Gradualmente la penumbra, haciéndose más espesa, amorteció visiblemente el brillante disco, y una exclamación de miedo se oyó en la aterrorizada multitud que nos rodeaba.
—¡Mira! ¡oh, rey! ¡mira Gagaula! mirad, jefes, soldados y mujeres, y decid si los hombres blancos de las estrellas hacen lo que prometen o son unos vanos impostores!
—La luna se obscurece a vuestros mismos ojos, pronto las tinieblas nos envolverán, ¡sí! las tinieblas, cuando más grande y clara centelleaba sobre vuestras cabezas. Nos habéis pedido una señal, y os la damos. Apágate; ¡oh luna! extingue tu luz, tu pura o inmaculada luz, abate hasta el polvo la frente de los soberbios y sepulta el mundo en las más lóbregas sombras de la noche.
Todos los circunstantes dejaron escapar un grito de terror, y presas del pánico, unos quedaron como petrificados y otros, cayendo de rodillas, prorrumpieron en lastimeras súplicas. El rey continuó sentado, pero su bronceada piel palideció notablemente. Sólo Gagaula permaneció tranquila.
—Eso pasará —gritó ésta— ya yo he visto lo mismo en otra ocasión; ningún hombre puede apagar la luna; recobrad el ánimo; sentaos, estad serenos; las sombras desaparecerán.
—Esperad y vosotros lo veréis —repliqué volviendo a tender los brazos hacia el astro—. Adelante, Good, no se detenga, ya no recuerdo más versos. Siga con su tiroteo de palabrotas, ¡bravo! buen camarada.
Good respondió noblemente al tributo, que se le impuso sobre sus facultades inventivas. Nunca hasta entonces pude tener una idea exacta de las infinitas interjecciones, denuestos, epítetos, votos y reniegos del vocabulario de un oficial de la Armada. Por diez minutos largos, sin detenerse siquiera a respirar, soltó a todo trapo una sarta de terminachos, cayendo apenas en muy contadas repeticiones.
Entretanto, la mancha negra iba dilatándose y no había uno en aquella vasta concurrencia que, enmudecido por el temor, no tuviese fijos los espantados ojos en el cielo. Extraños, tupidos velos se tendían sobre la faz del satélite, y en nuestro derredor todos permanecían callados o inmóviles, como si la muerte los hubiera paralizado repentinamente. Los minutos transcurrían en medio de absoluto silencio, y a su paso, la luna se sepultaba más y más en el cono de la sombra de la tierra, pudiéndose observar la marcha del negro y creciente segmento por encima de sus profundos cráteres. El hermoso y pálido astro parecía aproximarse a nosotros y aumentar en tamaño. Su argentino color se convirtió en cobrizo en la porción aun no eclipsada, pasando gradualmente a un obscuro carmesí, en el que se destacaban vagamente sus dilatadas planicies y elevadas montañas.
La ennegrecida sombra, entretanto, seguía su curso, ya cubría más de la mitad del enrojecido globo. La atmósfera, creciendo en opacidad, adquiría un algo de siniestro por el sanguíneo tinte que de aquel recibía. Al fin nos fue casi imposible distinguir las facciones del feroz grupo que teníamos delante. No se oía nada, nada, excepto las pestes que a borbotones brotaban de la boca de Good, quien, con arreglo a las leyes de la oratoria, dio descanso a la lengua con un remate musical y grandioso.
—¡La luna se está muriendo! ¡Los brujos la han matado! —gritó Scragga, poco después que Good terminara su oración—. ¡Todos vamos a perecer entre las tinieblas! —y animado por el furor del miedo, tiró una terrible lanzada a sir Enrique, dando de lleno en el mismo medio del pecho de este caballero. Pero habíase olvidado de las cotas de malla que el rey nos regalara, y que llevábamos puestas debajo de nuestra ropa. El acero rebotó inofensivo; antes que tuviera tiempo de repetir el golpe, sir Enrique le arrancó el arma de las manos, y, ligero como un rayo, lo atravesó con ella misma de parte a parte, haciéndole rodar muerto a sus pies.
A la vista de este suceso, espantadas por la creciente obscuridad y la monstruosa mancha que según su creencia, devoraba a la luna, las jóvenes, rompiendo su orden de formación, huyeron desordenadamente lanzándose en confuso tropel y dando chillidos de terror, hacia la puerta del kraal. No fueron ellas las únicas víctimas del pánico. El mismo rey, seguido por sus guardias, varios jefes y Gagaula, que con maravillosa vivacidad cojeaba tras del primero, huyeron a sus chozas, de modo que, en cosa de un minuto, quedamos dueños de la escena en compañía de Foulata, Infadús, algunos de los jefes, con quienes habíamos hablado previamente, y el cadáver de Scragga.
—Jefes —dije— os hemos dado la señal. Si estáis satisfechos, corramos al lugar de que hablasteis. El encanto continuará sin que nadie pueda detenerlo, por espacio de hora y media más. Aprovechémonos de la obscuridad.
—Venid —contestó Infadús emprendiendo la marcha, ejemplo seguido por los amedrentados jefes, nosotros y Foulata, a quien Good conducía de la mano.
Antes de llegar a la puerta del kraal la luna desapareció completamente y de todas partes del firmamento aparecieron las estrellas como suspendidas de una inmensa y enlutada bóveda.
Asidos de las manos formando cadena, tropezando aquí y acullá, avanzando entre profundas tinieblas.
