—Bien dicho. Hazlo, tío, ve y ponte de pie sobre la roca. El mágico ha matado a un animal pequeño, seguro estoy de que no puede matar a un hombre.
El tío no pareció dispuesto a complacer al sobrino y contestó apresuradamente:
—¡No! ¡no! Mis viejos ojos han visto bastante. Estos hombres son hechiceros sin duda alguna. Vamos a conducirlos a la presencia del rey. Sin embargo, si alguien quiere más pruebas, vaya él mismo a ponerse de pies sobre la roca, para que el tubo mágico le hable.
Todos se apresuraron a manifestar su convicción, renunciando terminantemente a tal prueba.
—No es necesario, buenos magos, que malgastéis vuestro poder sobre nuestros pobres cuerpos —dijo uno de ellos— estamos satisfechos. Toda la brujería de nuestro pueblo no puede hacer cosa parecida a la que acabamos de ver.
—Así es —observó el viejo aborigen con acento de completa satisfacción— sin la menor duda, así es. Escuchadme, hijos de las estrellas, hombre del ojo brillante y de los movibles dientes, los que rugen como el trueno y matan desde lejos. Yo soy Infadús, hijo de Kafa, en un tiempo rey de los kukuanos. Este joven es Scragga, hijo de Twala, del gran rey Twala, el esposo de un millar de mujeres, jefe y señor supremo de los kukuanos, el guardián del gran camino, terror de sus enemigos, investigador de las ciencias ocultas, caudillo de cien mil guerreros, Twala el Tuerto, el Ceñudo, el Terrible.
—Entonces —le dije arrogantemente— guíanos hasta Twala. No queremos hablar con plebeyos, ni subalternos.
—Muy bien, mis señores, os obedeceré, pero la distancia es larga. Estamos a tres jornadas del lugar en donde el rey reside. Dignaos tener paciencia, señores, y os guiaremos hasta él.
—Sea como tú dices, el tiempo no nos apura, porque nuestros días no están contados, somos inmortales. Puedes emprender la marcha, vamos a seguirte. ¡Pero tened cuidado, Infadús, y tú, Scragga! No tratéis de armarnos celadas, no queráis tendernos lazos, porque antes que vuestros cerebros de cieno lo hayan pensado, nosotros lo sabremos y nadie os evitará un cruel castigo. La luz del ojo transparente, del de las desnudas piernas y medio cabelludo rostro os aniquilará, y destruirá toda vuestra tierra; sus movibles dientes se clavarán profundamente en vuestras carnes y devorarán a vosotros, a vuestras mujeres e hijos; y los tubos mágicos os hablarán ruidosamente dejando vuestra piel como una criba. ¡Tened cuidado!
Esta magnífica arenga no dejó de producir su efecto; aunque casi era innecesaria, pues nuestros amigos estaban ya en extremo impresionados con nuestro poder.
Infadús se inclinó en sumisa reverencia pronunciando con voz baja la palabra «Kum, Kum», que más adelante supe era el saludo real de su pueblo, correspondiente al «Bayete» de los zulúes, y volviéndose, habló a los que le acompañaban. Estos procedieron enseguida a recoger todos nuestros efectos para conducírnoslos, con la excepción de las armas de fuego, que por ningún concepto se atrevían a tocar. También echaron mano a la ropa de Good, que como recordará el lector, la tenía a su lado cuidadosamente doblada. Él quiso impedirlo y la asió con ese objeto, lo que dio lugar a un fuerte altercado.
—No permitáis que se moleste mi señor del ojo transparente, y de la dentadura que se desvanece —dijo el viejo. Sus esclavos cuidarán de esas cosas.
—Pero es que necesito vestirme —exclamó Good con furioso acento.
Umbopa tradujo sus palabras.
—Nunca, señor —contestó Infadús— quiera ocultar sus preciosas piernas blancas (aunque era trigueño, Good tenía la piel de un blanco muy delicado) de la vista de sus siervos. ¿Hemos acaso ofendido a mi señor para que quiera hacer tal cosa?
