Las minas del rey Salomón (19 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventuras

BOOK: Las minas del rey Salomón
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Tan rendidos estábamos, que nos dormimos profundamente, y Dios sabe cuando hubiéramos despertado, si Ignosi no nos hubiese llamado a las once. Nos levantamos, y después de lavarnos hicimos un buen almuerzo; y en seguida que lo concluimos fuimos a dar unos paseos fuera de la choza, divirtiéndonos en observar la estructura de las habitaciones de los kukuanos y las costumbres de sus mujeres.

—Espero que el eclipse se realizará —dijo sir Enrique, al cabo de algún tiempo.

—Si nos hemos engañado, pronto habrá concluído todo para nosotros —le contesté melancólicamente— porque tan cierto como que estamos vivos, algunos de esos jefes harán una completa delación al rey, y entonces otra clase de eclipse ocurrirá; nos eclipsará a nosotros y de una manera nada agradable.

Regresamos al alojamiento, comimos y empleamos lo restante del día recibiendo visitas de ceremonia y curiosidad. Por fin el sol llegó a su ocaso y pudimos descansar por un par de horas con cuanta tranquilidad nos permitía nuestro inseguro porvenir. Por último, hacia las ocho y media, apareció un mensajero del rey Twala a invitarnos, en su nombre, para que asistiéramos a la gran danza anual de las vírgenes, que de un momento a otro se iba a comenzar.

Vestimos apresuradamente las aceradas mallas, nos armamos con nuestros rifles y todas sus municiones, para tenerlas a la mano en caso de haber que escapar como nos lo advirtiera Infadús, y partimos llenos de osadía, en la apariencia, pues llevábamos el alma en vilo y las carnes nos temblaban. El ancho patio del kraal del rey tenía un aspecto muy distinto del que presentara en la noche anterior. En vez de las apretadas filas de sombríos guerreros, alegraban los ojos, compañía tras compañía de jóvenes kukuanas, ligera y graciosamente vestidas, coronadas con olorosas guirnaldas, teniendo con una mano una palma y sustentando en la otra un hermoso lirio blanco. En el centro del espacio despejado, a la luz de la luna, sentábase el rey, con la odiosa Gagaula acurrucada a sus pies y rodeado por Infadús, Scragga y doce guardias. También había presente una veintena de jefes, entre los cuales reconocí a casi todos los que nos habían ido a ver la noche anterior.

Twala nos recibió, en apariencia, con extremada cordialidad, aunque no se me escapó la expresión de odio que animó a su único ojo, cuando lo fijó sobre Umbopa.

—Bienvenidos seáis, blancos de las estrellas —nos dijo— cosa bien distinta a la que anoche, a la luz de la luna, pudisteis contemplar, venís a ver: es un hermoso espectáculo; pero no tan bello como aquel. Las jóvenes son agradables, y si no fuera por éstas (señalando en derredor), no estaríamos aquí, pero los hombres son mejores. Dulces son los besos de sus labios, dulce su tierna voz; pero más dulce es el choque de las lanzas y aún mucho más el olor de la sangre que derraman. ¿Queréis tomar esposas entre las mujeres de nuestro pueblo? Si así lo deseáis, elegid entre las más bellas, tantas como queráis y serán vuestras; e hizo una pausa en espera de respuesta.

La proposición no pareció desagradable a Good, quien, como buen marino, era fácil de inflamar, y previendo las complicaciones sin cuento que enlaces de esa naturaleza nos podían traer (pues a la mujer, siguen las dificultades tan infaliblemente como la noche al día), autorizado por mi mayor edad y experiencia, me apresuré a contestar:

—Gracias ¡oh rey! pero los blancos sólo nos casamos con mujeres de nuestro color y linaje. ¡Vuestras vírgenes son bellas, pero no han nacido para nosotros!

El rey se echó a reír.

