En Inyati, última estación comercial del país de Matabele, cuyo rey, Lobengula, entre paréntesis, es un gran belitre, nos vimos forzados a abandonar nuestro carro, lo que hicimos con mucho sentimiento. De la hermosa partida de veinte bueyes que había comprado en Durbán, solamente nos quedaban ocho: uno había muerto de la mordedura de una cobra, tres de cansancio y por falta de agua, otro se nos había extraviado, y los tres restantes habían perecido envenenados con la hierba llamada «tulipa». Cinco más se nos enfermaron por ese motivo, pero logramos salvarlos haciéndoles beber una infusión de sus hojas, que si se administra a tiempo es un antídoto infalible. Dejamos el carro y los bueyes al cuidado de Tom y Goza, el guía y el conductor, quienes eran dignos de toda la confianza, suplicando al mismo tiempo a un misionero escocés, que moraba en este salvaje lugar, no perdiese de vista nuestra propiedad. Entonces, acompañados por Umbopa, Kuiva, Ventvögel y media docena de cargadores que alquilamos en aquel lugar, proseguimos a pie nuestra arriesgada empresa. Recuerdo que todos guardábamos silencio al emprender la marcha, tal vez cada uno de nosotros pensaba si volvería a ver el carro, lo que por mi parte ni siquiera soñé. Por un rato anduvimos sin decir una palabra, hasta que Umbopa, quien iba a la cabeza comenzó un canto de los zulúes, que se refería a unos valientes que, cansados de la vida y de la pacífica monotonía de las cosas, se lanzaron a los salvajes desiertos para buscar otras nuevas o morir, y que ¡oh sorpresa! en vez de llegar al agreste lugar que creían encontrar al internarse hasta el centro de aquellas soledades, sorprendioles una tierra preciosa, habitada por graciosas y bellas mujeres, donde pastaba abundante ganado y había mucha caza y enemigos que matar.
Nos reímos al terminar su canto, tomándolo como a buen augurio. Umbopa era un vivo y alegre salvaje, aunque siempre de una manera digna, a menos que le acometiera un acceso de mal humor, y tenía una maravillosa habilidad para alegrar a todo el mundo. No había uno entre nosotros que no le quisiera.
Y ahora vayamos a la aventura que quiero referir, porque no hay cosa que me guste tanto como un episodio de caza. A quince días próximamente de Inyati, comenzamos a cruzar por un país cuyos bosques estaban abundantemente regados. Los barrancos que surcaban las colinas escondíanse bajo una espesa maleza de «idoro», como la llaman los nativos, o de espinoso «wacht-eenbeche» (aguarda un poco), y por doquiera se destacaban numerosos y hermosísimos árboles «amachabelle», agobiados por el peso de sus frescas frutas amarillas de grandes almendras. Esta planta es el alimento predilecto del elefante, y no cabía duda que alguno de esos enormes brutos debía rondar por allí, porque a más de sus huellas, los árboles estaban desgajados recientemente y aun arrancados de raíz.
Una tarde, después de una larga jornada, llegamos a un lugar delicioso. Bordeaba la base de una colina cubierta de arbustos, el lecho seco de un río, en el que se veían algunas pozas de agua cristalina, cuyas orillas estaban removidas por recientes pisadas de animales. Frente a la colina encontrábase una llanura semejante a un parque, en donde alternaban con montecillos de mimosas las hojas lustrosas de algunos machabelles, mientras que, abarcándolo todo, dilatábase en derredor cual ancho mar, el espeso y silencioso arbusto.
Dirigímosnos al exhausto cauce, y al poner nuestros pies sobre su lecho, hicimos partir, en repentina y precipitada fuga, una manada de jirafas, que con sus colas levantadas y extraña manera de correr, más que galopar, parecían navegar por aquel océano de verdura, acompañadas por el castañeteo de sus rápidas pisadas. Estaban a trescientas varas de nosotros, por consiguiente fuera de tiro; pero Good, que marchaba a la cabeza con su arma cargada, no pudo contenerse, y apenas apuntando, hizo fuego sobre la más rezagada de la partida, la que, por un azar inexplicable, herida en el cuello y dando una voltereta como un conejo, fue a rodar por el suelo con las vértebras cervicales destrozadas. Nunca había, visto cosa más curiosa.
