—¡Por mi nombre! —añadió sir Enrique.
—Hace un calor endemoniado —terminó Good.
Así era, en efecto, y nada, nada en derredor que nos pudiera prestar el menor abrigo. A cualquier parte que volviéramos la vista, ni una roca, ni un árbol: siempre el intenso resplandor deslumbrándonos con las constantes vibraciones causadas por el aire caliente que bullía y rebullía sobre la abrasada superficie, lo mismo que sobre una encandecida estufa.
—¿Qué haremos? No es posible resistir esto por mucho más tiempo —dijo sir Enrique.
Nos miramos, estábamos muy pálidos.
—¡Di en ello! —exclamó Good— debemos abrir un agujero, meternos en él y cubrirnos con el ramaje de los karus.
El recurso no parecía muy eficaz, pero como valía más que la inacción, nos pusimos a trabajar con la llana y las manos; una hora después teníamos hecha una excavación de doce pies de largo, diez de ancho y dos de profundidad. Entonces cortamos una buena cantidad de arbustos, y acostándonos en la cueva todos, excepto Ventvögel, que como buen hotentote estaba a prueba de sol, tiramos de ellos hasta cubrirnos lo mejor posible. Logramos de este modo una ligera protección contra los insoportables rayos directos del sol, mas el calor que en aquella especie de sepultura nos sofocaba, se imagina mejor que se describe. El Black Hole
[2]
de Calcuta no podía menos de ser una nonada comparado con ella; y hoy apenas comprendo como no concluimos aquel día. Tendidos en el suelo y jadeantes, de rato en rato humedecíamos los tostados labios con algunas gotas de agua, violentando nuestros instintos que nos hubieran llevado a agotar en las dos primeras horas la corta provisión de que disponíamos, y por consiguiente a perecer desastrosamente de sed.
Mas, nada hay que no tenga su fin, si se vive lo bastante para verlo, y el día comenzó a declinar aproximándose al suyo. Cerca de las tres, no pudiendo resistir tanta tortura, decidimos continuar nuestra marcha, pues era preferible morir sobre el camino, a morir paulatinamente de sed y calor en aquel espantoso agujero; por lo que, disminuyendo con unos tragos la ya mermada cantidad de agua que nos restaba, y cuya temperatura pasaba de tibia, comenzamos a caminar.
Teníamos hechas unas cincuenta millas: si el lector consulta la ruda copia y traducción del plano del antiguo da Silvestre, verá que da al desierto cuarenta leguas de ancho, y coloca la poza de agua mala en el mismo centro de él. Ahora bien; cuarenta leguas son ciento veinte millas, y, por consecuencia, debíamos hallarnos, a lo más, de doce a quince de ella, si es que realmente existía.
Durante la tarde avanzamos muy lentamente, en extremo fatigados y a razón de milla y media por hora; a la puesta del sol volvimos a reposar y, después de beber un poco, nos echamos a dormir hasta que la luna apareciera.
Antes de acostarnos, Umbopa llamó nuestra atención hacia una pequeña, y casi invisible colina, que a unas ocho millas de nosotros interrumpía la cansada regularidad de la desierta planicie. A tal distancia semejaba uno de esos grandes conos de tierra que las hormigas levantan para hacer sus viviendas, y materialmente me caía de sueño, para ocuparme de lo que pudiera ser.
Con la luz de la luna volvimos a continuar nuestro camino. El cansancio y los tormentos de la sed y del calor nos agobiaban, como sólo pueden comprender los que se hayan visto en iguales circunstancias. Ya no andábamos, dábamos traspiés como ebrios, cayendo aquí y acullá, forzados a detenernos a cada rato. Nuestra energía había desaparecido completamente, y el mismo Good, quien hasta aquel momento no cesara en sus oportunas ocurrencias y alegres bromas, callaba como un muerto. Por fin, serían las dos cuando, con el ánimo completamente perdido y agotadas nuestras fuerzas, llegamos a la base de aquella extraña colina de arena, que parecía, como antes observara, un gigantesco hormiguero, de cien pies de elevación y dos acres de base.
