Las minas del rey Salomón (11 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventuras

BOOK: Las minas del rey Salomón
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Capítulo VII

El camino de Salomón

Cuando salimos de la cueva nos detuvimos vacilantes y puerilmente sobrecogidos. Después de un corto instante, dijo sir Enrique:

—Voy a entrar otra vez.

—¿Para qué? —preguntó Good.

—Porque se me ha ocurrido que ese cadáver pudiera ser el de mi hermano.

Era esta una razonable idea y, para salir de dudas nos deslizamos de nuevo dentro de la tenebrosa caverna. Al pronto, nuestras pupilas, contraídas por la deslumbrante blancura de la nieve, nada podían distinguir; pero poco a poco fueron acostumbrándose a aquella media obscuridad, y nos aproximamos al cadáver.

Sir Enrique, poniéndose de rodillas junto a él, le examinó el rostro con ansiosa mirada, y lanzando un suspiro de satisfacción, dijo:

—¡Gracias, Dios mío, no es mi hermano!

Entonces me acerqué a mi vez y pude examinarlo. Era el helado y rígido cadáver de un hombre de elevada estatura, facciones aguileñas, algo gris el cabello, negro el largo bigote y aproximadamente en la mitad de su vida. Su piel amarilla, estaba completamente extendida sobre los huesos, y el cuerpo, absolutamente desnudo, con la excepción de unos harapos que envolvían sus pies, al parecer restos de un par de calcetines de lana, y un crucifijo amarillo de marfil, atado a su cuello.

—¿Quién podrá ser? —dije.

—¿No lo sospecha, usted siquiera? —preguntó Good.

Moví negativamente la cabeza.

—¡Hombre, el antiguo fidalgo José da Silvestre! ¿Quién si no él?

—Imposible, hace trescientos años que murió.

—Y en esta atmósfera glacial, ¿qué puede impedir dure tres mil años más? Basta que el aire esté frío, al punto de congelación, para que la carne y la sangre se conserven siempre tan frescas como las de un carnero de Nueva Zelanda, y bien sabe Dios si aquí hace frío. Jamás el sol penetra hasta este lugar, ni tampoco animal alguno que pudiera haberlo destruido o devorado. Indudablemente su esclavo, el mismo que cita en el mapa, le quitó las ropas, y no pudiendo enterrarlo por sí solo, lo dejó en ese sitio. Y si no, miren aquí, éste es el hueso con que dibujó aquel trabajo y al decir estas últimas palabras, Good, inclinándose al suelo, recogía de él un pedazo de hueso que terminaba por un extremo en aguzada punta.

Quedamos por un momento tan admirados, que olvidamos las miserias de nuestra casi desesperada situación, ante tan extraordinario, o mejor dicho, milagroso suceso.

—Sí, y ved aquí de dónde obtuvo la tinta —dijo sir Enrique, señalando una pequeña herida en el brazo izquierdo del cadáver. ¡Habrase visto cosa más rara!

No cabía duda en el particular, y, por mi parte, confieso quedé enteramente estupefacto. Allí, sentado ante nosotros, estaba, inanimado e intacto, el cuerpo del hombre cuyas direcciones, escritas hacía diez generaciones, nos habían conducido hasta aquel lugar. En mis propias manos veía la rústica pluma de que se sirviera; y, pendiente de su cuello, el crucifijo contra el cual fervorosamente oprimiera el moribundo labio. Mientras con fija mirada, contemplaba el cadáver, mi imaginación, arrancándola de las garras del pasado, traía a mis ojos la remota escena, y veía al moribundo viajero aterido, hambriento, olvidando sus dolores, afanarse por revelar al mundo el gran secreto que había descubierto, y la horrible soledad de su agonía y muerte. También creía descubrir en sus facciones cierto parecido con las de mi pobre amigo da Silvestre, su descendiente, hacía veinte años muerto en mis brazos; pero tal vez fuera efecto de mi excitada imaginación. De todos modos, allí estaban sus tristes restos, imagen espantosa de la suerte que espera al que se lanza a lo desconocido; y probablemente allí permanecerán siglos y siglos, rodeados por la imponente majestad de la muerte, para aterrorizar a los aventureros, que, como nosotros, vayan a interrumpir el solemne silencio de su sepulcro.

