Las minas del rey Salomón (16 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventuras

BOOK: Las minas del rey Salomón
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—Ahora —murmuré.

Oyose la explosión y el buey, herido por las costillas, cayó de espaldas agitando las patas en el estertor de la agonía. La bala explosiva había cumplido bien con su misión y un apagado ¡ah! se escapó a la atónita asamblea.

Volvime con calma.

—¿He mentido, rey?

—No, blanco, decías la verdad —contestó con acento algo inseguro.

—Tú lo has visto. Ahora, óyeme Twala; no venimos de guerra, sí de paz. Como prueba te daré este palo hueco, (le mostré el Winchester), él te permitirá matar como nosotros matamos; pero le pondré un solo encanto, y es que no lo podrás emplear contra hombre, pues si tal hicieras, te matará a ti mismo. Espera, te enseñaré su poder. Manda a uno que clave su lanza por el regatón en el suelo, a cuarenta pasos de mí, y presentándome el plano de su hierro. A los pocos segundos estaba dispuesta.

—Ahora mira, voy a romper esa arma. Apunté cuidadosamente y disparé. La bala dio en el centro de la moharra, haciéndola saltar en pedazos.

Otra exclamación de asombro salió del numeroso concurso.

—Ahora, Twala, toma (presentándole el rifle) este tubo mágico, más tarde te lo enseñaré a usar; pero, ¡ay de ti! si tratas de emplear el talismán de las estrellas en daño de los hombres de la tierra.

Se lo entregué y lo tomó con cierto temor, poniéndolo inmediatamente en el suelo a sus pies.

Mientras hacía esto, observé que la repugnante criatura, viva imagen de un mono decrépito, abandonando la sombra de la choza, se acercaba a gatas hacia el Rey. Cuando llegó a su lado, se levantó y dejando caer la piel que ocultaba su cabeza, reveló a nuestra vista la cara más repulsiva que es posible imaginar. En apariencia era la de una mujer de avanzadísima edad, tan contraída y plegada, que no excedía en tamaño a la de un niño de un año, y sólo se componía de una serie de arrugas amarillentas y profundas. Sumida en una de ellas aparecía una negra hendidura correspondiente a la boca, bajo la cual encorvábase la barbilla hacia arriba hasta rematar en punta. Apenas se encontraba un rastro de nariz, en lo que indudablemente se hubiera creído una antiquísima momia, a no brillar por debajo de blancas, enmarañadas cejas y en sus hondas cavidades dos ojos grandes, negros, llenos aún de vida y de inteligencia. En cuanto a su cráneo, calvo en absoluto, cubríalo una piel amarilla, rugosa y movible como la de la cabeza de la cobra.

El deforme ser, dueño de tan espantoso semblante, cuya sola vista nos produjo un escalofrío de horror, permaneció inmóvil por un instante; de repente separó de su cuerpo una descarnada garra, que mano no era, armada con uñas de media pulgada, la plantó sobre el hombro de Twala y comenzó a hablar con una voz chillona y penetrante.

—Escucha, ¡oh Rey! Escucha ¡oh pueblo! Escuchad ¡oh montañas, llanuras y ríos, patria de la raza kukuana! Escuchad ¡oh Cielos y sol! ¡Lluvias, tormentas y neblinas! ¡Escuchad todo, cuanto vive y debe morir! ¡Todo cuanto ha muerto y volverá a vivir, y vivirá para morir otra vez! ¡Escuchad, el espíritu de la vida se ha apoderado de mí y voy a profetizar! ¡a profetizar! ¡a profetizar!

Las palabras murieron en sus labios con un timbre quejumbroso, y el terror se apoderó de cuantos la escuchaban, sin exceptuarnos nosotros mismos. Aquella vieja era un ser terrible.

—¡Sangre! ¡sangre! ¡sangre! ríos de sangre; sangre por todas partes. Yo la veo, la huelo, la saboreo ¡ah! ¡qué bien sabe! corre roja por encima le los campos, cae en espesa lluvia desde los cielos.

—¡Pisadas! ¡pisadas! ¡pisadas! El pie del blanco que llega desde muy lejos hiere el suelo. El suelo se conmueve bajo su planta. La tierra tiembla ante su señor.