Hicimos alto, y arrastrados por la implacable sed que nos devoraba, apuramos nuestras últimas gotas de agua. ¡No teníamos más que un medio vaso por barba y cada uno se hubiera bebido un galón!
Nos dejamos caer sobre el suelo para dormir un rato, y al hacerlo oí a Umbopa, que se decía a sí mismo en zulú.
—Si no encontramos agua, moriremos todos antes que aparezca la luna de mañana.
A pesar del intenso calor, un escalofrío me hizo estremecer. La perspectiva de una muerte tan cruel nada tenía de halagadora, sin embargo, la idea, por siniestra que fuera, no pudo vencer mi sueño.
¡Agua! ¡Agua!
Dos horas más tarde, a las cuatro de la madrugada, desperté. Tan pronto como mi fatigado cuerpo hubo satisfecho su necesidad de descanso, el martirio de la sed, volviéndome a la realidad, me arrancó de las cristalinas y frescas aguas de un arroyo, que bajo verde y tupido ramaje se deslizaba, y donde, en mi sueño, me bañaba, para traerme a la memoria, en medio del árido desierto, las palabras fatídicas de Umbopa: «Si no encontramos agua, moriremos todos antes que aparezca la luna de mañana». Ningún ser humano podía vivir largo tiempo sin agua en aquella seca y ardorosa atmósfera. Sentome y me froté el polvoriento rostro con mis secas y ásperas manos. Tenía los labios y párpados adheridos completamente, y sólo después de friccionármelos por algún tiempo y hacer un esfuerzo, logré separarlos. El alba se aproximaba, pero ni uno de esos vagos resplandores que la preceden, rompía la lobreguez de aquel aire cuya espesa y calurosa obscuridad nos es imposible describir. Todos los demás dormían. Poco a poco la luz fue haciéndose más intensa, y cuando su claridad me permitió leer, saqué de mis bolsillos un pequeño volumen de las
Leyendas de Ingoldsby
que traía conmigo, y me puse a leer la «Corneja de Reims». Cuando llegué al pasaje, en donde:
Alegre un chicuelo, su cántaro lleva
rebosando el agua más clara y más fresca
que manan las fuentes de Reims a Namur.
Materialmente me saboreé, o mejor dicho, traté de saborearme mis cuarteados labios. La simple idea de agua me enloquecía. Si aquel cántaro hubiera estado a mi alcance, me habría arrojado como un loco frenético sobre él y zambullido mi rostro en su fresca agua y bebido con avidez, hasta agotarla toda, mientras que el aterrorizado niño huía de mí, sin saber cómo ni por dónde había aparecido aquel ennegrecido cazador de enmarañado cabello, obscuros ojos y pequeña estatura… Este pensamiento me pareció tan chistoso, que prorrumpí a reír o mejor a lanzar carcajadas que despertaron a mis compañeros. Hoy creo que, debilitado por la falta de alimento, el cansancio y la sed, caí en un momentáneo estado de excitación que daba vida a las quimeras de mi mente.
Sir Enrique y Good se sentaron, frotáronse los curtidos rostros y, a duras penas, pudieron apartar los bien pegados párpados y labios. Tan pronto como todos estuvimos despiertos, comenzamos a discutir la situación, que era muy grave. No contábamos con una gota de agua; en vano volvimos y sacudimos nuestras cantimploras, estaban tan secas como la arena que hollábamos. Good, que era el portador de la botella de aguardiente, la sacó del sitio donde la guardaba y la miró con avidez; pero sir Enrique se la quitó enseguida, porque aquel fuerte licor sólo hubiera precipitado el fin.
—Si no encontramos agua, pereceremos —dijo.
