Pero alcanzarlos no era cosa tan fácil y tuvimos que caminar dos horas largas, con un sol que nos quemaba, para volver a encontrarlos. Estaban, excepto uno, aglomerados en un grupo, y pude ver, por la inquietud que manifestaban y el continuo movimiento de sus trompas hacia arriba para olfatear el aire, que se hallaban alarmados y dispuestos a evitar otro ataque. El elefante que se destacaba de los demás, sin duda alguna, era una centinela que, como a cincuenta varas de la manada y sesenta de nosotros, vigilaba por la seguridad de todos. Seguro de que si tratábamos de aproximarnos nos descubriría, y dando su señal de alarma, haría que sus compañeros pronto desaparecieran de nuestra vista, lo tomamos por blanco y a mi voz de aviso, hicimos fuego, dejándole instantáneamente muerto. Otra vez la manada se puso en fuga; pero desgraciadamente para ellos, cortaba la dirección en que corría, y como a cien varas del sitio en que la sorprendimos, un profundo barranco de escarpadísimas orillas, en donde el impulso de la carrera hubo de precipitarla. Cuando llegamos a aquel lugar, muy parecido por cierto al sitio donde fue muerto el Príncipe Imperial en el Zulú, presenciamos desde el borde de dicho barranco, cómo los aterrorizados animales se revolvían en confuso tropel al tratar de subir por la otra orilla, chillando alborotadamente al empujarse y atropellarse en su egoísta pánico, tal como si fueran otros tantos hombres. Aquella era nuestra oportunidad, y la aprovecharnos disparando con la rapidez que la carga nos permitía; matamos cinco de aquellas infelices bestias, y hubiéramos concluido con todas, si, dejando repentinamente su empeño por ascender hacia el lado opuesto, no se hubieran lanzado impetuosamente, agua abajo, por el seco lecho del torrente. Estábamos demasiado cansados para perseguirlos, y tal vez también un poco saciados de matanza, pues ocho elefantes era una ración algo más que buena para un día.
Descansamos un rato, y luego que los kafires arrancaron el corazón a dos de los elefantes recién muertos, para nuestra cena de aquella noche, emprendimos la marcha hacia nuestro campamento; contentos con nuestra fortuna, y resueltos a enviar a los kafires al siguiente día para que recogieran los colmillos de nuestras víctimas.
A poco de pasar por el sitio donde Good hirió al elefante de aspecto patriarcal, encontramos un rebaño de antílopes, sin que les hiciéramos fuego porque estábamos provistos con exceso de carne. Alejáronse al trote en sentido opuesto al nuestro; como a cien varas se detuvieron tras un montecillo, y, dando una vuelta, se pusieron a mirarnos. Good, que deseaba examinarlo de cerca, pues nunca había tenido ocasión de verlos, dio su rifle a Umbopa, y seguido de Khiva, se acercó hacia aquel lugar. Nosotros nos sentamos para esperarle, sin que nos contrariara lo que nos permitía descansar un poco.
El sol tocaba a su ocaso envuelto en su rojiza aureola, y sir Enrique y yo admirábamos la belleza del paisaje. De repente oímos el agudo grito de un elefante y vimos su enorme mole que, con los colmillos en ristre y aire acometedor, se proyectaba en el grande y enrojecido globo del sol. En seguida descubrimos algo más: a Good y Khiva, que con veloz carrera venían hacia nosotros, huyendo del elefante herido (porque era el mismo), que les perseguía de cerca. Por un momento no nos atrevimos a hacer fuego, aunque hubiera sido casi inútil a la distancia a que estábamos, temerosos de herir a uno de ellos; y ya nos disponíamos a usar de nuestras armas, cuando ocurrió una cosa terrible; Good era víctima de su pasión por los trajes de los países civilizados. Si hubiese consentido en separarse de sus pantalones y polainas, como nosotros lo hicimos, y cazar con un traje de franela y un par de abarcas, todo hubiera ido bien; pero, vestido como estaba, los pantalones le molestaban en su desesperado escape, y, cuando distaba sólo unas sesenta varas de nosotros, sus botas, pulidas por la hierba seca, resbalaron, y cayó de boca frente de su furioso perseguidor.
