Las disposiciones tan lacónicamente dictadas para la batalla, se llevaron a cabo con una rapidez que hablaba muy alto en favor de la organización militar de los kukuanos. Apenas pasó una hora cuando ya todos los hombres habían recibido y devorado sus raciones, las tres divisiones estaban formadas, el plan de ataque debidamente explicado a los caudillos, y la fuerza entera, que en la actualidad se componía de unos dieciocho mil hombres, excepto una guardia para custodia de los heridos, pronta a entrar en acción.
En este momento se nos acercó Good, y tendiendo las manos a sir Enrique y a mí, nos dijo:
—Adiós, camaradas. Parto con el ala derecha, conforme las órdenes recibidas; así pues, vengo a despedirme de ustedes por si acaso no nos volvemos a ver.
Nos apretamos las manos, y no sin dejar traslucir tanta conmoción cuanta un inglés acostumbra a dar a conocer.
—El lance es bien grave —dijo sir Enrique con su gruesa voz algo alterada— y confieso que en manera alguna espero ver el sol de mañana. Según se me alcanza, los Grises, con quienes voy a marchar, tienen que batirse hasta morir, para dar tiempo que las alas verifiquen su evolución y sorprendan a Twala por los flancos.
—¡Bueno, sea así! ¡en todo caso caeremos como bravos! Adiós, mi viejo amigo. ¡Dios lo proteja! Espero librará bien y pondrá sus manos sobre los diamantes; si no me equivoco, siga mi consejo: ¡no se enrede más en negocios de pretendientes!
Enseguida Good volvió a estrecharnos las manos y se alejó. Infadús vino a buscar a sir Enrique y lo condujo al frente de los Grises, mientras yo, turbado por tristes presentimientos, partí con Ignosi a mi puesto, en el segundo regimiento o reserva del centro.
La última parada de los Grises
Pocos minutos después, los regimientos destinados a envolver al enemigo por los flancos, se ponían en movimiento, cubiertos por la cresta de la colina y burlando los perspicaces ojos de los espías de Twala.
Media hora más tarde, cuando ya las alas llevaban algo adelantada su evolución, los Grises y el regimiento que les iba a servir de apoyo, denominado los Búfalos, rompían la marcha para ocupar su puesto en la línea del combate, para formar su centro y en él sostener todo el choque de la acción.
Ambos regimientos se encontraban casi intactos y descansados; los Grises habían estado de reserva durante la mañana, y sus pérdidas fueron insignificantes al cargar y rechazar a los enemigos que rompieron nuestra línea; carga en la cual tomé parte tan activa y pasiva, cuando por mis pecados me tendieron de un trastazo en la mollera. En cuanto a los Búfalos, habían formado el tercer escalón de la defensa en la izquierda, y, como allí el ataque se estrelló en el segundo, realmente no tomaron parte en la función.
Infadús, como hábil, envejecido general y buen conocedor de la importancia de levantar la moral de sus soldados, al arrastrarlos a tan mortal encuentro, empleó el tiempo de espera en arengarlos con poético lenguaje: díjoles que gran honor se les hacía al encomendar a su arrojo el puesto de importancia mayor y de mayor peligro; era gloriosa distinción que los blancos guerreros de las estrellas combatiesen en sus filas, y prometió buenas recompensas en ascenso y ganado a todos los que sobrevivieran, si las armas de Ignosi conquistaban la victoria.
Eché una mirada a las largas filas de sus severos rostros, inmóviles bajo la rizada ola de sus penachos negros, y suspiré tristemente al pensar que antes de una hora, todos o casi todos aquellos arrogantes veteranos yacerían muertos o moribundos sobre el enrojecido campo de la lid. No podía menos de ser así; estaban condenados con esa indiferencia por la vida humana, prenda de los grandes generales, a sacrificarse y derramar su última gota de sangre, para dar al resto del ejército, y con él a su causa, las probabilidades del triunfo. Iban a morir y lo sabían. Era su misión sostener uno por uno el choque de todos los regimientos de Twala, en aquella estrecha y verde ensenada, hasta que fueran exterminados o hasta que las alas, envolviendo a sus adversarios, cargaran sobre ellos. Y, sin embargo, ni una cara pálida; ni una mano trémula; nada, nada que revelara algo de temor en uno solo de los impávidos guerreros. No pude menos de comparar la imponente serenidad de unos hombres próximos a dejar para siempre las dulzuras de la vida, tan grata, cuando desde el borde de la tumba se contemplan con el intranquilo estado de mi ánimo, y volví a suspirar de envidia y de admiración.
—¡Ved a vuestro rey! —terminó el viejo Infadús señalando hacia Ignosi— pelear hasta caer por él, es el deber de los bravos; y maldición y vergüenza caiga para siempre sobre el nombre de aquel que le acobarde la muerte en defensa de su rey o vuelva infame la espalda al enemigo. ¡Ved a vuestro rey! jefes, capitanes y soldados; rendid vuestros homenajes a la sagrada serpiente y ¡adelante! que Incubu y yo os guiaremos por glorioso camino al mismo corazón del ejército de Twala.
