Las minas del rey Salomón (18 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventuras

BOOK: Las minas del rey Salomón
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Fue muerto y Twala contó ciento tres. En seguida Gagaula continuando sus endiabladas cabriolas fue poco a poco aproximándose a nosotros.

—¡Que me cuelguen si no trata de hacernos una mala jugada! —exclamó Good horrorizado.

—¡Qué disparate! —contestó sir Enrique.

Por mi parte, al ver a aquella vieja furia en continuas contorsiones acercándosenos más y más, sentí que la sangre se me helaba y echando una ojeada a los cadáveres hacinados a mi espalda, se me erizó el cabello.

Mientras tanto Gagaula, encorvado el cuerpo, con los ojos casi fuera de sus órbitas, y fosforescentes, continuaba girando rápida, y acortando más y más la distancia.

Ya no cabía duda, era a nosotros a quienes se dirigía; y todos los ojos de aquella inmensa asamblea seguían sus movimientos con marcada ansiedad. Al fin se detuvo y nos señaló con su vara.

—¿A quién tocará? —se preguntó a sí mismo sir Enrique.

En un momento salimos de dudas, pues la horrible vieja de un salto se colocó enfrente de Ignosi, alias Umbopa, y le tocó en el hombro, gritando con chillona y horripilante voz:

—¡Lo he husmeado! ¡Matadle! ¡matadle! está lleno de maldad; ¡matad a ese extranjero, antes de que por su causa corran torrentes de sangre! ¡oh Rey! hazle morir.

Hubo una pequeña pausa que me apresuré a aprovechar.

—¡Oh Rey! —exclamé levantándome de mi asiento—. Este hombre es el criado de tus huéspedes, es su perro; cualquiera que derrame la sangre de él, derrama la nuestra. Por la ley sagrada de la hospitalidad reclamo tu protección para nuestro criado.

—Gagaula la madre de la sabiduría pide su muerte, blancos, y morirá.

—No, no morirá, el que trate de tocarle, ese sí, que morirá.

—¡Cogedle! —gritó furioso Twala a sus verdugos, que le rodeaban enrojecidos hasta los ojos con la sangre de sus víctimas.

Al mandato de su amo, avanzaron hacia nosotros y a los pocos pasos se detuvieron indecisos. Ignosi por su parte, habíase puesto en guardia con su lanza, resuelto a vender bien cara la vida.

—Atrás, perros —les grité yo, cubriendo a Twala con mi revolver— si es que queréis ver el día de mañana. Tocad un solo cabello de su cabeza y mato a vuestro Rey. Sir Enrique y Good también sacaron los suyos, apuntando el primero al verdugo que venía a la cabeza de sus compañeros y continuaba acercándose para ejecutar la sentencia; y Good a Gagaula, lo que hizo con cierto aire de satisfacción.

Twala dejó traslucir un movimiento de sobresalto al ver el cañón de mi arma dirigido a su pecho.

—¿Y bien, Twala, en qué quedamos? —le pregunté.

—Guardad vuestros tubos mágicos, me lo habéis suplicado en nombre de la hospitalidad y por esa razón, no por temor a lo que podáis hacer, le concedo la vida. Idos en paz.

—Bien está —le contesté con indiferencia— nos hallamos hartos de carnicería y queremos dormir. ¿Ha terminado la gran danza?

—Ha, terminado —respondió Twala mal humorado—. Arrojad esos perros, —señalando los cadáveres—, a las hienas y a los buitres, —y dada esta orden levantó su lanza.

Al instante los regimientos comenzaron a desfilar silenciosamente por la puerta del kraal, y a poco sólo quedó ocupado por un destacamento encargado de arrastrar lejos de allí los cadáveres de aquellos que habían sido sacrificados.

Entonces nos pusimos de pie y haciendo una reverencia a Su Majestad, que apenas se dignó devolvernos, partimos para nuestro kraal.

—Bien —dijo sir Enrique al sentarnos después que hiciéramos luz, bien, en realidad me encuentro algo indispuesto.