Se nos escapó un grito, porque sabíamos que su muerte era inevitable, y corriendo tanto como podíamos, nos dirigimos hacia él. En tres segundos todo había terminado; pero no como nosotros esperábamos. Khiva, nuestro muchacho del Zulú, vio la caída de su amo, y bravo como un león, y ligero como un rayo, volviose y lanzó su azagaya contra la cara del elefante, clavándosela en la trompa.
Dando un grito de dolor, el colérico bruto asió al pobre zulú, lo arrojó contra la tierra, y poniendo su disforme pie sobre el centro de su cuerpo, enroscó la trompa en la parte superior del tronco y lo dividió en dos.
Nos lanzamos ebrios de ira, horrorizados, sobre la terrible fiera, y la acribillamos a balazos, hasta que cayó muerta sobre los fragmentos del zulú.
Good se levantó, y casi desesperado, se retorcía las manos sobre el cadáver del valiente que había dado la vida por salvarle, y yo, aunque viejo en el oficio sentí un nudo en mi garganta. Umbopa, de pie, contemplaba el gigantesco cadáver del elefante y los mutilados restos del pobre Khiva.
—Bien —dijo pausadamente— ¡ha muerto! pero ha muerto como un hombre.
En marcha por el desierto
Habíamos muerto nueve elefantes y necesitábamos dos días para arrancarles los colmillos, traerlos a nuestro campamento y enterrarlos cuidadosamente en la arena, bajo un árbol que se distinguía de los demás en muchas millas a la redonda. Era un precioso lote de marfil, nunca había visto otro igual: cada colmillo pesaba, por término medio, de cuarenta a cincuenta libras, exceptuando los del enorme elefante que mató al pobre Khiva, los cuales, a nuestro juicio, debían juntos alcanzar a unas ciento setenta.
Enterramos los restos de este bravo zulú en la cueva de un oso hormiguero, acompañados de una azagaya que le sirviera para defenderse durante su viaje a un mundo mejor; y al tercer día emprendimos la marcha, animados por la esperanza de que, tal vez en no lejano tiempo, de regreso al mismo sitio, podríamos desenterrar nuestro marfil. Después de una larga, cansada caminata, y varias aventuras que no tengo tiempo para relatar, llegamos al kraal de Sitanda, en las cercanías del río de Lukanga, verdadero punto de partida de nuestra expedición. Recuerdo perfectamente bien el aspecto de aquel lugar a nuestra llegada. A la derecha veíanse varias chozas diseminadas y unos cuantos corrales vallados con piedras; hacia abajo, cerca de un arroyuelo, algunas tierras cultivadas, que daban su escasa provisión de granos a los salvajes moradores del kraal, y más allá, extensos y ondulantes campos de movible arena, cubiertos por altas hierbas, donde erraban rebaños de pequeños animales. Aquel punto parecía el puesto avanzado de la fértil comarca, que a nuestras espaldas se dilataba, y difícil es explicar las causas naturales que produjeron cambio tan repentino en los completamente opuestos caracteres de aquel suelo. Cerca, lamiendo los pies del lugar en que acampamos, corría el pequeño arroyuelo, y en su vertiente opuesta alzábase lentamente una pedregosa colina, la misma por cuya falda había, veinte años antes, visto descender arrastrándose, al pobre da Silvestre, después que fracasara su proyecto de llegar a las minas de Salomón; al otro lado de ella comenzaba el seco desierto de cuyo ardoroso suelo brotaban raquíticos arbustos. Espiraba la tarde cuando plantábamos nuestro campo; el encendido y majestuoso disco del sol parecía posar sobre la superficie de aquel tostado erial, y sus brillantes rayos, surcando el espacio, vestían con cambiantes de sorprendentes matices la vasta inmensidad que nos rodeaba.
