Las minas del rey Salomón (4 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventuras

BOOK: Las minas del rey Salomón
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—No, señor, algo que vale más que oro —y rechinó maliciosamente los dientes.

Contrariando mi curiosidad, no quise hacerle más preguntas, porque no me agrada rebajar mi dignidad, pero lo cierto es que me había dejado perplejo. En este instante Jim concluyó de picar su tabaco.

—¡Señor! —me dijo.

Yo fingí que no le había oído.

—¡Señor! —volvió a repetir.

—¡Eh! muchacho, qué quieres.

—Señor, vamos en busca de diamantes.

—¡Diamantes! ¡Hombre! entonces habéis errado el camino, debéis dirigiros hacia los Criaderos.

—¿Señor, ha oído usted algo de las montañas de Sulimán?

—Sí.

—¿Y no sabe nada, de los diamantes que hay allí?

—He oído un cuento bien necio.

—No es cuento, señor. Yo conocí a una mujer que, con su hijo, vino desde allí a Natal, y me lo dijo, hace poco ha muerto.

—Si tu amo trata de llegar al país de Sulimán, va a servir de pasto a los buitres, y lo mismo te pasará a ti, Jim, ¡si es que pueden arrancar una piltrafa de tu mezquino y viejo esqueleto!

Frunció ligeramente los labios y me contestó: Tal vez, señor. El hombre tiene que morir, por mi parte, prefiero probar otro camino, aquí ya es difícil encontrar un elefante.

—¡Ay! ¡hijo mío! ¡espera hasta que la «pálida y calva señora» te agarre por la garganta, y entonces oiremos cómo cantas!

Media hora más tarde el señor Neville emprendía la marcha con su carro, y Jim vino corriendo hacia mí y me dijo:

—¡Adiós, señor! No quiero marchar sin decirle adiós, porque creo que usted tiene razón, y nunca más hemos de volver.

—¿Es cierto que tu amo va realmente a las montañas de Sulimán, o estás mintiendo, Jim?

—No miento, va a ellas. Me ha dicho que está resuelto a hacerse una fortuna, o, por lo menos, a tratar de ello; así es que bien puede probar su suerte con los diamantes.

—Bien, pues espera un momento, Jim, voy a darte una nota para tu amo, y prométeme no entregársela hasta que lleguéis a Inyati (que se encuentra a algunos centenares de millas del lugar en que estábamos).

—Sí, señor, así lo haré.

Entonces escribí en un pedazo de papel: «Quien quiera que venga… ascienda por la nieve del pecho izquierdo del Sheba, hasta llegar al pico, y a su lado Norte encontrará la gran carretera de Salomón».

—Ahora, Jim —le dije, entregándole el papel— cuando des esto a tu amo, adviértele que le conviene seguir el consejo que en él se le da. No quiero se lo entregues enseguida, porque no me agradaría volviera atrás para hacerme preguntas que no he de contestar. Y lárgate inmediatamente, ¡perezoso! que el carro casi ya va a perderse de vista.

Jim cogió la nota y se marchó, y esto es todo cuanto sé de su hermano, sir Enrique, pero temo mucho…

—Señor Quatermain —dijo sir Enrique— voy en busca de mi hermano y seguiré su rastro a las montañas de Sulimán y aun más allá de ellas si necesario es, hasta que le encuentre o sepa que ha muerto. ¿Quiere usted acompañarme?

Soy, como creo haber dicho, en extremo prudente, o más bien tímido, así no pude menos de temblar a esa idea. Parecíame que emprender tal empresa era marchar ciegamente hacia la muerte, y, dejando a un lado otras consideraciones, tenía un hijo que sostener, lo que exigía evitara todo riesgo.

—No, sir Enrique, muchas gracias, no me conviene aceptar su proposición, pues además de ser ya duro para aventuras de esa especie, estoy seguro concluiremos lo mismo que mi pobre amigo Silvestre. Tengo un hijo, cuyo sostén me prohíbe arriesgar la vida.