»La sangre embriaga, la roja sangre fascina; la nariz se dilata al olfatearla; nada hay como el olor de la que tibia aún, salta de la herida. Los leones vendrán a lamerla y rugirán, los buitres mojarán en ella sus alas y arrojarán estridentes chillidos de alegría.

»¡Soy vieja! ¡Muy vieja! Mucha sangre he visto. ¡Ah! ¡ah! pero antes que muera la veré correr a torrentes y seré feliz. ¿Qué edad tengo yo? ¿Lo sabéis, acaso? Vuestros padres me conocieron; también vuestros abuelos y los padres de vuestros abuelos… He visto al blanco y sé lo que quiere… Soy vieja, pero las montañas son aún más viejas que yo… Decidme, ¿quién hizo el gran camino? Decidme, ¿quién trazó los signos sobre las rocas? ¿Quién, decidme, levantó los tres silenciosos, allá a lo lejos, (y lo dirigía hacia las tres escabrosas montañas que habíamos visto la noche anterior) los que miran por encima del profundo pozo?

»Vosotros no lo sabéis, pero yo lo sé. Fueron unos hombres blancos que existieron antes que vosotros vivierais, que volverán a existir cuando ya no viváis; y vendrán otra vez, y os destruirán y os devorarán. ¡Sí! ¡sí! ¡sí! Y ¿a qué vinieron aquellos blancos, los terribles, los conocedores de la magia y de todo saber, los fuertes, los incansables? ¿Qué piedra es esa que brilla ¡oh Rey! en tu frente? ¿Qué manos tejieron esa tela de hierro que cubre tu pecho? Vosotros lo ignoráis, pero yo lo sé… ¡Yo, la vieja, la sabia, la
Isanusi
! (la bruja o hechicera). Y, volviendo hacia nosotros la repugnante cabeza, continuó:

»¿Qué buscáis vosotros, blancos de las estrellas?… ¡ah! sí, ¡de las estrellas! ¿Vais tras uno que se os ha perdido? No le encontraréis aquí. Aquí no está. Nunca, hace siglos y siglos, el pie de un blanco ha pisado esta tierra; nunca, excepto una vez y ese la dejó, sólo para morir. Vosotros venís por las piedras que brillan: yo lo sé… yo lo sé; las hallaréis cuando la sangre esté seca; pero ¿volveréis a la tierra de donde venís, u os quedaréis aquí, para hacerme compañía? ¡Ah! ¡ah! ¡ah!

»Y tú, tú el de la piel obscura, el de la orgullosa apariencia (dirigiendo su seco dedo, hacia Umbopa) ¿quién eres, di, y qué buscas? No las piedras que relumbran, no el metal amarillo que brilla; eso lo dejas tú, «para los blancos, hijos de las estrellas». Paréceme que te conozco; paréceme que percibo el olor de la sangre que corre por tus venas. ¡Desnuda tu cintura!…

Al gritar con salvaje e imperioso acento estas tres últimas palabras, aquel ente extraordinario fue presa de horribles convulsiones, y rodó por el suelo, espumosa la boca, con un ataque de epilepsia, siendo inmediatamente conducida a la choza del Rey.

Éste, tembloroso, se puso de pie e hizo un movimiento con la mano. A dicha señal, los regimientos comenzaron a desfilar, y en diez minutos, nosotros, él y algunos de los de su servicio, quedamos completamente solos en aquel vasto circuito.

—Blancos, tiéntame la idea de mataros. Gagaula ha pronunciado frases muy extrañas. ¿Qué decís a esto?

Solté una carcajada.

—Ten cuidado ¡oh Rey! que nosotros no somos fáciles de matar. Tú has visto la suerte del buey ¿quieres acaso tener igual fin?

—No es prudente amenazar a un Rey —dijo frunciendo el ceño.

—No amenazamos, decimos la verdad. Trata ¡oh Rey! de matarnos y así lo verás.

El gigantesco Monarca, se llevó la mano a la frente y, después de una corta pausa nos despidió.

—Idos en paz. Esta noche es la gran danza. Vosotros la veréis. No temáis vaya a tenderos un lazo. Mañana decidiré.