—¡Voto va! exclamó Good, quien tenía, aunque con pesar lo afirme, el hábito de emplear, cuando se excitaba, un lenguaje sobrado rudo, sin duda contraído en su vida de marino, ¡voto va! que la maté.
—¡Oh, «Bougwan»! —gritaron los kafires— ¡oh! ¡oh! —quienes llamaban a Good «Bougwan» (ojo de vidrio) a causa de su lente.
—¡Bravo, «Bougwan»! —repetimos sir Enrique y yo— y desde aquel momento, la reputación de nuestro amigo, como tirador, quedó definitivamente establecida entre los kafires, aunque en realidad lo era bien malo, pero disimulábamos sus yerros en obsequio a aquella jirafa.
Enviamos a algunos de los nuestros a cortar la mejor carne de la jirafa, y nosotros emprendimos la construcción de un «scherm» o alojamiento, como a cien varas a la derecha de una charca. Hácese éste cortando una buena cantidad de arbustos espinosos, que se plantan enlazándolos de manera que formen un seto o valla circular, y después de limpiar el espacio que encierran, en el centro, se tiende una cama de hierba tambouki seca, si se encuentra, y se encienden una o varias hogueras.
Cuando terminábamos dicha obra, la luna aparecía en el horizonte, y nuestra cena, compuesta de carne de jirafa y de sus huesos medulares asados, estaba ya dispuesta. ¡Cómo gustamos de su sabroso tuétano, a pesar de que era trabajo más que pesado el romperlos! No conozco bocado más exquisito, si se exceptúa el corazón del elefante, y con eso nos regalamos al siguiente día. Cenamos nuestras sencillas viandas a la luz de la luna, deteniéndonos a veces para congratular a Good por su maravilloso tiro, y, terminadas, nos pusimos a fumar y conversar; por cierto que debíamos formar un curioso cuadro, sentados como estábamos en diferentes posiciones, alrededor del fuego. Indudablemente que yo, con mi cabello rizado algo gris, y sir Enrique con sus amarillentas guedejas, que ya comenzaban a estar demasiado largas, haríamos notable contraste, sobre todo atendiendo a que yo soy trigueño, y sir Enrique es alto, grueso y casi dobla mi peso. Pero creo que de los tres, desde todos los puntos de vista, era el capitán Good, quien, sentado sobre un saco de cuero, parecía como si acabara de llegar de un agradable día de caza en un país civilizado, completamente pulcro y esmeradamente vestido. Llevaba un traje de caza escocés obscuro, un sombrero que hacía juego con él y unas limpias polainas; como de costumbre, estaba cuidadosamente afeitado, y su lente y sus dientes no delataban el menor olvido; en resumen, su conjunto era el del hombre más elegante que jamás hubiera encontrado en el desierto. Aún más, tenía puesto un cuello de celuloide, de los cuales traía algunos de repuesto.
—Ya usted ve, pesan tan poco —me había dicho con un aire inocente al expresarle mi sorpresa por tal cosa— además, me gusta parecer siempre un caballero.
Como iba diciendo, estábamos todos sentados, conversando a la luz hermosísima de la luna, y a la par observando a los kafires, que a corta distancia de nosotros fumaban su embriagadora «dacha» en pipas con boquillas de cuerno de antílope, hasta que uno a uno, envolviéndose en sus mantas, fueron quedándose dormidos al amor de la lumbre; pero no todos en realidad, pues Umbopa, quien según había observado no se mezclaba mucho con los demás, estaba sentado aparte, con la barba apoyada en la mano, y al parecer profundamente pensativo.
