Las minas del rey Salomón (3 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventuras

BOOK: Las minas del rey Salomón
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—¡Vaya una bondad! —exclamó el capitán— a no ser que hubiera preferido las vigilias de la media paga con que mis lores del Almirantazgo me han retirado del servicio. Y ahora, señor, espero que usted nos contará cuanto sepa o haya oído del caballero Neville.

Capítulo II

La leyenda de las minas del rey Salomón

—¿Qué oyó usted en Bamangwato con relación a la expedición de mi hermano? —preguntome sir Enrique, mientras yo hacía una pausa para cargar mi pipa, antes de contestar al capitán Good.

—Oí, y jamás he hecho mención de ello hasta hoy, que su hermano se dirigía a las minas de Salomón.

—¡Las minas de Salomón! —exclamaron a un tiempo mismo mis dos oyentes. ¿Dónde están esas minas?

—Lo ignoro, sí sé en donde se dice que están. Una vez vi los picos de las montañas que las rodean, pero un desierto de ciento treinta millas me separaba de ellas, y no sé que blanco alguno lo haya cruzado, excepto uno. Quizá lo mejor que puedo hacer, es contarle la leyenda de esas minas, tal como la conozco, dándome ustedes palabra de no revelar cosa alguna de lo que diga sin obtener mi consentimiento. ¿Aceptan ustedes? Tengo mis razones para decirlo así.

Sir Enrique hizo un signo afirmativo con la cabeza, y el capitán Good replicó:

—Ciertamente, ciertamente.

—Bien, como ustedes pueden suponer, por regla general, los cazadores de elefantes somos incultos, rudos y apenas nos inquietamos por algo, fuera de las realidades de la vida y las costumbres de los kafires. Sin embargo, a veces se encuentra a alguno, que se toma la molestia de recoger las tradiciones de los nativos, para hacer con ellas un poco de la historia de este obscuro continente. Un hombre de esta clase, fue el primero que me contó la leyenda de las minas de Salomón, hará como treinta años, cuando efectuaba yo mi primera cacería de elefantes en el país de Matabele. Se llamaba Evans: fue muerto al siguiente año ¡pobre compañero! por un búfalo herido, y sus restos están enterrados cerca de las cascadas de Zambesi. Recuerdo que una noche le refería las magníficas obras que había descubierto, mientras cazaba antílopes y kudúes en lo que ahora es el distrito de Lydemburgo en el Transvaal. Sé que las han explorado últimamente en busca de oro, pero ya las conocía yo años atrás. Encuéntrase allí un ancho camino carretero abierto en la roca, el que conduce a la entrada de una galería, y en ella, cerca de su boca, se ven trozos de cuarzo aurífero convenientemente hacinados para la trituración, lo que prueba que los trabajadores, fueran quienes fueran, abandonaron aquel sitio en precipitada fuga; y más al interior, como a veinte pasos de la entrada, un trozo de galería edificada transversalmente, que es en realidad, un precioso trabajo de mampostería.

—¡Bueno! —dijo Evans— pero yo les contaré algo aún más curioso que eso, y pasó a referirme cómo internándose mucho en el país, dio con una ciudad arruinada, que él creía era la Ophir de la Biblia, lo que, entre paréntesis, han venido a suponer otros hombres más entendidos, largo tiempo después que el pobre Evans lo dijera. No puedo olvidar le escuchaba con gran atención, porque como joven al fin, la relación de todas esas maravillas de la antigua civilización y la de los tesoros que los aventureros hebraicos y fenicios extraían de una tierra, ha tanto tiempo sumida en la más profunda barbarie, se apoderaban por completo de mi imaginación, cuando repentinamente me preguntó:

—Muchacho, ¿has oído hablar alguna vez de las montañas de Sulimán, allá hacia el Noroeste del país de Mashukulumbwe?

—Nunca —le contesté. Pues bien, allí es en donde realmente Salomón tenía sus minas, sus minas de diamantes, quiero decir.