Tanto sir Enrique como el capitán Good parecieron muy contrariados.

—Señor Quatermain —dijo el primero— soy bastante rico y estoy resuelto a realizar mi proyecto. Señale la suma, cualquiera que sea, que usted estime razonable como remuneración de sus servicios, y le será entregada antes de que partamos. Aún más, antes de que comencemos nuestro viaje, tomará todas las medidas oportunas para que, en caso que alguna desgracia ocurra a todos, o solamente a usted, su hijo tenga convenientemente asegurado su porvenir. Por esto bien comprenderá cuan necesaria juzgo su presencia. Además, si por un acaso llegamos a aquel lugar y encontramos los diamantes, se dividirán por partes iguales entre usted y Good. Yo no los quiero. Esta probabilidad no es de tenerse en cuenta, pero la misma condición se aplicará a todo el marfil que podamos recoger. Ahora toca a usted, señor Quatermain, manifestarme cuáles son sus condiciones, debiendo advertirle que, por supuesto, todos los gastos corren de mi cuenta.

—Sir Enrique, su oferta es la más generosa que en toda la vida se me ha hecho, y una que no puede despreciarse por un pobre cazador y traficante como yo, pero la empresa es no menos aventurada y peligrosa, así, le suplico me deje pensarlo despacio. Antes que lleguemos a Durbán daré a usted mi contestación.

—Muy bien —respondiome, y dándoles las buenas noches, fuime a dormir y a soñar con los diamantes y con el pobre Silvestre, muerto hacía tan largo tiempo.

Capítulo III

Umbopa entra a servirnos

Para subir desde el Cabo hasta Durbán se emplean cuatro o cinco días, según la velocidad del buque y el tiempo que se encuentre durante la travesía. A veces, cuando el desembarque se hace difícil en Londres del Este, en donde aún no se ha terminado el grandioso puerto de que tanto se habla y tanto dinero consume, es preciso hacer una demora de veinticuatro horas, antes que las lanchas puedan salir a verificar la descarga, pero en esta ocasión, nada tuvimos que aguardar. No habiendo rompientes en la barra, los remolcadores vinieron al momento con sus largas hileras de feos lanchones, en los cuales los efectos fueron acumulados con estruendo; sin tener en cuenta lo que fueran, trasbordábaseles rudamente, tratándose del mismo modo a un bulto de porcelanas que a una paca de lienzo. Vi allí hacerse añicos una caja con cuatro docenas de botellas de champaña, la que corrió humeante y espumosa por el fondo del asqueroso lanchón. Era un sensible despilfarro y así, evidentemente lo pensaron los kafires que en él estaban, pues encontraron un par de botellas intactas, rompiéronles los cuellos y apuraron su contenido sin dar lugar al espumoso licor de desprenderse de sus gases, los que, dilatándoseles en el estómago, les hizo sentir como si se hincharan, por lo que se echaron a rodar por el fondo del lanchón gritando que el buen licor estaba «tagati» (encantado). Les hablé desde el buque, diciéndoles que aquella bebida era la medicina más enérgica de los blancos, y que debían contarse entre los muertos, oído lo cual, marcháronse para tierra llenos de terror: seguro estoy, que desde esa fecha no se han atrevido ni siquiera a oler esta clase de vino.

Durante la travesía a Natal, reflexionaba yo sobre la proposición que sir Enrique me había hecho, y pasaron uno o dos días sin que mencionáramos tal asunto, por más que les refería muchos episodios de caza, todos verdaderos, pues dicho sea de paso, no creo necesario imaginarse aventuras, cuando tantas cosas curiosas ocurren y llegan al conocimiento de un cazador de profesión.