Estuve a punto de reventar de risa, y más cuando oí a Good exclamar, al ver que un nativo se alejaba con ella.
—¡Maldición! Ese canalla de negro se ha llevado mis pantalones.
—Good, óigame —dijo sir Enrique— usted ha aparecido en este país bajo un aspecto especial y ya debe sostener su papel. No creo que le convenga ponerse los pantalones; así, pues, de hoy en adelante tiene que pasárselas en camiseta, con botas y el lente.
—Sí —continué yo— y con un lado de la cara afeitado y el otro no. Si usted altera su actual apariencia, creerán que somos unos impostores. Lo siento mucho, pero hablando seriamente, debe hacerlo así. Es preciso evitar la más mínima sospecha, de lo contrario, nuestras vidas no valen ni un maravedí.
—¿Usted lo cree realmente así? —preguntome con triste resignación.
—Cierto que lo creo. Sus preciosas piernas blancas y lente son ahora las cosas más características de nuestra partida, y como dice sir Enrique, debe pasárselo de esta manera. De gracias al Cielo por tener calzadas las botas y porque la temperatura es bastante templada.
Good suspiró y no hizo réplica alguna, pero necesitó de dos semanas para acostumbrarse a su nuevo atavío.
En la tierra de los kukuanos
Toda aquella tarde marchamos por el magnífico camino, que se dirigía hacia el Noroeste, que desde el principio de la marcha observábamos la comitiva, estos constantemente a unos cien pasos delante de nosotros. Rompiendo el silencio, con Infadús y Scragga a nuestro lado y entablé con Infadús la siguiente plática:
—Infadús, ¿quién hizo este camino?
—Este camino, señor, fue construido en remotos tiempos, nadie sabe cuándo ni cómo, ignorándolo la misma Gagaula, cuya vida cuenta muchas generaciones. Nadie entre nosotros es lo suficientemente viejo para haber presenciado su construcción, ni nadie hay ahora que pueda hacer obras iguales a ésta; pero el rey la conserva, no consintiendo que la hierba eche raíces en su blanco pavimento.
—¿Y qué mano dibujó los signos sobre los muros de la cueva por donde pasa? —volví a preguntar, refiriéndome a los relieves, al parecer egipcios, que habíamos visto.
—Señor, la misma mano que abrió en la roca este camino, trazó aquellos signos maravillosos. No sabemos quien los hizo.
—¿Cuándo vino el pueblo kukuano a estas comarcas?
—Nuestra raza, señor, abandonando las grandes tierras que hay allá lejos —y apuntaba hacia el Norte— bajó a estas llanuras, arrollándolo todo cual impetuoso torrente, hace diez mil miles de lunas. Esas altas montañas cubiertas de nieve —y señaló a las heladas cumbres— testigo de nuestros horribles sufrimientos, contuvieron su empuje, según cuentan viejas tradiciones que de generación en generación han llegado hasta nuestros oídos, y dice Gagaula, la sabia, la hechicera. Detenidos por esa infranqueable barrera, y viendo que este país era muy bello y rico, decidieron establecerse aquí, donde creciendo en fuerza y poderío, son sus hijos tan numerosos como las arenas del mar, y hoy, a la voz de Twala, el rey, sus regimientos, cubren con sus plumeros la llanura en todo cuanto la vista de un hombre puede abarcar.
—Y si vuestra tierra está encerrada entre montañas que nadie puede atravesar, ¿dónde está el enemigo que vuestros regimientos deben combatir?
—Os equivocáis, señor, nuestro país, es completamente abierto hacia allá —volviendo a indicar al Norte— y de cuando en cuando, nubes de guerreros de una tierra desconocida, lo invaden para morir a nuestras manos. Como la tercera parte de la vida de un hombre habrá que tuvimos una terrible guerra. Muchos millares de los nuestros perecieron en ella, pero destruimos a todos los que venían a devorarnos. Después no nos han vuelto a atacar.