Mientras Good se ocupaba de disponer nuestro pequeño campamento, sir Enrique me acompañó hasta la cima de la colina, desde donde contemplamos el desierto. La atmósfera estaba muy pura, y lejos, perdiéndose en el horizonte, pude distinguir las casi desvanecidas y azuladas siluetas de las cimas de las montañas de Sulimán, que aquí y allá la nieve emblanquecía.
—Ved la muralla que guarda las minas de Salomón. Dios sólo sabe si llegaremos hasta ella.
—Mi hermano debe estar allí, y si así es, yo me reuniré con él —dijo sir Enrique con ese tono de tranquila confianza que caracteriza al hombre resuelto.
—Dios lo quiera —repuse— y volviéndome, para regresar a nuestro campamento, vi que no estábamos solos. A nuestras espaldas, el arrogante Umbopa también miraba con marcada ansiedad hacia las apartadas montañas.
El zulú, al percibir que yo lo había visto, dijo, dirigiéndose a sir Enrique, al mismo tiempo que tendía su ancha azagaya hacia ellos:
—¿Es a esa tierra a donde tú caminas, Incubu? (palabra nativa que significa elefante, y era el nombre dado a sir Enrique por los kafires).
Preguntele, con acento severo, cómo se atrevía a hablar a su amo de una manera tan familiar. Santo y bueno que los nativos nos bauticen con nombres a su capricho, pero nada decente es, que vengan a lanzárnoslos al rostro, llamándonos con sus bárbaros apelativos. El zulú sonrió tranquilamente, lo que me llenó de cólera.
—¿Cómo sabes tú que yo no soy igual al Inkosi a quien sirvo? No dudo que es de sangre real, eso se ve en su tamaño y en sus ojos, y ¿no podría ocurrir que yo lo fuese también? a lo menos mi estatura no es menor que la suya. Habla por mí, ¡Oh, Macumazahn! y repite mis palabras al Inkosi Incubu, mi dueño, porque quiero hablar con él y contigo.
Estaba encolerizado, nunca un kafir me había hablado de semejante manera; pero sus expresiones me causaron alguna impresión y tenía mucha curiosidad por saber lo que iba a decir; así es que, conteniéndome, traduje su pregunta añadiendo al mismo tiempo que aquel nativo era un atrevido y debía ponerse coto a su impertinente charlatanería.
—Sí, Umbopa, camino hacia ella —contestó sir Enrique.
—El desierto es muy vasto y no hay agua en él, las montañas son altas, la nieve las cubre y ningún hombre puede decir qué es lo que se encuentra más allá de ellas, detrás del sitio donde el sol se oculta. ¿Cómo llegarás hasta allí, Incubu, y por qué caminas hacia allá?
Volví a traducir, y sir Enrique contestó:
—Dígale que creo que un hombre de mi sangre, mi hermano, ha ido a ese lugar no ha mucho tiempo, y voy a buscarle.
—En efecto así es, Incubu; un hombre que encontré en el camino me dijo que hacía dos años, un blanco había entrado en el desierto caminando hacia esas montañas acompañado de criado, un cazador, y que jamás han regresado.
—¿Cómo sabes que era mi hermano?
—No, yo no lo sé. Pero el hombre, al preguntarle las señas de aquel blanco, me contestó tenía tus mismos ojos y una barba negra. Añadió, además, que le acompañaba un cazador bechuano llamado Jim, el cual iba vestido.
—No hay ya duda —dije yo—. Jim no me mintió.