Hubo un momento de silencio, de pronto partió de las apretadas falanges suave rumor, semejante al susurro de lejano oleaje, causado por el tenue golpear de las astas de seis mil lanzas sobre los escudos de los que las blandían. Lentamente fue creciendo hasta convertirse en ruido atronador que, cual el fragor de tempestuoso mar, conmovió la atmósfera y se reflejó en las distantes montañas; entonces decreciendo gradualmente y como el rugir de tempestad que pasa, vino a morir dulcemente y, apenas se apagó, llenó el espacio cual estampido de colosal sonora del saludo real.
Bien orgulloso debía sentirse Ignosi en ese instante, pensaba yo, porque jamás un César fue saludado así por los gladiadores «que van a morir». Ignosi contestó a este magnífico homenaje, levantando su hacha por encima de la cabeza, y los Grises desfilaron en columna compuesta de tres líneas, cada una de mil hombres, sin contar a los oficiales. Cuando la línea de retaguardia hubo andado quinientas varas, se puso a la cabeza de los Búfalos, ya dispuestos en igual formación, dio la voz de marcha, y a nuestra vez la emprendimos; por mi parte, y casi es inútil lo diga, haciendo de corazón mil promesas para que el Cielo me sacara del lance sin deterioro de mi salud ni de mi piel. En muchas y apuradas circunstancias me he encontrado; pero nunca en una tan desagradable como la presente, ni en la que mis probabilidades de salvación fueran tan escasas.
Al llegar al borde de la meseta, los Grises ya estaban a mitad de la pendiente, que bajaba a la estrecha y cercada llanura; y percibimos gran agitación en el campo de Twala, situado a nuestro frente, de donde los regimientos salían a la carrera, unos tras otros, con el fin de cerrar la entrada de aquella especie de seno e impedirnos desembocar en la planicie de Loo.
Este seno o lengua de tierra, que medía como trescientas varas de profundidad, no tenía más de cuatrocientos cincuenta pasos de un lado a otro, en su arranque o parte más ancha, y apenas noventa en su punta, al pie de la colina. Los Grises, después de descender la ladera, continuaron avanzando en columna por la indicada punta, y cuando llegaron a terreno más abierto, desplegaron en su habitual orden de batalla, o sea en tres filas, e hicieron alto.
Entonces nosotros, esto es, los Búfalos, continuando la marcha, cerramos la distancia que nos separaba de los primeros hasta reducirla a unas cien varas, y tomamos nuestra posición como reserva sobre un terreno algo más elevado. Entretanto, pudimos observar a nuestro placer el ejército entero de Twala, evidentemente reforzado después del ataque de la mañana, y que ahora, a pesar de sus bajas, no contaba menos de cuarenta mil hombres, dirigiéndose apresuradamente a nuestro encuentro. Pero cerca de la entrada del seno, sus regimientos vacilaron, al percibir que sólo a uno daba paso la estrecha garganta, y que a setenta varas de la boca, con los flancos perfectamente guardados por las allí casi a plomo pendientes de la colina, les esperaba el famoso regimiento de los Grises, orgullo y gloria del ejército kukuano, pronto a cerrar el paso a todas sus fuerzas, como los tres romanos, en otro tiempo, sostuvieron el puente contra millares de enemigos. Vacilaron, según antes dije, y, por último, permanecieron como clavados en el suelo: no, no les corría prisa de cruzar sus lanzas con las de aquellos ceñudos veteranos, que, formando muralla erizada de aceros, esperaba la acometida. Sin embargo, poco después, y a todo escape, llegose a ellos un alto general, luciendo en la cabeza las reglamentarias plumas de avestruz, acompañado por varios jefes y oficiales, el que no dudo era Twala en persona, y dio una orden; acto continuo, el primer regimiento, arrojando su grito de guerra, cargó sobre los Grises; éstos continuaron inmóviles y silenciosos, hasta que, al separarlos unas cuarenta varas, una lluvia de tolas o cuchillos arrojadizos silbó entre sus filas.
Entonces, con un bramido y de un salto, enristradas las lanzas, saliéronles impetuosos al encuentro y los dos regimientos chocaron, y comenzó la matanza. El ruido de sus escudos, al encontrarse, llegó hasta nosotros semejante al sonido del trueno, y el campo entero centelleó con los rayos de luz reflejados por las agitadas armas. Ambas líneas se apretaron con furioso brío y batallaron obstinadas, pero no por largo tiempo. Las filas agresoras se debilitaron rápidamente, y de pronto, con lento e incontrastable empuje, los Grises avasallándolas, pasaron por encima de ellas, así como indómita ola pasa irritada, sepultándolo bajo su espuma, sobre el obstáculo que se opone a su carrera. Todo había terminado; el cuerpo enemigo estaba materialmente aniquilado; pero los Grises no tenían ya más que dos filas, la tercera parte de sus valientes yacían muertos en el ensangrentado suelo.
Cubriendo los huecos, pegando hombro contra hombro, silenciosos y terribles, hicieron alto, y descansaron sobre las armas en espera de un nuevo ataque: entonces, para mi alegría, percibí a sir Enrique, muy atareado en arreglar las filas. ¡Gracias al Cielo, aún vivía!