—Si alguna duda hubiera tenido en ayudar a Umbopa a destronar a ese maldito —exclamó Good— por mi nombre ya habría desaparecido. Hice cuanto pude para permanecer tranquilo mientras se efectuaba esa horrible carnicería. Traté de tener cerrados los ojos, pero los abría precisamente en el peor momento. Me extraña no haber visto a Infadús. Umbopa, amigo mío, bien puede estarnos agradecido; vuestra piel anduvo muy próxima de obtener su correspondiente ojal.

—Estoy agradecido, Bougwan, y jamás lo olvidaré. En cuanto a Infadús no tardará en llegar. Esperemos.

Así, pues, encendimos nuestras pipas y aguardamos.

Capítulo XI

La señal

Largo rato, dos horas poco más o menos, permanecimos sentados y silenciosos, demasiado impresionados por los horrores que acabábamos de ver, para poder conversar. Al fin, cuando al aparecer los primeros albores de la mañana nos disponíamos a acostarnos, oímos el ruido de varias pisadas. El centinela a la puerta del kraal dio el ¿quién vive? que en apariencia fue satisfactoriamente contestado, pero con voz tan baja que no llegó hasta nosotros, pues los pasos continuaron acercándose a nuestra choza, cuya puerta se abrió para dar entrada a Infadús y a unos seis jefes de marcial aspecto y arrogante presencia que le acompañaban.

—Mis señores, como os lo prometí, aquí me tenéis. He traído conmigo, mis señores y tú, Ignosi, legítimo Rey de los kukuanos, a estos hombres, grandes entre nosotros y jefe cada uno de tres mil guerreros, prontos a obedecer sus órdenes en el servicio del Rey. Les he contado todo cuanto mis ojos han visto y mis oídos escuchado. Ahora permíteles también ver la sagrada serpiente en derredor de tu cintura y oír de tus mismos labios tu historia, Ignosi, para que puedan decidirse y digan si estarán a tu lado o al lado de Twala, el Rey.

Ignosi, por toda contestación, desnudó su cintura, dejando, al descubierto la regia señal. Los jefes, uno a uno, auxiliados por la mezquina luz de la lámpara, la examinaron de cerca, y según concluían su investigación pasaban sin decir una palabra a colocarse al otro lado.

Cuando todos la hubieron visto, Ignosi volvió a cubrir su cintura y dirigiéndose a ellos, repitió la historia que contará a Infadús.

—Ya habéis visto y oído, Jefes —dijo éste cuando Ignosi terminó— ¿qué decís? ¿os declaráis por el hijo de Imotu y ofrecéis ayudarle a conquistar el trono de su padre, o le abandonáis? La tierra clama contra las crueldades de Twala, la sangre del pueblo corre como el agua en las lluvias de la primavera. ¡Bien lo habéis visto anoche! Dos de vuestros compañeros, dos jefes a quienes pensaba haber traído aquí ¿dónde están? Las hienas aúllan sobre sus ensangrentados restos. Esa es la suerte que os aguarda si no os apresuráis a herir. ¡Hermanos, decidios!

El más viejo de los seis guerreros, hombre de corta estatura, robusto y con el cabello blanco, dio un paso al frente y contestó:

—Tus palabras no mienten, Infadús, la tierra entera gime. Mi hermano, mi propio hermano está entre aquellos que murieron anoche; pero este asunto es muy grave y el suceso casi increíble. ¿Cómo podemos convencernos al empuñar nuestras lanzas, de que no servimos a un impostor? Grave asunto es, repito, y nadie puede prever su fin. Porque estad seguros de esto, la sangre correrá a torrentes antes que el hecho se haya consumado; muchos continuarán adictos al Rey, que los hombres están puestos a adorar al sol que brilla resplandeciente en medio del cielo y no al que aún no ha salido. Estos hombres blancos de las estrellas son grandes magos, y cubren a Ignosi con sus alas. Si en verdad es el legítimo Rey de los kukuanos, pueden darnos una señal que lo atestigüe, una señal que lo declare al pueblo y el pueblo entero pueda ver. Entonces, los hombres nos seguirán convencidos de que la magia de los blancos está con ellos.