—Estaba seguro de ello —exclamó sir Enrique moviendo la cabeza— cuando Jorge resolvía hacer una cosa, generalmente la llevaba a efecto. Siempre ha sido así desde su niñez. Si ha tenido la intención de cruzar las montañas de Sulimán, las ha cruzado, a menos que un accidente se lo haya impedido, y por consiguiente debemos buscar al otro lado de ellas. Umbopa entendía el inglés, aunque raramente lo hablaba, por lo que, al concluir sir Enrique, observó:
—Sí —replicó sir Enrique, a quien traduje la anterior observación— bien largo es, pero no hay camino sobre la tierra que un hombre no pueda recorrer si en su ánimo firmemente lo resuelve. Nada hay, Umbopa, que se resista a su voluntad: salvará las más altas montañas y cruzará los más dilatados desiertos, cuando le guíe el amor, y contando su vida como nada, está pronto a conservarla o perderla obediente a los designios de la Providencia.
—Grandes son tus palabras, padre, grandes y hermosas, dignas de la boca de un hombre. Tienes razón, padre Incubu. ¡Escucha! ¿Qué es la vida? Es una pluma, es la ligera semilla de la hierba que el viento esparce por doquiera, y ora se multiplica aquí para perecer en el acto, ora se pierde allá arrastrada hacia el espacio. Pero si la semilla es buena y pesada, quizá logre moverse un corto trecho según el sentido que desea. Bueno es que probemos y hagamos nuestro camino luchando contra la adversidad. El hombre tiene que morir. A lo más, todo cuanto puede ocurrir, es que muera un poco antes. Te seguiré a través del desierto y contigo cruzaré por encima de las montañas, a menos que caiga en el camino.
Pausó por unos momentos, y de pronto, rompiendo en uno de esos rasgos de elocuencia, bastante comunes entre los zulúes, y que, a mi entender, por más que abunden en vanas repeticiones, prueban que esa raza no está desprovista de un instinto poético y facultades intelectuales, continuó:
—¿Qué es la vida? Decidme, ¡oh hombres blancos!, vosotros que sois sabios, vosotros que conocéis los secretos de este mundo, del mundo de las estrellas y del mundo que se extiende por encima y alrededor de ellas; vosotros que desde lejos lanzáis vuestras palabras sin que se oiga su sonido; decidme, hombres blancos, el secreto de nuestra vida ¿de dónde viene y adónde va?
No me podéis contestar, no lo sabéis. Escuchadme, yo os lo voy a revelar. Surgimos de la nada para hundirnos en la muerte. Semejante al pájaro que en una noche tempestuosa el viento arrebata, vense nuestras alas un instante a la luz del relámpago, para de nuevo perdernos, entre profundas tinieblas. La vida es la mano poderosa que sujeta a la muerte; es la luciérnaga que brilla por la noche y desaparece al despertar del día; es la pequeña sombra que se desliza sobre el césped y muere con el postrer rayo del sol.
—Eres un hombre bien extraño —dijo sir Enrique al concluir aquel de hablar.
Umbopa se sonrió.
—Creo, Incubu, que somos muy parecidos. Tal vez yo también voy a las montañas en busca de un hermano.
No pude menos de mirarle con desconfianza, preguntándole bruscamente:
—¿Qué es lo que quieres decir? ¿Qué sabes tú de las montañas?
—Poco, muy poco. Guardan un extraño país, un país de hechicerías y cosas maravillosas, tierra de un pueblo bravo, hermosos árboles, frescos arroyos, nevadas montañas y de un largo y ancho camino. He oído hablar de él. ¿Pero a qué perder en palabras nuestro tiempo? la noche se aproxima. Aquellos que vivan para ver, verán.
Volví a mirarle recelosamente, porque, sin duda alguna, aquel hombre sabía demasiado.
Comprendió mi mirada.
—No debes temerme, Macumazahn, que no ahoyo trampas para que caigas en ellas. Yo nada tramo. Si acaso llegamos a cruzar aquellas montañas te diré todo cuanto sé. Pero la muerte vigila desde sus cimas. Sé prudente y vuélvete. Vete a cazar elefantes. ¡Nada más tengo que decir! Y sin pronunciar una palabra levantó su lanza a manera de saludo y regresó hacia nuestro campo, en donde, poco después le encontramos limpiando un rifle como cualquiera de los otros kafires.