Lector, mi vida ha sido dura, penosa; pocas cosas me la han hecho agradable y una de ellas es el haber presenciado aquella salida de la luna en la tierra de Kukuana. Nuestro amigo, el político Infadús, vino a arrancarnos de nuestra meditación.
—Si mis señores lo quieren, podemos continuar la jornada para Loo, en donde una cabaña dispuesta a recibirlos los espera. La luna alumbra el camino y no hay temor de que podamos tropezar y caer.
Asentimos y una hora después estábamos en las afueras de la población, que rodeada por millares de hogueras nos parecía interminable; Good, siempre afecto a maliciosas bromas, la bautizó, por este motivo, con el nombre de la «Indefinible Loo». A la sazón, que llegábamos a un ancho y profundo foso, franqueado por un puente levadizo, detúvonos al áspero ¡alto! del centinela y el ruido de las armas de la fuerza que guardaba aquella entrada. Infadús dio una seña, que no me fue posible entender, y contestándosele con un saludo, se nos permitió el paso, encontrándonos en la calle central de la inmensa y hermosa ciudad. A la media hora de desfilar por ella, entre dos líneas inacabables de chozas, Infadús hizo alto a la entrada de un grupo de éstas, que se alzaban en derredor de un patio cuidadosamente arenado, informándonos de que aquel era nuestro pobre alojamiento.
Entramos en él y hallamos que se había destinado una choza para cada uno de nosotros. Eran mucho mejores que las que hasta entonces habíamos visto, y en todas se encontraba un cómodo lecho formado por pieles curtidas, tendidas sobre blandos colchones de hierbas aromáticas. Tenían dispuesta nuestra comida, y tan pronto como nos hubimos lavado en anchas vasijas de agua, varias jóvenes de hermosa presencia se acercaron a nosotros con carnes asadas y harinas, esmeradamente servidas en platos de madera que nos presentaron haciendo respetuosas reverencias.
Comimos y bebimos a nuestro placer y, colocadas todas las camas en la misma choza por nuestro mandato, precaución que hizo sonreír a las amables y graciosas jóvenes, nos echamos a dormir, cansados de lo largo de la jornada.
Alto brillaba el sol, cuando al despertarnos, descubrimos a nuestras sirvientas, que de pie, silenciosas y ajenas a falsos rubores, aguardaban para ayudarnos a «vestir», según se les había ordenado.
—Vestirse gruñó más bien que murmuró el enfadado Good —poco trabajo y tiempo cuesta esto cuando se anda en camiseta y botas. ¡Tenga la bondad de pedirles mis pantalones!
Así lo hice, pero me contestaron que estas sagradas reliquias, estaban en poder del rey, quien nos vería aquella tarde. Entonces les mandé que nos dejaran solos, lo que hicieron con cierto asombro y bastante contrariadas, procediendo acto continuo a hacernos el mejor tocado, que las circunstancias nos permitían. Good la emprendió con el lado derecho de la cara, que se rasuró admirablemente, no consintiéndole que por concepto alguno atentase, como de buena gana lo hubiera hecho, contra la crecida barba que ornaba su lado izquierdo. En cuanto a nosotros nos contentamos con un buen lavado, y peinarnos el cabello. Las rubias guedejas de sir Enrique casi caían sobre sus hombros, asemejándole más que nunca a un antiguo dinamarqués, mientras que mis entrecanas greñas medían una pulgada, media más allá del límite que por lo general acostumbraba conceder a su crecimiento.
Concluíamos de fumar nuestra pipa después del almuerzo, cuando apareció Infadús en persona a participarnos que Twala, el rey, estaba dispuesto para recibirnos, si teníamos a bien acudir inmediatamente a su presencia.
Le contestamos preferíamos esperar hasta que el sol estuviese más alto, pues aún nos sentíamos cansados de nuestro largo viaje; porque nada es tan conveniente como el no manifestar el más mínimo apresuramiento cuando se trata con gentes por civilizar, siempre prontas a confundir los actos de la política con las manifestaciones del miedo y del servilismo. Por consiguiente, y aunque por nuestra parte deseábamos ver a Twala tanto como Twala pudiera desear el vernos, nos sentamos y con toda calma nos pusimos a arreglar los presentes que nuestras pobres circunstancias nos permitían hacer; consistían éstos en el Winchester que con algunas municiones destinábamos para Su Majestad y sartas de cuentas que pensábamos distribuir entre sus mujeres y cortesanos. Ya habíamos dado algunas a Infadús y Scragga, quienes manifestaron mucho contento al recibirlas y nos dijeron que nunca habían visto cosa semejante. Pasada una hora larga y terminados todos estos preparativos, dijimos a Infadús que estábamos dispuestos a seguirle, y guiados por él, emprendimos la marcha hacia la corte, acompañados de Umbopa que llevaba el rifle y las cuentas de nuestro regalo.