—Partamos —dijo sir Enrique con voz muy baja— pero esperen, voy a darle un compañero.

Levantó el cadáver del hotentote Ventvögel y lo colocó al lado del antiguo fidalgo. Entonces, inclinándose hacia éste, tomó el crucifijo, y de un tirón rompió la cuerda que le sujetaba a su cuello, pues tenía los dedos demasiado helados para intentar desatarlo. Creo que todavía lo conserva. Yo cogí la pluma, en este momento la tengo delante de mi tintero, y a veces suelo firmar con ella.

Entonces, separándonos de los inertes cuerpos del orgulloso blanco de los pasados tiempos y del humilde hotentote, que quedaron guardando un eterno silencio en medio de las nieves eternas, nos arrastramos fuera de la cueva y volvimos a emprender la penosa marcha, pensando cuántas horas transcurrirían antes de que nos cupiera la misma suerte.

Habíamos ganado una media milla cuando nos encontrarnos, en el borde de una meseta; el pico no se levantaba del mismo centro de aquella, como nos pareció al mirarlo, desde el opuesto lado. Nada pudimos descubrir de lo que desde aquella altura se dominaba; todo estaba oculto por la densa neblina de la mañana. Sin embargo, a poco comenzaron a desvanecerse sus capas superiores, y distinguimos, a unas quinientas yardas de nosotros, cuesta abajo, al final de la nevada pendiente, una porción de terreno cubierto de hierba y regado por un arroyuelo. No era sólo esto junto a la corriente y echados, al parecer calentándose al sol de la mañana, descansaba un grupo de diez a quince grandes antílopes; la distancia que de ellos nos apartaba no permitía saber exactamente lo que eran.

La presencia de estos animales nos llenó de loca alegría. Allí teníamos carne en abundancia, es decir, si lográbamos cogerlos; pero esto era precisamente lo difícil, pues estaban a seiscientas yardas de distancia, tiro demasiado largo, y del cual no se debía fiar, cuando todas nuestras vidas dependían de su resultado.

Discutimos rápidamente la conveniencia de acercarnos a sorprender la caza; pero convencidos de que tal proyecto era irrealizable, lo desechamos: en primer lugar, el viento no nos favorecía, y en segundo lugar, por mucho cuidado que tuviéramos, habían de vernos al bajar por la capa de nieve, que de ninguna manera podíamos evitar. En fin, es preciso que probemos nuestra suerte desde aquí —dijo sir Enrique— y ¿qué armas usaremos, Quatermain, los rifles de repetición o los otros?

Aquí había otra cosa que dilucidar. Los dos Winchester de repetición, que traía Umbopa, quien había recogido el del pobre Ventvögel, alcanzaban, punto en blanco, a mil varas, mientras los expresos o de combate, que llevábamos nosotros, sólo estaban graduados para trescientas cincuenta, siendo pura cuestión de apreciación su puntería en mayores distancias; pero, por otra parte, si daban en el blanco, sus balas expansivas hacían más probable que cayese la pieza. La elección se hacía difícil de decidir; pero me resolví a correr el riesgo de la puntería, y elegí los expresos.

—Elija cada cual el animal que tiene al frente. Apunte bien al centro del brazuelo, levante algo el arma y tú, Umbopa, da la voz de fuego, para que disparemos al mismo tiempo.

Hubo un momento de silencio; cada uno apuntó lo mejor que pudo, como se hace cuando la vida depende de la certeza del ojo y la firmeza de la mano.

—¡Fuego! —dijo Umbopa en zulú, y casi al mismo tiempo las detonaciones de los tres rifles resonaron estrepitosamente; tres nubes de humo interceptaron por un instante nuestras miradas, y centenares de ecos repercutieron sobre la silenciosa nieve. El humo se disipó, y vimos, ¡oh dicha!, un hermoso animal revolcándose en el suelo, mortalmente herido. Arrojamos un grito de júbilo, estábamos salvados, el hambre no nos mataría. A pesar de nuestra extremada debilidad, descendimos rápidamente el nevado declivio, y diez minutos después de haber disparado, el corazón y el hígado de nuestra presa humeaban a nuestra vista. Pero se nos presentó otra nueva dificultad; no había allí ninguna especie de combustibles, y, por consiguiente, no podíamos hacer fuego para cocerlos. Nos miramos unos a otros enteramente desanimados, y Good dijo:

—Los que se están muriendo de hambre, no deben andar con remilgos, comeremos carne cruda.

