aconteciera se me partiría el corazón.

—Me batiré, Ignosi.

—Hágase tu voluntad, eres un valiente. Será un hermoso combate. Twala, el Elefante espera por ti.

El destronado monarca lanzó una salvaje carcajada, y marchando hacia Curtis se le colocó enfrente. Por unos segundos permanecieron inmóviles, y sus gigantescos cuerpos, envueltos por los últimos rayos del sol, parecieron vestidos con llamas. Eran dignos adversarios. Enseguida comenzaron a girar el uno en derredor del otro, con las hachas en alto.

De repente, sir Enrique, arremetiendo a su adversario, le descargó un descomunal hachazo, que éste esquivó por un hábil salto de costado; y tal fue la fuerza del golpe, que el arma al herir en vago, arrastró a su esgrimidor, descompuso su guardia, y lo dejó descubierto; circunstancia no desperdiciada por el contrario, quien, describiendo un círculo con la suya en torno de la cabeza, le asestó un tremendo tajo. La sangre se me heló; lo di todo por terminado. Pero no, nuestro amigo, adelantando rápidamente su escudo, paró en él el hacha, que, cortándolo en limpio por el borde exterior, fue a caer inofensiva sobre su hombro izquierdo. Enseguida, sir Enrique tiró otro golpe a Twala, que éste recibió también en su escudo y entonces se sucedieron, sin intermisión alguna, hachazo tras hachazo, ora contenidos con los escudos, ora evitados por un movimiento de los combatientes. La más intensa excitación se apoderó de los espectadores: los Búfalos, olvidando la disciplina, rompieron la formación, y acercándose al sitio del mortal duelo, lanzaban a cada golpe ruidosas exclamaciones. Precisamente en este instante, Good, quien había sido colocado sobre el suelo cerca de mí, volvió de su desmayo, y sentándose percibió lo que ocurría. Inmediatamente se levantó, me agarró por un brazo y encogiendo su pierna lisiada, saltó de un lugar a otro, arrastrándome tras él y animando a sir Enrique con sus voces.

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