—¿Cómo lo sabe usted?

—¿Cómo lo sé? ¡y qué es Sulimán sino una corrupción de Salomón! además, una vieja, Isanusi (bruja curandera), del país de Manica, me dio todos los pormenores sobre el particular. Me dijo que al otro lado de las montañas habitaba una especie de zulúes, pero mucho más robustos, de mejor figura y que hablaban este dialecto; añadiendo vivían entre ellos grandes hechiceros, que habían aprendido su arte de los blancos, cuando el mundo entero estaba entre tinieblas, y quienes guardaban el secreto de una mina maravillosa de piedras relucientes. Reime de esta historieta a la sazón, a pesar de que me interesaba, pues aún no se habían descubierto los criaderos de diamantes; el pobre Evans se separó de mí, muriendo poco tiempo después, y pasaron veinte años sin que volviera a acordarme de tal asunto. Pero precisamente a los veinte años, y esto no es corto tiempo, caballeros, que rara vez los cuenta en su oficio un cazador de elefantes, supe algo más concreto respecto a las montañas de Sulimán y país que se extiende al otro lado de ellas. Encontrábame en el país de Manica, en un lugar denominado el Kraal de Sitanda, bien miserable por cierto, pues nada se hallaba allí de comer y la caza era escasísima. Atacome la fiebre y me sentía bien malo, cuando un día llegó un portugués, acompañado de un solo criado, un mestizo. Hoy conozco a conciencia a esos portugueses de Delagoa. No creo haya en la tierra entera malvados más dignos de la cuerda, que esos infames, que viven y engordan con las lágrimas y sangre de sus esclavos. Pero éste era hombre completamente distinto de los seres groseros que estaba acostumbrado a encontrar, y me hizo recordar todo cuanto sobre los cumplidos y corteses fidalgos había leído. Era alto de estatura, delgado, con los ojos grandes y obscuros, y bigote entrecano y rizado. Conversamos un rato, pues, aunque estropeándolo, hablaba algo el inglés y yo entendía un poco su idioma; así pude saber se llamaba José da Silvestre, y tenía una posesión cerca de la bahía de Delagoa; y al siguiente día, al proseguir su viaje, acompañado de su mestizo, me dijo, quitándose galantemente el sombrero, como en otros tiempos se usaba:

—Adiós, adiós señor, si alguna vez volvemos a encontrarnos, seré el hombre más rico del mundo y no me olvidaré de usted. Reime un instante, pues estaba demasiado débil para reírme mucho, y mientras él avanzaba, por el Oeste hacia el gran desierto, le seguí con la vista, pensando si estaría loco o qué podía imaginarse iba a encontrar allí.

Transcurrió una semana: una tarde, repuesto ya de la fiebre, estaba sentado en el suelo frente a mi tienda, comiéndome el último muslo de un ave, que había obtenido de un nativo a cambio de un pedazo de tela, que valía veinte veces más, y miraba al enrojecido y ardoroso sol que parecía hundirse en las arenas del desierto, cuando repentinamente vi a un hombre, en apariencia un europeo, pues vestía una levita, sobre el declive ascendente del terreno opuesto a mí y como a trescientas varas de distancia. Aquel hombre se arrastraba sobre sus manos y rodillas, a breve trecho se irguió, y dando traspiés ganó unas pocas varas más, para volver a caer y continuar arrastrándose. Comprendiendo que necesitaba auxilios, envió sin pérdida de tiempo a uno de mis cazadores para que se los prestara, el que le condujo hasta mí, y ¿quién suponen ustedes era aquel desgraciado?

—José da Silvestre, no hay duda —contestó el capitán Good.

—Sí, José da Silvestre, o mejor dicho, su esqueleto cubierto por una piel rugosa y tostada. El color amarillento de su cara daba a conocer la intensa fiebre biliosa que lo abrasaba. Sus ojos parecían salírseles de las órbitas, a tal punto sus carnes se habían consumido. En él, la vista descubría sólo una piel apergaminada y amarilla, cabellos encanecidos y los huesos que se marcaban en toda su desnudez.