—Si no nos engaña el mapa del viejo fidalgo, debe haberla en estas cercanías —observó; pero ningún efecto produjeron mis palabras, era muy poca o ninguna la fe que nos inspiraba la veracidad de aquel itinerario. La luz continuaba aumentando gradualmente; y, mientras nosotros sentados y pálidos nos mirábamos en silencio, observó al hotentote Ventvögel, quien poniéndose de pie empezó a andar con los ojos clavados en el suelo y de repente, se detuvo, lanzando una exclamación gutural, al mismo tiempo que señalaba a la tierra.
—¿Qué pasa? —exclamamos todos, levantándonos simultáneamente y dirigiéndonos apresuradamente hacia él, que inmóvil continuaba con su brazo y dedo apuntando al mismo lugar.
—Bueno, es una pequeña mancha de grama bastante fresca, y ¿qué hay con eso? —pregunté yo.
—La grama no crece lejos del agua —me contestó en holandés.
—Tienes razón, lo había olvidado: y bendito sea Dios que así lo dispuso.
Este pequeño descubrimiento nos dio nueva vida: maravilloso es como, en una situación desesperada, se agarra uno a la más débil esperanza y se reanima y tranquiliza con ella. Cuando las tinieblas nos rodean, un rayo de luz, por insignificante que sea, alienta a nuestro espíritu y nos anima a marchar.
Entretanto Ventvögel, levantando su grande y achatada nariz, giraba lentamente sobre sí mismo, y, semejante a un perro que olfatea por la perdida pista, aspiraba con todos sus pulmones aquel aire caliente. De pronto dijo:
—Huelo agua.
Al oírle, nuestro júbilo fue grande, porque todos sabíamos que estos salvajes poseen un finísimo olfato.
En este instante, el sol, surgiendo radiante del horizonte, hizo aparecer ante nosotros un paisaje tan majestuoso que, atónitos en su contemplación, olvidamos por algunos minutos los tormentos de nuestra sed.
Enfrente, y como a cuarenta o cincuenta millas erguíanse soberbios los pechos del Sheba, que, semejantes a dos inmensos conos de bruñida plata, reflejaban con vivísimo fulgor los tempranos rayos del naciente astro; mientras que por cada uno de sus lados y maciza cual colosal muralla, iba a perderse en el horizonte la elevada cordillera de Sulimán. Hoy que tranquilo y con la memoria llena por su recuerdo, trato de describir la grandiosa belleza de aquel espectáculo, fáltanme palabras para el concepto y conceptos para su sublimidad. Allá, en los lindes del desierto, precisamente ante nosotros, alzábanse, cual vigilantes atalayas, dos enormes montañas, que seguro estoy no tienen otra parecida en toda el África, ni en el mundo entero; medían unos quince mil pies de altura y separábalas un espacio de unas doce millas, en el centro del cual se unían sus encrespadas laderas. Desde el lugar en que nos encotrábamos, las veíamos elevarse airosas de la llanura, suaves y redondas como los pechos de una virgen, para ir a terminar en dos picos perfectamente cónicos y cubiertos de nieve, que se hundían en las nubes.
El desfiladero en que venían a unirse sus encontradas laderas, parecía muy escarpado y a varios miles de pies sobre el nivel del suelo; a sus opuestos lados, en cuanto la vista descubría, observábase en la cordillera la misma rápida, y uniforme pendiente, interrumpida, de trecho en trecho, por eminencias terminadas en mesetas, parecidas a las afamadas de la ciudad del Cabo, que, entre paréntesis son de una formación muy común en el África.