Después de andar unas cuatrocientas varas llegamos a una cerca parecida a la que rodeaba las chozas en donde se nos había alojado; pero como cincuenta veces mayor y encerrando en un espacio de terreno que por lo menos sumaba de seis a siete acres. Adosadas a esta cerca se levantaban en fila un sinnúmero de chozas, que eran las habitaciones de las mujeres del rey, y diametralmente opuesta a la puerta de entrada y aislada, una muy grande en donde residía Su Majestad. Todo el resto del terreno estaba despejado o, mejor dicho, hubiera estado despejado a no aglomerarse en él compañía tras compañía siete u ocho mil guerreros que al parecer formaban en parada. Inmóviles como estatuas, ondeantes los amplios penachos, relucientes los hierros de sus temibles lanzas y marcialmente cogidos los férreos escudos forrados de piel, presentaban un conjunto imponente del que imposible me sería dar una idea.
El frente de la gran choza estaba completamente desembarazado y en él se veían unos taburetes.
A una señal de Infadús ocupamos tres de ellos, Umbopa se colocó de pie detrás de nosotros y nuestro introductor fue a situarse a la puerta de la choza. Así aguardamos unos diez minutos, en medio del más sepulcral silencio y blanco de las convergentes miradas de ocho mil hombres. Sin duda alguna aquello era en cierto modo una prueba terrible para nuestros nervios, pero dominándolos la resistimos con tanta sangre fría como pudimos.
Al fin abriose la puerta de la cabaña y un hombre de gigantesca talla, con una magnífica piel de tigre echada por encima de los hombros, salió de ella, seguido por el joven Scragga y algo que nos pareció ser un viejísimo mono envuelto en una capa lanuda. El primero se sentó en un taburete, Scragga se situó a sus espaldas y el repugnante mono, arrastrándose a gatas, llegó a la sombra que arrojaba la choza, en donde se agachó a semejanza de un perro.
Nada interrumpió el profundo silencio que allí reinaba. Nuestro hércules, al cabo de un corto momento, dejó escurrir la piel que llevaba en los hombros, y se irguió, ofreciendo a nuestra vista una figura verdaderamente alarmante. Era la de un hombre enorme con el aspecto más repulsivo que se puede imaginar. Belfudos los labios, grande y aplastada la nariz, siniestra la mirada de su único ojo (pues el otro estaba reemplazado por su asquerosa y vacía cavidad), salíanle al rostro la crueldad y el sensualismo de un carácter endurecido y depravado. Llevaba en la cabeza un precioso penacho de plumas blancas de avestruz, cubría su cuerpo una reluciente cota de malla y ceñía la cintura y nacimiento de la pantorrilla con los usuales adornos de rabo blanco de buey. Armada su diestra con disforme lanza, rodeábale el cuello un aro o collar de oro y, atado a su frente, ostentaba un magnífico diamante sin tallado ni pulimento alguno.
Aún continuó el silencio, pero por breves momentos, pues aquel coloso, que desde el primer instante conocimos era el rey, levantó su terrible lanzón e inmediatamente ocho mil lanzas se alzaron centelleantes por encima de aquella multitud de cabezas, y de ocho mil gargantas salió uniforme y sonoro el
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o saludo real. Tres veces y con cortos intervalos se repitió igual movimiento y aclamación, y en cada una aquel ruido, sólo comparable a las notas más bajas del trueno, hizo retemblar el suelo.
—Humíllate, ¡oh pueblo! —profirió una voz discordante y chillona que parecía salir del mono que se arrebujaba en la sombra— ¡es el rey!
—¡Es el rey! —clamaron estentoreamente ocho mil gargantas.
—Humíllate, ¡oh pueblo! es el rey.
Siguiose otro momento de silencio, de absoluto silencio, que fue interrumpido por el sonoro choque de un escudo al herir el endurecido pavimento de piedra apisonada. Un soldado a nuestra izquierda había dejado caer el suyo.
Twala, volviendo el rostro, clavó la mirada de su helado ojo en el lugar donde se escuchó el ruido, y con voz de trueno, gritó:
—Ven aquí, tú.
Un joven de agradable apariencia, salió de las filas y fue a colocarse delante de su Señor.
—¿Eres tú quien has dejado caer el escudo, perro imbécil? ¿Has querido sonrojarme en presencia de los extranjeros, hijos de las estrellas? ¡Habla! ¿Qué tienes que decir? —Vimos al infeliz palidecer a pesar de su bronceado color.
—Ha sido una casualidad, ¡oh hijo de la vaca negra! —murmuró con desmayado acento.
—Entonces, paga por tu casualidad. Me has avergonzado y vas a morir.
—Manda, soy el siervo del rey —fue su abyecta contestación.
—¡Scragga! —rugió en vez de gritar, con ronco acento el rey— déjame ver cómo manejas tu lanza. Mátame a ese miserable perro.
Scragga, dio unos cuantos pasos al frente, con una repugnante expresión de complacencia y afianzó su lanza.