Esta era la única solución del dilema, la que, a causa de nuestra roedora hambre, no nos pareció tan desagradable, como a primera vista pudiera creerse. Cogimos, pues, el corazón y el hígado y los pusimos a enfriar, enterrándolos por cortos minutos en la nieve; enseguida los lavamos con la helada agua del arroyuelo y los devoramos ávidamente. Parecerá horrible y repugnante mi aserción, pero, hablando honradamente, debo afirmar que nunca bocado alguno me supo tan sabroso como aquellas entrañas crudas. Un cuarto de hora más tarde éramos otros hombres. La sangre, circulando con creciente vigor por nuestros cuerpos, llevaba calor a los entumecidos miembros; las arterias, acentuaban más, y más sus latidos hasta que adquirieron sus habituales pulsaciones, y, por fin, completamente reanimados, volvimos a la vida, recuperando con ella, nuestra extinguida energía. Sin embargo, no ignorando los peligros a que nos exponía una comida excesiva, refrenamos nuestro voraz apetito y la suspendimos cuando aún estábamos hambrientos.

—¡Gracias a Dios! —exclamó sir Enrique, ese bruto nos ha salvado la vida.

—Quatermain, ¿qué clase de animal es?

Me acerqué al antílope para examinarlo de cerca, porque no estaba muy seguro de que lo fuera. Era próximamente del tamaño de un asno y estaba armado con un par de grandes y encorvados cuernos. Nunca los había visto semejantes, siendo su especie nueva para mí. Cubríalo una piel gruesa de color obscuro y listada con un rojo apagado. Después averigüé que los nativos de aquel maravilloso país lo llamaban «inco», escaseaba mucho y sólo se encontraba en elevadas altitudes, donde ningún otro animal podía vivir. Había sido herido en la parte alta del brazuelo; y, aunque era imposible saber quien de los tres merecía los honores de tan acertado balazo, creo que Good, orgulloso de su habilidad en la aventura de la jirafa, lo contó para sí entre sus proezas, lo que por nuestra parte no quisimos ni siquiera discutir.

Estuvimos al principio tan ocupados en satisfacer las urgentísimas demandas de nuestros vacíos estómagos, que no tuvimos tiempo para hacernos cargo del paraje donde nos hallábamos. Pero atendidas aquellas, y mientras Umbopa cortaba de las mejores partes del animal tanta carne como podíamos cargar, nos dedicamos a reconocer nuestros alrededores. El sol estaba bastante alto; eran las ocho de la mañana, y sus rayos, desvaneciendo completamente la neblina, nos permitió abarcar de una sola ojeada el maravilloso panorama que se desplegaba ante nuestra atónita mirada. Nunca había visto cosa parecida ni creo la volveré a contemplar.

A nuestra espalda, erguíase, hacia el cielo el nevado Sheba, y a nuestras plantas, próximamente a unos cinco mil pies, dilatábase hasta el lejano horizonte una grandiosa campiña de exuberante ferocidad. Aquí se veían tupidos bosques de gigantescos árboles, y ora lamiendo sus bordes, ora ondulando por el desmontado suelo, descubríase allá, cual ancha cinta de plata, la mansa, y caudalosa corriente de un río. A la izquierda se extendía una vasta y ligeramente ondeada llanura cubierta de hierba, donde pastaban innumerables rebaños de animales, que, a la distancia a que estábamos, no podíamos distinguir. Esta llanura parecía cerrada por una elevada y distante cordillera. A la derecha el terreno era más accidentado; alzábanse numerosas y aisladas colinas, entre las cuales se veían perfectamente, grandes porciones de tierra cultivada, y al lado de éstas aldeas de chozas de techo cónico. La comarca entera aparecía a nuestra vista cual un inmenso mapa, en el que los ríos se deslizaban como serpientes de luciente cristal y los alpinos picos se destacaban altivos y salvajes, coronados con sus eternales nieves; mientras, vivificándolo todo, por doquiera se derramaba la alegre luz del sol y el fecundo aliento de la Naturaleza.