Por fin, una hermosa tarde de enero, que es nuestro mes más cálido, navegábamos a lo largo de la costa de Natal, esperando alcanzar la Punta de Durbán para la puesta del sol. Es una costa preciosa la que desde Londres del Este veníamos siguiendo, en ella se ven rojas colinas de arena y anchas capas de brillante verde, interrumpidas por los kraales de los kafires y bordeadas por una cinta de espumoso mar que se rompe en preciosas cascadas al chocar contra las rocas. Poco antes de llegar a Durbán el paisaje toma un aspecto peculiar: obsérvase profundos barrancos, abiertos por las lluvias desde tiempo inmemorial, por el fondo de los cuales corren bulliciosos torrentes, y contrasta con el verde obscuro de los montes de arbustos que el mismo Hacedor plantara, el verde más claro de los campos de farináceas y azúcar de caña, mientras se destaca aquí o allá una casita blanca, que refresca la brisa de un plácido mar y da cierta vida a la escena. A mi parecer, por grandioso que sea un paisaje, necesita de la presencia del hombre para ser completo: tal vez pensaré así por haber vivido mucho tiempo en lugares desiertos, y, como es consiguiente, sé apreciar el valor de la civilización, por más que espante la caza. No dudo que el Edén era bello antes que el hombre hubiera sido creado, pero siempre he creído fue mucho más bello el día que Eva comenzó a pasearse por él. Mas, volviendo a nuestra historia, habíamos calculado mal, y el sol tenía traspuesto el horizonte, largo rato hacía, cuando echamos el ancla a la altura de la Punta, y oímos el cañonazo que nos advertía la presencia del Correo Inglés en el puerto. Era demasiado tarde para pasar la barra, así es que bajamos descansadamente a comer, después de haber visto alejarse el bote-salvavidas que llevaba la correspondencia. Cuando volvimos a la cubierta, la luna brillaba con tal esplendor, que hacía palidecer las rápidas y grandes llamaradas del faro. Venía de la costa una agradable brisa, embalsamada con suaves y aromáticos olores, que siempre me hacen recordar los cantos religiosos y a los misioneros. Centenares de luces lanzaban sus fulgores a través de las ventanas de las casas en la Berea. Desde un hermoso bergantín, fondeado cerca de nosotros, llegaba el canto con que los marineros acompañaban la maniobra de levar el ancla y disponerse para aprovechar el viento. Era una noche preciosa, una de esas noches que sólo se encuentran en el África austral, y que envolvía en un manto de paz a todos los seres, así como la luna envolvía en un manto de plata a todas las cosas. Hasta un enorme perro de presa, perteneciente a un pasajero, hubo de ceder a su dulcísima influencia, y abandonando sus deseos de entablar íntimas relaciones con un mono que venía en una jaula situada hacia proa, roncaba tranquilamente a la entrada de la cámara, soñando, sin duda, que había, concluido con él y feliz en su sueño.

Nosotros todos —es decir, sir Enrique Curtis, el capitán Good y yo— fuimos a sentarnos a popa y estuvimos callados un rato.

—Y bien, señor Quatermain —dijo sir Enrique, rompiendo el silencio— ¿ha reflexionado usted sobre mi proposición?

—Sí —continuó el capitán Good— ¿qué piensa usted de ella, señor Quatermain? Espero que usted nos dará el placer de acompañarnos hasta las Minas de Salomón o hasta donde se haya internado el caballero que usted conoce por Neville.

Me levanté y me puse a limpiar mi pipa. No tenía aún formada mi decisión y necesitaba un momento más para completarla. Antes que el encendido tabaco tocara el agua, estaba ya resuelta, ese corto instante fue precisamente el que me decidió. Así suele ocurrir cuando se ha estado preocupado largo tiempo con una cosa.

—Sí, caballeros —les contesté, volviéndome a sentar— iré, y, con su permiso, les diré por qué y con qué condiciones: ocupémonos primero de éstas, que son:

»1.° Usted pagará todos los gastos, y el marfil o cualquiera especie de objetos de valor que podamos adquirir, se dividirán por partes iguales entre el capitán Good y yo.