De pronto, un poderoso rugido partió del fondo del tupido monte que estaba a nuestras espaldas.
—¡Ese es un león! —exclamé yo, y todos nos pusimos a escuchar. Pero casi no había terminado mis palabras, cuando hacia la charca, que como dije distaba unas cien varas de nosotros, resonó el estridente trompeteo de un elefante.
—«¡Unkungunklovo! ¡Unkungunklovo!» (¡elefante! ¡elefante!) —murmuraron los kafires, y a los pocos minutos vimos una serie de bultos enormes y obscuros, que lentamente se alejaban de aquel lugar.
Good de un salto se puso en pie, ansioso de hacer rodar una nueva pieza, creyendo tal vez, que matar un elefante era cosa tan fácil como lo había sido para él concluir con una jirafa, pero yo le cogí por un brazo y le hice sentar, diciéndole:
—Cuidado con lo que hace usted, deje que se vayan.
—Paréceme que estamos en un paraíso de caza. Propongo nos detengamos aquí un día o dos y veamos cómo andan nuestras armas —dijo sir Enrique.
Quedé completamente sorprendido al oír esto, porque hasta aquel momento, sir Enrique sólo pensaba en acelerar nuestra marcha, especialmente desde Inyati, en donde nos cercioramos que hacía cosa de dos años, un inglés llamado Neville, había vendido su carro y continuado a pie su viaje hacia el interior; pero creo que sus instintos de cazador se apoderaron completamente de él.
Good casi saltó de contento, ardía en deseos de probar su puntería en aquellos elefantes, y, hablando en plata, lo mismo hice yo, porque remordía a mi conciencia dejar que tan hermosa manada escapase ilesa, cuando tan cerca estaba de la boca de mi rifle.
—Perfectamente —dije— creo que no nos vendrá mal ese pequeño recreo, y ahora durmamos pues para el alba debe estar en camino, si queremos sorprenderlos pastando antes de que emprendan sus correrías.
Los demás convinieron, y nos dirigimos a nuestra cama. Good se quitó la ropa, la sacudió, y después de guardar su lente y dentadura postiza en el bolsillo de los pantalones, la dobló con esmero, colocándola bajo una punta de su impermeable, para resguardarla del sereno. Sir Enrique y yo nos contentamos con arreglos más rudimentarios, y bien pronto, envueltos en nuestras mantas, dormíamos con ese sueño profundo y tranquilo que aguarda al caminante.
De repente nos despertó el ruido de una violenta lucha que parecía efectuarse cerca de la charca, y casi en el mismo instante nos ensordeció una serie de terribles rugidos. No podíamos equivocarnos, sólo un león era capaz de producirlos. Pusímonos de pie, y mirando al citado lugar, descubrimos una masa confusa, amarillenta y negra, que se revolvía en extraño combate, acercándose a nosotros. Cogimos los rifles, y calzándonos nuestras abarcas, abandonamos el
scherm
para salir a su encuentro; pero al hacerlo, la vimos caer y rodar por el suelo, y cuando llegamos hasta ella sus agitadas convulsiones habían cesado, su inmovilidad era absoluta.
Entonces comprendimos lo que era. Tendidos sobre la hierba, completamente muertos, teníamos a nuestros pies un antílope negro, el más hermoso de los antílopes africanos, y clavado en sus largos y corvos cuernos, un magnífico león de negra melena. Evidentemente, aquel antílope bajó a la charca para beber y el león, sin duda el mismo que antes oímos, allí en acecho, de un salto se había abalanzado sobre el citado animal mientras bebía, el que, recibiéndolo sobre sus agudas defensas, lo traspasó de parte a parte. Ya en otra ocasión había presenciado una cosa igual. El león, no pudiendo desprenderse de ellas, destrozó con sus poderosas mandíbulas y garras la espalda y cerviz de su intentada presa, la que, aterrorizada por el miedo y el dolor, había pugnado por escapar hasta que cayó muerta.