Mientras tanto nosotros avanzamos al lugar del encuentro, embarazado con los cuerpos de unos cuatro mil seres humanos, muertos, agonizantes y heridos; y literalmente teñido de rojo por la sangre vertida. Ignosi dio una orden, inmediatamente trasladada a todas las filas prohibiendo, de un modo absoluto, se rematara a los heridos enemigos, la que fue escrupulosamente obedecida, por lo menos en cuanto nosotros pudimos observar. Lo contrario hubiera sido un espectáculo repugnante, si las circunstancias nos hubiesen permitido ocuparnos de él.
Mas, sin pérdida de tiempo, otro regimiento, con blancos arreos, venía a paso de carga sobre los dos mil restantes Grises, quienes, impertérritos y con imponente silencio los esperaron, hasta que, al distar unas cuarenta varas, se lanzaron como un rayo contra ellos. Otra vez retumbó el incesante choque de sus escudos y volviose a repetir la horrible tragedia. Pero ahora el combate se prolongaba indeciso; en efecto, durante un rato pareció casi imposible que la victoria diera sus lauros a los Grises. El regimiento que los atacó, formado por jóvenes y vigorosos soldados, luchaba con indómito coraje; y en un principio, agobiando a los veteranos con su empuje, los obligaron a cejar algunos pasos. La carnicería era espantosa, caían centenares de hombres por minuto, y entre el fragor de la pelea, escuchábanse un incesante y silboso «Syi, syi» expresión de triunfo que cada contendiente lanzaba al hundir su arma en el cuerpo de su vencido adversario.
Pero una perfecta disciplina y un valor firme y resuelto pueden hacer maravillas; y, no hay duda, un veterano vale bien por dos bisoños, como la ocasión lo demostró. Cuando ya dábamos a los Grises por desbaratados, y sólo esperábamos verlos caer o desbandarse para ocupar su puesto, oí la poderosa voz de sir Enrique, dominando el estruendo de la lid, y vi su hacha describiendo rápidos círculos por encima de su inquieto plumero. Entonces los Grises cesaron de retroceder, y, tenaces como una roca, resistieron las porfiadas arremetidas de sus furiosos enemigos, que se estrellaban una y otra vez en la inquebrantable línea de sus lanzas. Después volvieron a moverse; pero ahora, hacia adelante; como no había armas de fuego, nada nos ocultaba los incidentes de la jornada. A su irresistible avance, los agresores comenzaron a vacilar.
—¡Ah! Esos son
hombres
, volverán a vencer —exclamó Ignosi, rechinando los dientes excitado por la lucha—. ¡Vedlo, ah, mis bravos! —Y, en efecto, en aquel momento, despedidos como el humo de la boca de un cañón, saltaron hacia atrás, rompieron sus filas, y en pequeños grupos y a todo correr, huyeron los de Twala, dejando el campo a sus victoriosos rivales; pero ¡ay! el regimiento de los Grises ya no existía. De las tres arrogantes filas, que, cuarenta minutos antes entraban en acción, de los tres mil guerreros que las nutrían, sólo quedaban a lo más seiscientos hombres cubiertos de sangre; los restantes habían caído bajo el hierro de sus agresores. Y todavía arrojando un grito de triunfo, blandiendo las lanzas, animosos, en lugar de replegarse hacia nosotros como esperábamos, persiguieron los grupos del derrotado regimiento por espacio de unas cuatrocientas varas, posesionáronse de una pequeña eminencia y, volviendo a triplicar sus filas, formaron en círculo dando frente a todos lados. Entonces, gracias a Dios, vi a sir Enrique, aparentemente ileso, de pie, en la cumbre de aquel reducto humano, y a su lado, a nuestro amigo Infadús. Entretanto, los regimientos de Twala arremetían contra ellos y no tardó en renovarse el combate.
Como mis lectores se habrán convencido, yo soy, hablando honradamente, algo cobarde y nada aficionado a las funciones marciales, aunque contra toda mi voluntad, la suerte me ha puesto a menudo en estos desagradables conflictos, obligándome a verter la sangre de mis semejantes. Pero yo siempre lo he detestado, y por otra parte, he cuidado de conservar la mía lo más intacta posible, valiéndome, algunas veces, del juicioso y oportuno empleo de los pies. Sin embargo, ante aquel espectáculo, y por primera vez en mi vida, ardió mi pecho con belicoso fuego. Ocurrían a mi memoria los cantos guerreros de las
Leyendas de Ingoldsby
, mi sangre, hasta entonces helada por el terror, batía precipitada en mis arterias, y me sentía animado por los más salvajes deseos de matar sin piedad y sin cuartel. Volví los ojos a las apretadas filas de guerreros, que estaban a nuestra espalda, y, por un giro repentino de la imaginación, comencé a pensar si mi cara tendría el mismo aspecto que la de ellos. Allí, con las cabezas hacia adelante por encima de sus escudos, los puños apretados, los labios entreabiertos, los semblantes encendidos por la pasión del exterminio y de la matanza, veía en sus ojos brillar la feroz mirada que enciende la pupila del tigre cuando se acerca a su presa.