»2.° Pido 500 libras por mis servicios durante la expedición, los que se me pagarán antes de que la emprendamos, comprometiéndome, por mi parte, a servirle lealmente hasta que usted mismo decida abandonar la empresa, o hasta que el éxito la corone, o un desastre la termine.

»3.° Que usted, antes que partamos, firme un documento obligándose, caso de que yo muera o quede inútil, a pagar a mi hijo Enrique, estudiante de medicina en el Hospital de Guy, Londres, la suma de 200 libras anuales, por espacio de cinco años, pues para ese plazo ya debe estar en condiciones de atender a su subsistencia. He aquí cuanto pido, lo que supongo va usted a calificar de demasiado excesivo.

—No —contestó sir Enrique— las acepto gustosamente. Estoy determinado a ejecutar mis designios, y pagaría más que eso por sus auxilios, sobre todo si considero los conocimientos especiales que usted posee.

—Muy bien. Y ahora que estamos de acuerdo respecto a las condiciones, voy a dar las razones que han decidido mi resolución. Ante todo, caballeros, he estado observando a ustedes durante los pocos días que hace nos conocemos, y, esperando no lo tomen a impertinencia, diré que ambos me han agradado y no dudo hemos de marchar acordes por toda clase de camino. Esto es ya algo, cuando se tiene en perspectiva un viaje tan largo como el que nos espera. En cuanto a éste, lisa y llanamente diré a ustedes, sir Enrique y capitán Good, que no creo probable salgamos vivos de él, si tratamos de cruzar las montañas de Sulimán. ¿Cuál fue la suerte del antiguo fidalgo da Silvestre hace trescientos años? ¿Cuál la de su descendiente veintidós años atrás? ¿Cuál, probablemente ha sido la de su hermano de usted? Lo afirmo con franqueza, caballeros, ¡creo que la muerte de ellos es la que nos espera a nosotros!

Hice una pausa para observar el efecto de mis palabras. El capitán Good dejó ver cierta inquietud, pero sir Enrique, sin que su rostro denotara la menor impresión, dijo:

—Es preciso que hagamos nuestra prueba.

—Quizás ustedes se pregunten —continué— ¿cómo es que, pensando así, yo, que soy algo prudente, pues ya se lo he advertido, me comprometo en tal empresa? Hay dos razones. Primero: soy fatalista, creo que mi hora está escrita, que no está en mi mano el adelantarla o atrasarla y si debo morir en las montañas de Sulimán, forzoso me será ir a ellas, para en ellas morir. El Dios Todopoderoso, bien sabe lo que me guarda, así es que no debo preocuparme por tal cosa. Segundo: soy pobre. Hace cerca de cuarenta años me dedico a la caza y al comercio sin haber logrado otro fruto que cubrir mis necesidades. Ahora bien, no dudo que ustedes saben que la vida media de un cazador de elefantes es de cuatro a cinco años, a contar desde el momento en que entra en el oficio, de donde se deduce que yo he sobrevivido a siete generaciones de mis compañeros, y, por consiguiente, debo creer que mi hora no puede estar muy lejos. Dicho esto, si la muerte me sorprendiera en el curso ordinario de mis ocupaciones, pagadas mis deudas, nada sobraría a mi hijo Enrique para sostenerse en tanto adquiría una profesión, mientras que hoy nada se lo impedirá, pues tiene lo que necesita por espacio de cinco años. Helo aquí todo en cuatro palabras.

—Señor Quatermain —dijo sir Enrique, quien me había estado oyendo con la mayor atención— los motivos que le obligan a aceptar una empresa, que según su opinión, ha de terminar desastrosamente, le honran en extremo. El tiempo y los sucesos decidirán si usted tiene o no razón; pero téngala o no, le advierto que estoy dispuesto a llevarla hasta el fin agradable o desagradable que nos aguarde. Sólo sí, espero que, caso que hayamos de perder la piel, nos consolemos antes con un poco de tiroteo, ¿no es así, Good?

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