—¡Agua, por Jesucristo, agua! —exclamó con débil y doloroso acento. Entonces observé que tenía los labios partidos y la lengua, hinchada y ennegrecida, fuera de la boca.

Le di agua mezclada con un poco de leche y bebió a grandes tragos, y sin detenerse, dos largos cuartillos. No le permití tomase más, y entonces, un acceso de fiebre le hizo rodar por el suelo, comenzando a delirar con las montañas de Sulimán, los diamantes y el desierto. Le llevé a mi tienda e hice todo cuanto en mi mano estaba por aliviarle, aunque conocía demasiado bien la inutilidad de mis esfuerzos. Hacia las doce se tranquilizó, yo me acosté en busca de reposo y me quedé dormido. Desperteme al amanecer, y a la media luz que nos envolvía, le vi sentado: parecía un espectro, tanto había enflaquecido, y miraba tenazmente hacia el desierto, en ese instante, el primer rayo del naciente sol, cruzando por encima de la inmensa llanura que ante nuestra vista se dilataba, fue a dorar la cumbre más erguida de las Montañas de Sulimán, que allá a lo lejos, a centenares de millas de ricos cotos alzábanse hasta el cielo.

—¡Allí, allí es! —gritó el moribundo en portugués, tendiendo su largo y descarnado brazo— ¡pero nunca llegaré a ella! ¡Nadie, nadie lo podrá lograr!

De repente enmudeció, y a breve rato, y como si hubiera tomado una resolución, volviose hacia mí y me dijo:

—Amigo mío, ¿está usted ahí? Mi vista, comienza a obscurecerse.

—Sí —le contesté— sí, pero acuéstese ahora y descanse.

—¡Ay! —murmuró— bien pronto descansaré… tengo sobrado tiempo para descansar… ¡toda una eternidad! Escúcheme: ¡estoy agonizando! Ha sido bondadoso para conmigo… ¡Le daré mi secreto! Tal vez usted llegará hasta ella, si el desierto no le mata como ha muerto a mi pobre criado y a mí.

Entonces tentose la camisa y a poco extrajo de ella algo que en un principio tomé por una petaca de piel de antílope, de las que usan los boers, atada con un cordón, que en vano traté de desamarrar. Entregómela diciéndome: «desátela». Así lo hice y saqué de ella un papel cuidadosamente doblado y un pedazo de tela amarillenta y raída (véase al principio), escrita con caracteres casi ininteligibles.

—Hecho esto —prosiguió con voz apagada, pues su debilidad aumentaba por momentos— ese papel es la exacta reproducción de todo lo que hay escrito en el harapo.

¡Muchos años me ha costado descifrarlo! Atiéndame: uno de mis ascendientes, refugiado político de Lisboa y uno de los primeros portugueses que desembarcaron en estas playas, lo escribió durante su agonía, en esas montañas, que nunca el pie de un europeo había hollado, ni pisó después.

Llamábase José da Silvestre y hace trescientos años que vivió. Su esclavo, quien le aguardaba a la falda de este lado de las montañas, le encontró muerto y llevó el escrito a su casa, en Delagoa. Desde entonces ha permanecido en la familia, sin que nadie se ocupara de leerlo hasta que yo lo hice. La vida me ha costado; pero quizá otro sea más afortunado que yo, y se convierta en el hombre más rico del mundo ¡en el hombre más rico del mundo! ¡No lo confíe usted a nadie, vaya usted mismo! Apenas terminó, comenzó a desvariar, y una hora más tarde, todo había concluido.

¡En paz descanse! murió tranquilamente; yo enterré su cadáver en una fosa muy profunda y lo cubrí con grandes piedras, por lo que espero las hienas no habrán podido desenterrarlo: a poco abandoné aquel lugar.