—¿Vuestros guerreros, por consiguiente, deben aburrirse del forzado reposo de sus lanzas?
—Señor, apenas destruimos al pueblo que como manada de lobos cayó sobre nosotros, tuvimos otra guerra, pero fue una guerra civil, de perro contra perro.
—¿Cómo así?
—El rey, mi hermano por parte de padre, señor, tenía un hermano gemelo llamado Imotu. Es costumbre entre nosotros, cuando tal suceso ocurre, matar al más débil de los dos recién nacidos; pero la madre del rey no lo hizo así, y llevada de la pena que esto le causaba, ocultó al que debía morir, al que hoy es Twala, el rey.
—Bueno, ¿y qué?
—Kafa, nuestro padre, señor, murió cuando ya éramos hombres, y mi hermano Imotu, reconocido y proclamado como su sucesor, comenzó a reinar, teniendo algún tiempo después un hijo en su esposa favorita.
Cuando este niño tenía tres años de edad, precisamente al final de la gran guerra que antes os he citado, se presentó una espantosa hambre, consecuencia de aquella, pues por largo tiempo había impedido la siembra y recolección de los frutos, y el pueblo, exaltado por el terrible azote parecía encolerizado león dispuesto a desgarrar la primera presa que cayese bajo su poder. Entonces, aprovechando el instante en que la hambrienta multitud, medio rebelada, murmuraba de su rey, Gagaula, la mujer sabia y terrible, la que nunca muere, gritó a los amotinados: «El rey Imotu no es vuestro rey»; entrando enseguida en una choza, sacó de ella a Twala, a quien había guardado oculto desde su nacimiento, y arrancándole el «moocha» o ceñidor que cubría su cintura, mostró al pueblo kukuano la marca de la sagrada serpiente en derredor de su talle, con la cual se señala, al hijo primogénito del rey a poco de nacer, y volvió a exclamar con robusto acento: «¡Ved aquí vuestro rey, a quien he salvado para vosotros!»
El pueblo, ignorando la verdad y arrastrado por el hambre, que le obscurecía la razón, exclamó: ¡El Rey! ¡El Rey! pero yo sabía que todo era una impostura; nuestro hermano Imotu era el mayor de los gemelos, y por consiguiente el verdadero rey. Creció el tumulto y estaba en su apogeo cuando éste, que se encontraba herido y muy enfermo en su cabaña, salió de ella apoyándose en el brazo de su esposa, andando lenta y penosamente, y seguido de su pequeño Ignosi (el relámpago).
—¿Qué significa este alboroto? —preguntó. ¿Por qué gritáis: ¡El Rey! ¡El Rey!? entonces Twala, su propio hermano, el que había nacido en la misma hora y de la misma mujer, corrió a él, y asiéndolo por el cabello le atravesó el corazón con su cuchillo. El pueblo, voluble por naturaleza y dispuesto siempre a rendir sus homenajes al sol que se levanta, aplaudió estrepitosamente, vociferando: ¡Twala es rey! ¡Viva Twala! ¡Ahora, todos sabemos que Twala es rey!
—¿Y cuál fue la suerte de la esposa de Imotu y de su hijo Ignosi? ¿También Twala los mató?
—No, mi señor. Cuando ella vio que su amo y esposo había sido muerto, cogió a su hijo, y dando un grito terrible, huyó de allí. Dos días mas tarde se acercó a un kraal impulsada por el hambre, y nadie quiso darle un trago de leche o alimento alguno; su esposo el rey había muerto, era una infortunada, y los hombres odian el infortunio; sin embargo, a la caída de la noche, una muchacha, casi una niña, salió en su busca y le llevó algo que comer; ella bendijo a la compasiva niña y se dirigió con su hijo hacia las montañas antes que el sol apareciera sobre el horizonte, en donde deben haber perecido, después nadie desde entonces ha vuelto a ver a ella ni al pequeño Ignosi.