—Como quieras, ¡oh Rey! —le contesté con afectada indiferencia, y levantándonos regresamos a nuestro kraal, acompañado por Infadús.

Capítulo X

La cacería de las brujas

Al llegar a nuestra choza, Infadús, obedeciendo a mi invitación entró con nosotros.

—Ahora, Infadús —le dije— deseamos hablar contigo.

—Pueden, mis señores, comenzar.

—Nos parece, Infadús, que el Rey Twala es cruel.

—Sí, lo es, mis señores. Toda esta tierra ¡ay! clama contra sus crueldades. Aguardad a que llegue la noche y vosotros mismos veréis. En ella se hace la gran cacería de las brujas y muchos husmeados, como hechiceros, malvados o traidores morirán. Nadie tiene su vida segura. Si el Rey codicia el ganado de uno o desea su muerte o teme induzca al pueblo a rebelarse contra él, entonces Gagaula, a quien acabáis de ver, o cualquiera de las descubridoras de maleficios, enseñadas por ella, delatan a ese hombre como hechicero y se le mata acto continuo. Muchos estarán yertos o inertes antes de que la luna de esta noche comience a palidecer. Siempre ha sido así. Tal vez yo mismo no veré el sol de mañana. Si hasta hoy se ha respetado mi vida, ha sido, por mi habilidad en la guerra y por ser muy querido de mis soldados; sin embargo, no sé cuánto tiempo he de vivir, la muerte me acecha a todas horas. La tierra gime ante el sanguinario Twala; está cansada de él y de sus feroces costumbres.

—Y siendo así, ¿por qué el pueblo sufre su tiranía? ¿por qué no se libra de él?

—¡Ah! mis señores, es el Rey, y si fuera muerto, Scragga reinaría en su lugar, y las entrañas de Scragga, son aún más negras que las entrañas de su padre Twala. Si Scragga fuera Rey, doblaríamos la cabeza bajo un yugo mucho más duro y más cruel. Si Imotu no hubiera sido asesinado, o si su hijo Ignosi viviera, entonces sería otra cosa: desgraciadamente ambos murieron.

—¿Cómo sabéis que Ignosi ha muerto? —preguntó alguien con firme voz a nuestra espalda.

—Nos volvimos sorprendidos para ver quien nos hablaba. Era Umbopa.

—¿Qué queréis decir? —preguntole Infadús— ¿quién te ha dado permiso para hablar?

—Óyeme, Infadús, y te contaré una historia. Hace algunos años, el Rey Imotu, fue asesinado en este país y su esposa, huyó con su hijo Ignosi. ¿No es eso cierto?

—Sí, lo es.

—Se dijo que la madre y el hijo perecieron en las montañas. ¿No es así?

—Así es también.

—Pues bien, la suerte quiso que la madre y el hijo se salvaran. Atravesaron las montañas y conducidos por una tribu errante del desierto al otro lado de las arenas, llegaron a una tierra con agua, hierbas y árboles.

—¿Cómo sabes eso?

—Escúchame. Siguieron caminando meses y meses, hasta llegar a un país, cuyos habitantes, llamados amazulúes y pertenecientes a la raza kukuana, viven de la guerra; y entre ellos moraron mucho años, hasta que al fin la madre murió. Entonces el hijo, Ignosi, abandonó aquel lugar, fue a una comarca maravillosa, en donde habitan los blancos, y por largo tiempo permaneció entre ellos aprendiendo las ciencias de estos hombres.

—Es curiosa tu historia —dijo Infadús incrédulamente.

—Por muchos años vivió allí como criado y como soldado; pero guardando siempre en el corazón cuanto su madre le contara de su patria, buscando sin desmayar los medios de volver a ella y ver a su pueblo y el hogar de su padre, antes que la muerte terminara sus días. Largo tiempo vivió esperando; pero al fin llegó la hora, como sucede a todo el que sabe, y puede aguardar; supo de unos blancos que venían a esta Tierra desconocida y se unió a ellos. Cruzaron el abrasador desierto, pasaron por encima de la nieve de las montañas, y entrando en la tierra de los kukuanos te encontraron a ti, ¡oh, Infadús!