—Como queráis. En nuestra tierra hay un proverbio que dice: «Los ojos de la mujer no brillan menos, ora sean más claros, ora más negros», y otro que nos advierte: «Ama a las que cerca tengas y da por cierto, que aquellas que dejaste te dan por muerto»; pero tal vez no suceden estas cosas en las estrellas. En donde los hombres son blancos, ¿qué se debe extrañar? ¡En fin! Nuestras jóvenes, no han de suplicaros. Bienvenido seáis, —repito de nuevo—; y bienvenido seas también tú, el negro; si hubiera oído a Gagaula, estarías ahora rígido y yerto. No ha sido mala suerte para ti el haber bajado también de las estrellas. ¡Ah! ¡ah!

Ignosi contestó con firme y tranquilo acento.

—Yo puedo matarte antes que tú me mates a mí ¡oh rey! y tus piernas estarán yertas y rígidas antes que las mías cesen de doblarse.

—Tus palabras son muy osadas —replicó con cólera— no confíes demasiado.

—Bien sienta la osadía en los labios del que dice la verdad. La verdad es aguzada, azagaya que vuela y hiere en el blanco sin jamás fallar. Es un mensaje de las «estrellas» ¡oh rey! —Twala frunció el ceño y su ojo brilló con fiereza; pero no dijo una palabra más.

—Dad principio a la danza —gritó.

Inmediatamente las jóvenes, moviendo con inimitable gracia las adornadas cabezas, avanzaron, por compañías, hacia el centro, ágiles, encantadoras, entonando dulce, cadencioso canto y balanceando las flexibles palmas y los olorosos lirios. Enseguida, y sin detenerse, agrupáronse en pintorescos cuadros, ya valsando ligeras, ya cayéndose unas sobre otras en simulado combate, ora apretándose como las flores de un ramo, ora dispersándose, cual asustadas mariposas; obedientes al ritmo, en fantástica confusión, que la suave luz de la naciente luna, embelleciendo más, revelaba a nuestra deleitada vista. Terminadas las figuras, volvieron a reunirse en compañías y retrocedieron a sus puestos; pero saltando de las tentadoras filas y apenas tocando el suelo en sus veloces y acompasados pasos, se acercó a nosotros una joven preciosa, que, semejante a vaporosa hada, bailó a nuestra presencia con tal destreza y donaire tal, que hubiera traído a las mejillas de casi todas nuestras bailarinas el rubor de la vergüenza y de la envidia. Rendida al fin por el cansancio, se retiró; otra, vino a ocupar su puesto, y así se sucedieron varias; mas ninguna, por su gracia, por su habilidad y personales atractivos, pudo rivalizar con la primera.

Cuando todas las jóvenes elegidas terminaron los solos, el rey alzó su diestra, y nos preguntó:

—¿Cuál, entre todas, hombres blancos, creéis la más bella?

—La primera —contesté inmediatamente, arrepintiéndome acto continuo, al recordar que la de mayor hermosura iba a ser sacrificada.

—Entonces tenemos gustos iguales e iguales ojos. Es la más linda de todas; triste cosa para ella, porque es preciso que muera.

—¡Ay! ¡es preciso que muera! —repitió con chillona voz Gagaula, envolviendo en una mirada a la pobre muchacha, quien, ignorante de la espantosa sentencia que pesaba sobre ella, se entretenía al frente de un grupo de sus compañeras, en deshojar pétalo por pétalo una de las flores de su guirnalda.

—¿Por qué motivo? ¡oh rey! —pregunté conteniendo difícilmente mi indignación— esa joven ha danzado con donaire y nos ha llenado de placer; también es muy hermosa; duro y cruel me parece castigar tanta gracia con la muerte.