La pobre víctima se cubrió los ojos con las manos. Nosotros estábamos materialmente petrificados por el horror que nos inspiraba aquella escena. Dos veces balanceó el arma para darle impulso a la tercera, retirando el brazo todo lo posible, despidió la lanzada que, ¡ah, Dios mío! hiriéndole en el mismo centro del pecho, lo traspasó de parte a parte. Como un pie de la ensangrentada moharra apareció por la espalda del soldado, que levantó las manos y rodó muerto a los pies de su verdugo. Algo semejante a un murmullo se alzó de las apretadas filas; pero, alejándose de las primeras hacia las últimas, gradualmente se desvaneció hasta desaparecer completamente. La tragedia estaba consumada; el ensangrentado cadáver yacía allí entre nuestros atónitos ojos, y aún no nos dábamos cuenta de lo que había ocurrido. Sir Enrique, de un salto, se puso de pie, dejando escapar un enérgico juramento; pero dominado por lo imponente del silencio que todos guardaban, volvió a ocupar su asiento.
—Ha sido un buen bote de lanza —dijo el rey— llevad eso de aquí.
Cuatro hombres salieron de las filas y levantando el cadáver de la víctima de aquel cobarde asesinato, se retiraron con él.
—Tapen las manchas de sangre, ¡tápenlas bien! —gritó la voz chillona de aquel indefinible ser, tan semejante a un asqueroso mono— ¡las palabras del rey han sido pronunciadas! ¡la justicia del rey está ya hecha!
Inmediatamente, una muchacha con un jarro de cal apareció por detrás de la choza, y vertiéndola sobre las enrojecidas señales, las borró de nuestra vista.
Mientras tanto, sir Enrique saltaba de cólera y difícil en verdad nos fue contenerle.
—Por el Cielo, estese tranquilo —le dije en voz baja— nuestras vidas dependen de ello.
Accedió, y por un esfuerzo de voluntad reconquistó su perdida impasibilidad.
Twala continuó silencioso hasta que los rastros de la tragedia desaparecieron bajo una capa de cal; entonces se dirigió a nosotros.
—Hombres blancos, que venís no sé de dónde ni para qué, ¡salud!
—Salud, Twala, rey de los kukuanos —contesté.
—Blancos, ¿de dónde sois, y qué buscáis?
—Somos de las estrellas. Venimos a ver esta tierra.
—De muy lejos llegáis para ver cosa bien pequeña —y señalando a Umbopa— ¿ese también viene de las estrellas?
—También ha bajado de ellas; hombres de tu mismo color viven al otro lado de los cielos; pero no me preguntes más por cosas que son demasiado elevadas para ti, Twala, rey de los kukuanos.
—Altiva es tu voz, hijo de las estrellas —replicó con un tono que bien poco me agradó—. Recuerda que las estrellas están muy distantes, mientras que tú con los tuyos os encontráis aquí, al alcance de mi mano. ¿No temes haga con vosotros como hice con aquel cuyo cuerpo retiraron ha poco?
Lancé una carcajada, aunque maldito el deseo que de reírme tenía.
—¡Oh, rey! Ten cuidado, anda con cautela, por encima de ascuas, no vayas a quemarte los pies; no juegues con los filos de tu lanza, si no quieres cortarte las manos. Toca uno solo de nuestros cabellos y caerás como herido por el rayo. ¿Acaso esos —señalando Infadús y Scragga (este malvado a la sazón limpiaba tranquilamente su enrojecida arma)— no te han dicho qué clase de hombres tienes ante ti? ¿Has visto seres semejantes a nosotros alguna vez? —y tendí el brazo hacia Good, bien seguro de que jamás sus ojos habían tropezado con alguien, cuyo aspecto se pareciera en lo más mínimo al de nuestro camarada.
—Nunca en verdad.
—¿No te han dicho cómo herimos de muerte desde lejos?
—Sí, me lo han dicho, pero no lo creo. Mostrádmelo ahora. Mátame un hombre de aquellos —señalando a los que estaban formados al lado opuesto del kraal— y entonces te creeré.
—No, sólo derramamos la sangre de un hombre cuando así lo exige un justo castigo; pero si quieres verlo, manda a tus criados hagan entrar un buey por la puerta del kraal, y antes que se haya apartado veinte pasos de ella, lo verás caer muerto a nuestra mano.
—No —replicó riéndose— mátame a un hombre y daré fe a tus palabras.
—Sea, ¡oh rey! como lo pides —contesté con frialdad— levántate, cruza por esta parte despejada y antes que tu planta alcance la puerta, habrás dejado de existir; y si así no lo quieres, envía a tu hijo Scragga (a quien en aquel momento hubiera tomado con placer por blanco de mi rifle). Al oír mi proposición el joven perverso, dejando escapar un aullido, de un salto desapareció en la choza. Twala frunció majestuosamente el ceño. La idea no le agradaba.
—Traed un buey —mandó al cabo de un corto silencio.
Dos hombres partieron inmediatamente a la carrera.
—Ahora, sir Enrique, dispare usted, quiero que estos brutos sepan no soy yo el único mago entre nosotros.
Sir Enrique tomó su rifle y lo preparó.
—Espero hacer un buen blanco.
—Es preciso que lo haga. Si falla con el primer cañón, fuego con el segundo. Alza para 150 varas, y aguarde a que el animal presente el costado.
Después de un momento de espera, descubrimos un buey que corría directamente hacia la puerta del kraal, pronto la atravesó, y asustado por el gentío allí apiñado, se detuvo, volviose de lado y mugió.