—Sin duda alguna, tú estás loco cuando hablas así —dijo asombrado el viejo militar.

—¿Tal piensas? mira, yo te lo probaré, ¡oh! hermano de mi padre.

»Yo soy Ignosi, el legítimo Rey de los kukuanos.

Al pronunciar estas palabras dejó caer con un ligero movimiento su «moocha» o lienzo que ceñía a su cintura y quedó desnudo ante nosotros.

—Mira, ¿qué es esto? —y señaló a una gran serpiente azul grabada indeleblemente en la piel, alrededor de la cintura, cuya cola desaparecía entre sus ardientes mandíbulas, precisamente por encima de la unión de sus caderas.

Infadús vio la señal, abrió desmesuradamente los ojos, y, cayendo de rodillas, murmuró:


¡Kum! ¡kum!
es el hijo de mi hermano, es el Rey.

—¿No te lo había dicho ya, tío? Levántate; no soy todavía el Rey, pero con tu auxilio y con el auxilio de estos bravos blancos, mis amigos, lo seré. Mas la vieja Gagaula tiene razón: la sangre se verterá a torrentes y con ella, se mezclará la suya, porque sus palabras mataron a mi padre y expulsaron a mi madre de su hogar. Y ahora, Infadús, decídete. ¿Quieres darme tu mano, y ser el primero de los míos? ¿Quieres participar de los peligros que me esperan y ayudarme a aniquilar a ese tirano, a ese asesino, o te niegas a ello? Elige.

El viejo veterano llevó la mano a la cabeza y meditó un corto instante. Después se levantó y acercándose a Umbopa, o mejor dicho a Ignosi, se arrodilló y le cogió la mano.

—Ignosi, Rey legítimo de los kukuanos, con mi mano en tus manos, prometo servirte hasta la muerte. Cuando eras un pequeñuelo te saltaba sobre mis rodillas, hoy mi envejecido brazo luchará por ti y por la libertad.

—Bien está, Infadús, si triunfamos, tú serás el hombre más grande de nuestra nación, después del Rey. Si perezco, morirás; eso es todo, y la muerte no debe estar ya muy distante de ti. Levántate, querido tío.

—Y vosotros, blancos, ¿me negaréis vuestro poderoso auxilio? ¿Qué podré ofreceros? Las piedras relucientes. Si venzo y las encuentro, tendréis tantas cuantas podáis llevaros del país. ¿Os basta eso? Traduje sus palabras y sir Enrique replicó:

—Dígale que mal conoce al caballero inglés. La riqueza es un bien y si la suerte la pone a su paso se apoderará de ella; pero jamás se vende por valor alguno. Ahora, refiriéndome a mí, digo lo siguiente: Umbopa ha merecido siempre mi estimación y en cuanto de mi voluntad dependa, estaré a su lado en esta tentativa. Muy agradable para mí será, por otra parte, el ver de ajustar cuentas con ese sanguinario Twala. ¿Qué piensan ustedes, Good y Quatermain?

—Bien —contestó Good, adoptando el lenguaje hiperbólico de los kukuanos— puede usted decirle que un poco de zafarrancho limpia la cala del corazón y, en cuanto a mí concierne, siento plaza bajo su enseña, soy su grumete. Mi única condición es que me devuelva los pantalones.

Traduje ambas respuestas:

—Gracias, amigos míos; y tú, Macumazahn, viejo cazador, aún más listo que un búfalo herido ¿estás también conmigo?

Pensé por un momento y me rasque la cabeza. —Umbopa o Ignosi —le contesté—, a mi no me gustan las revoluciones. Soy hombre pacífico con algo de cobarde, (aquí Umbopa se sonrió) pero por otro lado no quiero abandonar a mis amigos. Has estado siempre a nuestro lado como todo un hombre y ahora yo me pondré al tuyo. Pero piensa que soy un traficante y he de ganarme el sustento; así pues, acepto la oferta de los diamantes, dado caso que llegáramos alguna vez a estar en circunstancias de aprovecharnos de ella. Además, nosotros hemos venido como sabes, buscando, al hermano de Incubu (sir Enrique). Es necesario que nos ayude a encontrarle.

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