—Es antigua costumbre entre nosotros y los «silenciosos» que allá a lo lejos se levantan (señalando a los tres picos que hemos mencionado), deben recibir su ofrenda. No lo hiciera, no derramara hoy en su honor la sangre de la virgen más bella, y la desgracia, aniquilándome, agobiaría mi casa. Oíd la profecía de mi pueblo: «Si el rey, el día de la danza de las doncellas, no sacrifica la más agraciada entre todas a las vetustas guardas que vigilan sobre las montañas, él y su casa cesarán de reinar». Y oídme, blancos, mi hermano, mi predecesor en el trono kukuano, ablandado por las lágrimas de las mujeres, no ofreció el sacrificio, y cayó con su casa, levantándome yo la mía sobre sus ruinas. Así, pues, la sentencia es irrevocable, ¡es preciso que muera! Entonces, volviéndose a sus guardias, dijo tranquilamente, traedla aquí. Scragga, aguza tu lanza.

Dos de los de la escolta se dirigieron hacia la pobre muchacha, quien, comprendiendo por primera vez el horrible destino que la aguardaba, prorrumpió en un lastimero grito y trató de huir; pero alcanzada por sus perseguidores, la agarraron con rudas manos, ajando sus delicadas formas entre sus dedos de hierro, y la trajeron al lugar en donde estábamos, convulsa, palpitante, embargada por el terror o inundada de lágrimas.

—¿Cómo te llamas, muchacha? —preguntó con su timbre usual Gagaula. ¡Qué! ¿no quieres contestarme? ¿será necesario que el hijo del rey se entienda inmediatamente contigo?

A esta alusión, Scragga, con una bárbara expresión de regocijo, dio un paso al frente y preparó su arma, mientras a mi lado, Good, sin apartar los ojos del malvado joven, llevó la mano a la culata de su revólver. La infeliz doncella percibió, a través de sus lágrimas, el brillo del acero, y dominando su angustia cesó en sus convulsiones, se entrelazó las manos delante del pecho con ademán suplicante, y permaneció tranquila, pero temblorosa de pies a cabeza.

—Vedla —exclamó Scragga jocosamente— temblequea a la simple vista de mi juguetito aun antes de haberlo saboreado, y dio unas palmaditas sobre el plano del ancho hierro de su lanza.

—Si la suerte me depara una ocasión, vas a pagarme esa canallada, lobezno —murmuró Good indignado.

—Vamos, ahora que te has aquietado, dinos tu nombre, querida. Ven, habla en voz alta y nada temas —dijo burlonamente Gagaula.

—¡Oh! madre —contestó con trémulo acento— mi nombre es Foulata y pertenezco a la casa de Suko, ¡Oh! madre, ¿por qué he de morir? ¡Yo a nadie he hecho mal!

—¡Ten ánimo! —prosiguió la maldita vieja con su odioso tono de mofa—. Tú debes morir sacrificada a «los silenciosos» que descansan allá (y señaló hacia los picos); pero ¿acaso no es mejor el sueño de la noche que las faenas del día? ¿el reposo de la muerte que las fatigas de la vida?… ¡además, tú morirás por la mano real del único hijo del rey!

Foulata se retorció las manos y exclamó con acento desgarrador:

—¡Oh, cruel! ¡soy tan joven! ¿Qué crimen he cometido para que nunca más el primer rayo del sol alegre mis ojos, ni la luz de las estrellas conmuevan mi corazón; para que nunca más coja las olorosas flores, húmedas por el rocío, ni oiga el dulce murmullo del fresco manantial? ¡Oh dolor! ¡nunca, nunca, más ver la choza de mi padre, ni recibir los besos de mi madre, ni atender, ni cuidar al enfermo cabritillo! ¡Pobre de mí! ¡Jamás tierno amante me apretará a sus brazos mirándose en mis ojos, ni sabré cómo se ama a los hijos! ¡Oh, suerte, cruel! y se retorció de nuevo las manos, volviendo el rostro, bañado por su llanto y todavía coronado de flores, hacia el cielo, apareciendo tan conmovedora en su desesperación, pues indudablemente era una mujer bellísima, que hubiera ablandado el corazón de un ser menos perverso que cualquiera de los tres de aquella empedernida trinidad.