—¡Infeliz! ¿y el documento? —dijo sir Enrique, con acento de marcado interés.

—¡Sí, el documento! ¿qué era lo que decía? —añadió el capitán.

—Caballeros, si así lo desean, lo diré. Jamás lo he confiado a persona alguna, exceptuando a mi inolvidable esposa, ya muerta, la que creyó era todo mera superchería, y a un viejo y beodo traficante portugués, quien me lo tradujo y había olvidado completamente a la siguiente mañana. El andrajo original está guardado en mi casa, en Durbán, unido a la traducción del pobre don José, pero tengo en mi cartera su reproducción en inglés y una copia exacta del plano, si es que se le puede dar este nombre. Véanlo aquí.

Yo, José da Silvestre, agonizando de hambre en la pequeña cueva en donde nunca hay nieve, al lado Norte del pico de la más meridional de las dos montañas, que he llamado Pechos del Sheba, escribo esto en el año 1590 con un pedazo de hueso, en un jirón de mi ropa, y usando mi propia sangre como tinta. Si mi esclavo lo encuentra cuando venga en mi busca, llévelo a Delagoa y entréguelo a mi amigo (nombre ilegible) a fin de que llegue a conocimiento del Rey y pueda enviar un ejército, que, salvando el desierto y las montañas, venza y domine a los bravos kukuanos y sus artes diabólicas, para lo que aconsejo traigan muchos sacerdotes, y será el Rey más rico desde Salomón. He visto, con mis propios ojos, los diamantes sin cuento que guarda la cámara del tesoro de Salomón, detrás de la muerte blanca; mas por la traición de Gagaula, la echadora de hechizos, nada he podido sacar a salvo, apenas la vida. Quienquiera que venga, siga las indicaciones del mapa, y ascienda por la nieve del pecho izquierdo del Sheba hasta llegar al pico y a su lado Norte encontrará la gran carretera que Salomón construyó, por la cual, en tres jornadas llegará al Palacio del Rey. Mate a Gagaula. Rece por mi alma.

Adiós.

José da Silvestra.

Cuando hube leído el anterior documento y enseñado la copia del mapa, trazado por la mano y con la sangre del moribundo fidalgo, siguió un momento de silencio, producido por el asombro.

—¡Por mi nombre! —exclamó el capitán Good— que me ahorquen si en las dos vueltas que he dado al mundo, desembarcando en casi todo puerto, he oído o leído cosa parecida a ésta.

—La anécdota es muy curiosa, señor Quatermain —añadió sir Enrique— ¿y supongo que usted no se estará burlando de nosotros? Bien sé que a veces se cree estar autorizado para tratar de reír a costa de un recién venido.

—Si así lo piensa usted, sir Enrique —dije bastante disgustado y guardando mi papel, porque no me agrada se me confunda con los necios, que creen ingenioso en contar falsedades o presumir ante los recién llegados, de extraordinarias aventuras de caza jamás ocurridas—; hemos concluido por completo —y me levanté para marcharme.

Sir Enrique apoyó su grande mano en mi hombro, y me dijo:

—Siéntese, señor Quatermain, pido a usted me dispense; bien veo no pretende engañarnos; pero la historia me ha parecido tan extraordinaria, que se me hacía duro creerla.

—Usted verá el mapa y el escrito original cuando lleguemos a Durbán —le dije, un tanto apaciguado, porque, en realidad, pensando en ello, hubiera sido maravilloso que no hubiese dudado de mi buena fe. Pero nada le he dicho respecto a su hermano. Yo conocía a su compañero Jim. Era bechuano por nacimiento, buen cazador y demasiado listo para nativo. La mañana en que el señor Neville iba a partir, vi a Jim junto a mi carro, picando tabaco.

—Jim —le pregunté— ¿adónde se va? ¿Tras de elefantes?

—No, señor, vamos tras algo mejor que el mar.

—¿Y qué es ello? —preguntele, pues había despertado mi curiosidad. ¿Oro?

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