Imposible me es describir el cuadro que se extendía ante nuestra vista. Sí puedo decir que nos produjo tal impresión la solemne majestad de aquellos gigantescos volcanes —porque sin duda alguna lo son— ya apagados, que suspensos, creo que ni siquiera respirábamos. Durante cierto tiempo, los rayos de la mañana se quedaron en los nevados picos y en las redondeadas y obscuras masas que los sostenían; pero poco a poco y como queriendo ocultar de nuestros curiosos ojos la grandiosidad de aquel espectáculo, extrañas neblinas y nubes comenzaron a agruparse en su derredor hasta cubrirlas con un tupido velo, al través del cual sólo podíamos entrever sus enormes y bien cortadas siluetas. Por lo general, como más tarde descubrimos, estaban siempre envueltas en densas nieblas que, indudablemente no nos habían permitido antes verlos con tanta claridad.
Apenas las montañas habían desaparecido bajo su vaporosa vestidura, cuando nuestra sed reaparecía con sus insoportables tormentos.
A pesar de la afirmación de Ventvögel, por más que buscamos, no descubrimos agua ni la menor traza de ella; en todo cuanto la vista dominaba, sólo se percibía el árido y seco arenal, y los raquíticos karus. Dimos la vuelta a la colina, examinando con ansiedad sus alrededores, pero siempre con el mismo resultado, ni una gota de agua, nada, nada que indicase la existencia de una poza, charco o manantial.
—Eres un estúpido, no hay ninguna agua —dije coléricamente a Ventvögel.
Este volvió, levantando su horrible nariz, a olfatear el aire, y contestome:
—La huelo, señor, la husmeo en el aire.
—Sí, en las nubes y cuando caiga, de aquí a dos meses, vendrá a refrescar nuestros huesos.
Sir Enrique se cogió pensativamente la barba y sugirió:
—¡Tal vez se encuentre en la cima de esa colina!
—¡Diablo! ¿a quién se le puede ocurrir tal cosa? ¡agua en la cima de una colina! —exclamó Good.
—Sin embargo, veámoslo —dije yo, y comencé a ascender a gatas, sin ninguna esperanza, y precedido por Umbopa, la arenosa pendiente de aquella eminencia. Al llegar a la cumbre, éste se detuvo como si se hubiera petrificado, y gritó con toda su voz:
—¡Nanzia, Manzie! (Aquí hay agua).
Nos abalanzamos hacia él, y, en efecto, encontramos sobre la misma cúspide, y en un hueco profundo o grieta, un charco de agua. No nos ocupamos de pensar cómo podía hallarse allí, ni nos detuvo su obscuro color y desagradable apariencia. Era agua, o por lo menos una buena imitación de ella, y esto nos bastaba. De un salto nos pusimos en sus orillas, y echándonos boca abajo, hundimos nuestros labios en el repugnante líquido, sorbiéndolo como si hubiera sido el néctar de los dioses. ¡Sabe el Cielo cuánto bebimos! Apagada nuestra sed, nos quitamos nuestras ropas y sumergimos en él nuestros cuerpos, para absorber la humedad a través de la tostada piel. Aquellos que, tranquilos en sus hogares, les basta abrir una llave para tener toda el agua que desean, no pueden comprender las delicias que experimentamos al revolcarnos en aquel sucio y tibio charco. Pasado un rato, salimos de él, bien frescos, en realidad, atacamos nuestra provisión de carne seca, que apenas habíamos probado durante las últimas veinticuatro horas, y cada uno concluyó con su ración. Encendimos nuestras pipas, nos tendimos a la orilla del mil veces bendito charco, y protegidos por la sombra de sus empinados bordes, dormimos profundamente hasta el mediodía.
Toda la tarde permanecimos cerca de él, dando gracias a nuestras estrellas, por habernos guiado hasta allí, sin olvidarnos de hacerlo también a los manes de da Silvestre, que con tan admirable precisión lo señaló sobre un pedazo de su camisa. Cuando ya satisfechos la sed, el hambre y el sueño, pudimos pensar en otras cosas, nos quedamos asombrados al considerar el tiempo que esta poza había durado, sólo nos lo explicábamos, suponiendo la alimentaba algún manantial que debía existir a gran profundidad bajo la arena.