Pero ninguna impresión hizo en Gagaula ni en Twala, aunque la piedad conmovía visiblemente a los individuos de su guardia y a los jefes que le rodeaban. En cuanto a Good, dejando escapar una especie de rugido, se puso de pie como en ademán de correr a su lado. Con toda la penetración de la mujer, la desgraciada comprendió cuanto pasaba en la mente de nuestro amigo, y de un salto se puso de rodillas ante él, abrazándose estrechamente a sus «preciosas piernas blancas».

—¡Oh, blanco, padre de las estrellas! arroja sobre mí el manto de tu protección, cúbreme con las sombras de tu poder, para que pueda salvarme. ¡Oh, sí, guárdame contra la crueldad de estos hombres y las mercedes de Gagaula!

—Así será, niña mía, velaré por ti. Levántate, eres una buena muchacha —exclamó nerviosamente inclinándose a ella y cogiéndola por la mano.

Twala hizo a su hijo un imperioso gesto, y éste, preparando la lanza, avanzó hacia nosotros.

—Ha llegado el instante —me dijo sir Enrique con voz baja— ¿qué espera usted?

—El eclipse. Hace media hora no separo la vista de la luna y jamás la he contemplado con mejor salud.

—Pues no hay más remedio que decidir la partida ahora mismo o la muchacha perece. Twala está perdiendo la paciencia.

Convencido de la fuerza del argumento, arrojé ansiosísima mirada a la radiante faz de la luna, como jamás lo hiciera el más ardiente astrónomo en espera de algún suceso, comprobación de sus teorías, y, asumiendo toda la majestad imaginable, pasé a colocarme entre la postrada joven y la lanza de Scragga, diciendo al mismo tiempo:

—Rey, esa joven no morirá, nunca consentiremos acto tan inhumano, déjala que se retire en salvo.

Twala se levantó furioso de su asiento, y de los jefes y nutridos pelotones de las muchachas, que insensiblemente se habían aproximado en expectativa de la tragedia, se oyó un murmullo de asombro.

—¡
No morirá
, dices tú, perro blanco, que ladras al león en su cueva,
no morirá
! ¿estás loco? Anda con tiento, no sea que la suerte de esa paloma te alcance a ti y a los tuyos. ¿Cómo lo podrás impedir? ¿Quién eres tú para oponerte a mi voluntad? ¡Retírate, te lo mando! Scragga, mátala. ¡He, guardias! prended a esos hombres.

A este grito, varios soldados armados, saliendo de detrás de la choza, donde evidentemente habían sido colocados de antemano, corrieron hacia nosotros.

Sir Enrique, Good y Umbopa se pusieron a un lado y prepararon los rifles.

—¡Deteneos! —grité atrevidamente, por más que el alma se me había ido a los pies—. ¡Deteneos! nosotros, los hombres blancos de las estrellas, decimos que no morirá. Dad un solo paso más y apagaremos la luz de la luna, sumergiendo la tierra en las más profundas tinieblas. ¡Vosotros sabréis lo que puede nuestra magia!

Mi amenaza produjo su efecto; los soldados se detuvieron y Scragga permaneció enfrente de nosotros, inmóvil y con su lanza prevenida.

—¡Oídle! ¡oídle! —gritó burlonamente Gagaula— oíd al impostor que afirma apagará la luna como si fuera una lámpara. Sí, que lo haga, o que muera con Foulata, y con todos sus compañeros.

Alcé los ojos a nuestro satélite y, cobrando ánimo, lleno de alegría, vi que no nos habíamos equivocado. En el borde del hermoso luminar se proyectaba una pequeña sombra, mientras que opaca penumbra se extendía y condensaba sobre su radiante superficie.

Levanté la mano hacia el cielo del modo más solemne, movimiento que sir Enrique y Good imitaron, y con afectada entonación recité uno o dos versos de mi libro favorito, las
Leyendas de Ingoldsby
. Sir Enrique secundó mi fingida imprecación, con un versículo de la Biblia, y Good coadyuvó a hacerla más imponente dirigiendo a la Reina de la Noche, en no interrumpida retahíla, las expresiones más clásicas del repertorio marinesco.

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