¿De manera que si ese Ignosi hubiera vivido, él sería el verdadero rey del pueblo kukuano?
—Así sería, mi temido señor, la serpiente sagrada rodea su cintura. Si vive, es nuestro rey, pero ¡ay! largo tiempo hace que ha muerto.
En este instante llegamos a la vista de una aldea compuesta de numerosas chozas, rodeada por una empalizada que defendía un ancho y profundo foso.
—¿Veis ese kraal, señor? Pues en ese mismo fue en donde se vio por la última vez a la esposa e hijo de Imotu, y en él vamos a dormir esta noche, si es que acaso —añadió con cierto acento de duda— duermen mis señores en este mundo.
—Cuando estamos entre los kukuanos, amigo Infadús, hacemos exactamente lo mismo que los kukuanos hacen —le dije con majestuoso acento, y volviéndome de pronto para hablar a Good, quien, muy mal humorado y ocupado completamente en impedir que la brisa de la tarde jugase con el ruedo de su camiseta, caminaba detrás de nosotros, encontreme de manos a boca con Umbopa, que casi venía pisándome los talones y evidentemente había oído con el mayor interés mi conversación con Infadús. Su rostro mostraba la más curiosa expresión, y sugería la idea del hombre que lucha por traer a la memoria el recuerdo de algo, que cual vaga o indeterminada sombra, aparece y desaparece en las densas brumas del pasado.
Mientras tanto, descendíamos con paso rápido hacia la ondulante llanura. Las montañas que habíamos cruzado se alzaban altivas a nuestras espaldas, y los picos del Sheba aparecían modestamente envueltos en vaporosa neblina. A medida que nos internábamos en aquel país, crecían los encantos de su paisaje. La vegetación exuberante, pero no tropical, el sol resplandeciente y tibio, pero jamás abrasador, y la brisa suave y embalsamada por las fragantes plantas que enverdecían los repechos de las colinas, convertían esta tierra desconocida en una especie de paraíso terrenal. Nunca he visto un suelo tan privilegiado en belleza, riqueza natural y clima. El Transvaal es un precioso país, pero no vale nada comparado con Kukuana.
Al emprender la marcha, Infadús había despachado un correo para el kraal, que entre paréntesis pertenecía a su mando militar, dando aviso de nuestra llegada. El correo había partido a la carrera con extraordinaria velocidad, la que, según me dijo Infadús, sostendría en todo el camino, estando como estaban muy acostumbrados a este violento ejercicio que practicaban mucho los de su nación.
Cuando distinguimos el kraal nos apercibimos del resultado de este mensaje. Estábamos a dos millas de dicho lugar cuando vimos salir por sus puertas, compañía tras compañía, una numerosa tropa que se dirigió a nuestro encuentro.
Sir Enrique me cogió por un brazo y me observó que parecía íbamos a encontrarnos con una recepción, nada de nuestro agrado. Algo en su tono atrajo la atención de Infadús, que dijo apresuradamente:
—Nada teman mis señores, en mi pecho no habita la perfidia. Ese regimiento está bajo mi mando y, obedeciendo a mis órdenes, viene a rendiros los honores que merecéis.
Contestele con un tranquilo movimiento de cabeza, por más que en mi interior nada tranquilo me sentía.
A media milla de las puertas del kraal, arrancaba del camino en muy suave pendiente, un despejado campo, y en él se situaron las compañías. Espléndido espectáculo presentaban los trescientos hombres que contaba cada una con sus brillantes lanzas y ondulantes penachos, al desfilar para ir a establecerse en los puestos que les correspondían.
Al llegar nosotros al citado lugar, doce compañías estaban ya alineadas a lo largo del camino, presentando una fuerza efectiva de tres mil seiscientos hombres.