—Ya tenéis la señal de la serpiente —le contesté.

—Señor, no es bastante. La serpiente ha podido ser marcada en su cintura después que ese hombre naciera. Mostradnos una señal, sin ella no nos moveremos. Los demás se manifestaron decididamente acordes con la proposición y yo me volví perplejo hacia sir Enrique y Good, a quienes expliqué la situación.

—Creo que di en una —dijo el último con cierto aire de triunfo— decidle que nos dejen solos un momento para pensarla.

Así lo hice, y los jefes se retiraron. Tan pronto como hubieron salido, Good cogió la cajita donde guardaba las medicinas, la abrió y sacó de ella una cartera que tenía un almanaque en sus primeras páginas.

—¡Bueno, aquí está! ¿Camaradas no es mañana el día cuatro de junio?

Habíamos tenido cuidado de anotar los días, así pudimos contestarle afirmativamente.

—Muy bien, entonces oigan
4 junio, eclipse total de luna, comienza a las 8:15, meridiano de Greenwich y es visible en Tenerife, África
, etcétera. ¿Puede haber mejor señal? Dígales que mañana por la noche, cuando la luna brille en la mitad del cielo, la haremos desaparecer.

La idea era magnífica, su único inconveniente consistía en un posible error del almanaque de Good. Si hacíamos una profecía de tal magnitud y salía falsa, perdíamos nuestro prestigio para siempre, y con él, las probabilidades que Ignosi tenía de ocupar el trono de Kukuana, naufragaban.

—¿Y si el almanaque fuera, inexacto? —preguntó sir Enrique a Good, en aquel momento muy atareado, haciendo, al parecer, algún cálculo en las hojas de su citada cartera.

—Y, ¿por qué hemos de hacer hipótesis tal? Los eclipses jamás han dejado de ser puntuales, por lo menos así me lo enseña mi propia experiencia; y aquí se expresa terminantemente que será visible en esta parte del mundo. He hecho mis cálculos con la exactitud que me permite el desconocimiento de nuestra verdadera posición y según su resultado, el fenómeno comenzará en este lugar hacia las diez de la noche y terminará a las doce y media. Por hora y media las tinieblas serán completas.

—Bien —dijo sir Enrique, en todo caso creo es lo mejor correr el riesgo y hacer la predicción.

Asentí por mi parte, aunque algo receloso, pues los eclipses son cosas que no tienen cuenta con nuestras necesidades, y dije a Umbopa que llamará a los jefes. Cuando entraron, con toda la prosopopeya que el acto requería, les hablé de este modo:

—Nobles guerreros de Kukuana, y tú, Infadús, oíd. No nos agrada mostrar la omnipotencia de nuestra voluntad, trastornando las leyes de la Naturaleza, porque al hacerlo, llenamos al mundo entero de terror y confusión; sin embargo, atendiendo a que se trata de un asunto de la mayor importancia, a la cólera que contra el rey ha despertado en nosotros la inicua carnicería de anoche y la conducta de Gagaula, al exigir se vertiera la sangre de nuestro amigo Ignosi, hemos resuelto, rompiendo nuestra costumbre, daros una señal que nadie ni nada dejarán de ver. Venid conmigo —les dije, conduciéndolos a la puerta, y señalando a la enrojecida esfera de la expirante luna, les pregunté—: ¿Qué veis allá?

—Vemos la luna entrando ya en su lecho —contestó el orador del grupo.

—Eso es. Ahora contestadme, ¿puede mortal alguno obligarla a desaparecer antes que llegue al final de su jornada y hacer que la noche, descendiendo del cielo, envuelva la tierra entera con sus más densas sombras?

—No, mi señor, el hombre no puede tanto. La luna es más poderosa que todos los que la contemplan, nadie la hará variar en su curso.