Tan pronto como hubimos examinado suficientemente los cadáveres de aquellos animales, llamamos a los kafires y entre todos los arrastramos al «scherm», y volvimos a nuestras camas para despertar con los primeros albores de la mañana.
Al asomar el día, estábamos ya de pie y haciendo los últimos preparativos para nuestra excursión. Nos armamos con los tres rifles de a ocho, y una buena provisión de cartuchos, llenamos nuestras grandes cantimploras con té frío y claro, que siempre me ha parecido la mejor bebida, y, después de tomar un almuerzo ligero, partimos acompañados por Umbopa, Khiva y Ventvögel, ordenando a los tres kafires que quitasen las pieles al león y antílope, y descuartizaran al último.
Nada difícil nos fue ponernos sobre la pista de los elefantes, que Ventvögel, después de examinarla, declaró formada por una partida de veinte a treinta, y en su mayoría, completamente desarrollados. Mas la manada se había alejado durante la noche, y eran ya las nueve y el sol calentaba demasiado, antes que los árboles desgajados, las hojas pisoteadas, las cortezas arrancadas, y el humeante estiércol, nos delataran su ya no lejana aparición.
En efecto, a los pocos momentos descubrimos la manada, que contaba, como Ventvögel calculó, de veinte a treinta cabezas, descansando tranquilamente en una hondonada y espantándose las moscas con sus disformes orejas. Era espléndido espectáculo el que ofrecían a nuestra vista aquellos gigantescos cuadrúpedos.
Unas doscientas yardas los separaban de nosotros: cogí un puñado de hierba seca y la tiré hacia arriba para conocer por donde soplaba el aire, pues si nos llegaban a husmear, se pondrían fuera de nuestro alcance antes de que tuviéramos tiempo de enviarles una bala; el viento, si es que había alguno, parecía venir desde los elefantes hacia nosotros; cerciorado de esto, nos echamos al suelo, y cubiertos por los arbustos, nos arrastramos sigilosamente hasta llegar a cuarenta varas de ellos sin producirles la menor alarma.
Precisamente quedaron delante de nosotros, presentándonos sus costados, tres brutos colosales, uno de ellos con enormes colmillos. Advertí muy quedo a mis compañeros que elegía el del centro; sir Enrique cubrió con su arma el de la izquierda, y Good el de la derecha, que era el de las grandes defensas.
—¡Ahora! —murmuré.
La triple explosión de nuestros rifles siguió rápidamente a mi palabra, y el elefante de sir Enrique cayó, como herido por un rayo con el corazón partido de un balazo. El mío dobló las rodillas, cuando creía verle rodar por el suelo, volviose a levantar, y, lanzándose en precipitada carrera, pasó cerca de mí; pero le traje a tierra con una nueva bala que le clavé entre las costillas y, cargando al mismo tiempo que corría hacia él, puse, con otra que le metí en el cerebro, término a la agonía del pobre animal. Entonces volvime para ver cómo Good se las había arreglado con su coloso, cuyos chillidos de cólera y dolor escuchara mientras remataba al mío; al acercarme al capitán le encontré en un gran estado de excitación. Parece que su elefante, al sentirse herido, dirigiose furioso contra su agresor, quien apenas tuvo tiempo para separarse de su dirección, continuando en su ciega acometida en sentido de nuestro campamento. Mientras tanto, la manada, presa del pánico, había desaparecido por el lado opuesto.
Discutimos por corto tiempo si debíamos perseguir al elefante herido o continuar tras la manada, y decidiendo esto último, partimos seguros de que nunca más pondríamos los ojos en sus enormes colmillos. ¡Ojalá así hubiera, sido! Fácil cosa fue continuar nuestra persecución, porque los elefantes, en su desesperada fuga, habían aplastado el tupido arbusto como si fuera endeble hierba, dejando un rastro que parecía un camino carretero.