Al examinar aquella privilegiada comarca, dos cosas llamaron nuestra atención. Primero: que el nivel general estaba, por lo menos, a cinco mil pies sobre el del desierto; y segundo: que todos los ríos corrían de Sur a Norte. Como amarga experiencia nos enseñaba, ni una gota de agua bajaba hacia las faldas meridionales de la inmensa cordillera, mientras por la opuesta se deslizaban infinidad de arroyos, en su mayoría para morir en el gran río, cuyo retorcido cauce seguíamos con la vista hasta perderse en el horizonte.

Nos sentamos por un rato, y silenciosos, contemplamos la belleza de aquella vista maravillosa. Pasados algunos minutos, sir Enrique preguntó:

—¿No hay algo en el mapa respecto al gran camino de Salomón? Hice un movimiento afirmativo con la cabeza sin apartar los ojos del lejano paisaje.

—Pues bien, ¡vedlo aquí! —dijo señalando hacia nuestra derecha.

Good y yo seguimos con la mirada la dirección que nos indicaba, y, en efecto, vimos una especie de carretera que, dando vueltas, y revueltas, descendía hacia la llanura. No lo habíamos observado desde el principio, porque al llegar a ésta, desaparecía detrás de un terreno bastante accidentado. No nos sorprendimos mucho, por lo menos, hablamos poco respecto a aquel nuevo descubrimiento, y es que, acostumbrándonos a lo maravilloso, no nos parecía ya causa de asombro el encontrar algo semejante a una vía romana en aquella extraña comarca. Aceptamos sencillamente el hecho y no pasamos a ninguna consideración.

—Está bastante cerca, si cortando por la derecha nos dirigimos hacia ella. ¿No creéis que lo mejor sería hacerlo así, sin perder más tiempo? —dijo Good. El consejo era prudente y, tan pronto como nos lavamos caras y manos en el arroyuelo, lo pusimos en ejecución. Caminamos una milla, poco más o menos, por encima de grandes trozos de lava y a través de porciones del declivio cubiertas de nieve, hasta que, repentinamente, al ascender una pequeña eminencia, apareció el camino a nuestros mismos pies. Era una magnífica carretera, cortada a pico en la dura roca de unas diecisiete varas de ancho y aparentemente en muy buen estado; pero lo raro de ella consistía en que, al parecer, arrancaba de aquel mismo lugar; y, en efecto, cuando descendimos a su solado piso, vimos que a unos cien pasos de nosotros se perdía en la pedregosa y en parte nevada ladera de la enorme montaña.

—¿Quatermain, qué piensa usted de esto? —preguntome sir Enrique.

No sabía qué contestarle, cuando Good exclamó:

—¡Ya lo sé! no cabe la menor duda; el camino cruzaba la cordillera y continuaba por el desierto; pero las arenas de éste lo han cubierto completamente en aquel trayecto, y a partir de aquí hacia arriba, ha sido destruido por una erupción volcánica de lava fundida. —La explicación nos pareció bastante buena, y aceptándola como tal, proseguimos nuestro descenso. Ahora el asunto cambiaba de aspecto, ya no se trataba de subir hambrientos y casi helados por la nevada pendiente de desolada montaña; no marchábamos cuesta abajo por una soberbia carretera y con el estómago repleto. Si no hubiera sido por los tristes recuerdos de la muerte del pobre Ventvögel y de aquella horrenda gruta en donde hacía compañía al antiguo fidalgo, creo que nuestro contento se hubiera manifestado ruidosamente, a pesar de los peligros que presentíamos no lejano porvenir. A cada milla que adelantábamos el aire se hacía más suave y balsámico, y el país hacia donde caminábamos exhibía mayores bellezas. En cuanto a la carretera, diré que nunca había visto obra igual de ingeniería; pero sir Enrique nos dijo era muy parecida a la de San Gotardo en Suiza.

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