—Vosotros lo decís. Pues bien, yo os digo que mañana, dos horas antes de la media noche y cuando más brille sobre vuestras cabezas, la borraremos del cielo por espacio de hora y media, cubriendo la tierra con tan profundas tinieblas que no podréis veros vuestras propias manos, tal será nuestra señal y prueba de que Ignosi es el legítimo rey del pueblo kukuano. Si, como lo prometemos, sucede, ¿quedaréis convencidos?

—Sí señores, míos —afirmó el viejo jefe con cierta sonrisa incrédula, que también vi vagar por los labios de sus compañeros— si vosotros hacéis lo que decís, quedaremos completamente convencidos.

—Pues lo veréis con vuestros propios ojos; nosotros tres, Incubu, Bougwan y Macumazahn, lo hemos dicho y así será hecho. ¿Nos escuchas tú, Infadús?

—Escucho, mi señor, pero gran maravilla prometéis; ¿hacer desaparecer la luna, ¡la madre de la tierra! cuando brilla toda entera?

—No importa, nosotros lo haremos, Infadús.

—Muy bien, señores míos. Hoy, dos horas después de la puesta del sol, Twala enviará a buscar a mis señores, para que asistan a la danza de las vírgenes una hora más tarde, terminado el baile, la que el rey juzgue más bella de todas será sacrificada por Scragga, en honor de los «silenciosos de piedra» asentados y vigilantes entre las montañas, allá a lo lejos. Y señaló a los tres extraños picos en donde terminaba el camino de Salomón. Dignaos, obscureciendo entonces la luna, mis señores, salvar la vida de esa doncella y el pueblo en masa os dará su fe.

—Sí —repitió el encanecido veterano, aún algo sonreído—, hacedlo y el pueblo creerá cuanto digáis.

—A dos millas de Loo —prosiguió Infadús— levántase una colina, cuya base tiene la misma forma de la luna nueva, posición inexpugnable que ocupa mi regimiento y otros tres obedientes a la voz de estos jefes. Hoy, en la mañana, nos pondremos de acuerdo para que dos o tres regimientos más vayan a concentrarse en el mismo sitio. Así dispuesto, si mis señores pueden en realidad apagar la luna, durante la obscuridad vendré a buscarlos, los conduciré fuera de Loo, al indicado punto, en donde estarán a salvo, y emprenderemos la guerra contra el rey Twala.

—Perfectamente —le contesté. Ahora déjanos, queremos dormir un rato y preparar nuestra magia.

Infadús nos hizo una profunda reverencia y seguido de los demás jefes, salió de nuestra choza.

—Amigos míos —dijo Ignosi, tan pronto como quedamos solos— ¿podéis hacer realmente cosa tan maravillosa o habéis dicho vanas palabras a los jefes?

—Creemos que podemos hacerlo, Umbopa, Ignosi, quiero decir.

—Me asombráis, y si vosotros no fuerais ingleses, no lo creyera, pero sé que el «caballero» inglés nunca miente. Estad seguros de que si sobrevivimos a la lucha, os sabré recompensar.

—Ignosi —dijo sir Enrique— quiero me prometas una cosa.

—Os la prometo, Incubu, amigo mío, aun antes de saber cual es. ¿Qué queréis?

—Esto, si llegas alguna vez a ser rey de los kukuanos, quiero suprimas en absoluto el husmeo de hechiceros y malvados, como el que anoche presenciamos, y que ningún hombre muera en vuestra tierra sin haber sido antes convenientemente juzgado.

Ignosi quedó pensativo por un instante y contestó:

—Las costumbres de los negros no son iguales a los usos de los blancos, Incubu, ni tampoco amamos la vida tanto como vosotros. No obstante, lo prometo. Si llega a estar en mi mano el evitarlo, las brujas no cazarán más, ni morirá hombre alguno sin habérsele juzgado.

—Entonces queda convenido, y ahora descansemos por un rato.

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