Antes de la batalla
Afortunadamente, Infadús y los jefes conocían muy bien la gran ciudad, y, por consiguiente, a pesar de lo turbio de la ocasión, pudimos caminar con diligencia.
Por hora y media sostuvimos la marcha sin la menor dilación, hasta que, por fin, el eclipse entró en su último período, y apareció el borde de la luna que primero se ocultó, al comenzar el fenómeno. Repentinamente descubrimos un tenue rayo argentino rodeado por un misterioso fulgor rojizo que, cual lámpara celestial, se destacaba en medio del obscurecido espacio. Cinco minutos después, las estrellas comenzaron a palidecer y tuvimos suficiente claridad para reconocer el paraje en donde nos encontrábamos, viendo con placer que estábamos fuera de la ciudad de Loo y cerca de una aplanada cumbre, a la que se encaminaban nuestros pasos. Esta colina, cuya especie abunda mucho en el África austral, no era muy elevada; en efecto, su mayor altura no pasaría de unos doscientos pies, pero su forma afectaba la de una herradura y sus precipitosas laderas estaban materialmente erizadas de riscos que hacían imposible el ascenderlas. En la herbosa meseta, que la coronaba, había suficiente terreno para un campamento, y como tal se utilizaba, siendo una de las posiciones militares que defendían la capital. Su guarnición ordinaria consistía en un regimiento de tres mil hombres; mas al subir por sus inclinadas vertientes pudimos observar, a la luz de la retornante luna, que el número de los guerreros allí reunidos era mucho mayor.
Al llegar a la meseta encontramos multitud de hombres que, arrancados del sueño, se apiñaban temblorosos, consternados por el hecho natural que aun presenciaban. Sin pronunciar una palabra pasamos entre ellos y nos dirigimos a una choza en donde, con sorpresa hallamos, nos esperaban dos hombres cargados con los contados efectos que nuestra precipitada fuga nos forzara a abandonar.
—Yo envié por ellos —observó Infadús— y también por esto— añadió suspendiendo en sus manos, los hacía tanto tiempo perdidos pantalones de Good.
Éste, con una exclamación de alegría, se abalanzó a ellos e inmediatamente procedió a ponérselos.
—¡Mi señor, no oculte sus preciosas piernas blancas! —instó Infadús con tono de súplica.
Pero Good persistió obstinadamente en su propósito y el pueblo kukuano hubo de resignarse a no verlas más al natural, teniéndose que contentar con su barbudo lado, su ojo transparente y su movible dentadura.
Sin apartar los ojos, que acariciaban con persistente mirada los encubiertos miembros de Good, Infadús nos informó había dado órdenes para que los regimientos se formaran al despuntar el día, a fin de participarles las causas que inducían a sus jefes a la rebelión y presentarse a Ignosi, legítimo heredero del trono.
En efecto, tan pronto como apareció el sol, unos veinte mil hombres, la flor del ejército de Kukuana, ocupaba un espacio despejado al cual nos encaminamos. Formaban un inmenso cuadro de tres caras, presentando un espectáculo magnífico. Nos situamos en el lado abierto, y enseguida nos rodearon los jefes y oficiales de mayor importancia.
Requerido absoluto silencio, Infadús, situándose en el centro de la formación, tomó la palabra. Con vigorosa y arrebatadora elocuencia, porque como casi todos los kukuanos de noble cuna era un admirable orador, relató la historia del padre de Ignosi, describiendo con crudeza la conducta de Twala al asesinar traidora y cobardemente al primero, y al condenar a la esposa y al hijo, infelices, a perecer aniquilados por el hambre. Inmediatamente, y con atrevidos rasgos, hizo ver cómo el país padecía, ahogando sus gemidos, bajo la inicua férula del cruel Twala, aserto que probó pintando con espantosa realidad las sangrientas escenas de la noche anterior, en la que muchos de los más grandes y bravos de sus jefes, bajo pretexto de ser entes maléficos, habían caído muertos por la mano del verdugo. Prosiguiendo, pasó a manifestarles cómo los blancos señores de las estrellas, movidos a piedad por tantos horrores que pesaban sobre su tierra, determinaron, sin detenerles los grandes riesgos de su proyecto, descender hasta ellos y mejorar su suerte; cómo tomando bajo su protección al legítimo rey de la nación, a Ignosi, quien suspiraba en el destierro por la nunca olvidada, patria, con generosa mano, lo habían guiado hasta ella por encima de las montañas; cómo en presencia de las malvadas acciones de Twala, decidieron su castigo; y, dando una señal para convicción de los irresolutos y salvar a la bella Foulata, acababan, por el poder de su insondable magia, de apagar la luna y matar al perverso Scragga; y cómo estaban resueltos a ayudarlos a derribar al tirano usurpador y coronar al legítimo rey, a Ignosi, ¡al hijo del rayo!
Concluyó su discurso en medio de un murmullo de aprobación, y entonces Ignosi valió al frente para a su vez arengarlos. Reiteró cuanto su tío Infadús había dicho, concluyendo su enérgica oración de la siguiente manera:
—¡Oh! jefes oficiales, soldados y pueblo, habéis oído mis palabras. Ahora decidios entre aquel que sienta en mi trono, y el que por derecho le corresponde; entre el infame fratricida, y el hijo de vuestro muerto rey; entre el cobarde verdugo de una desventurada viuda e inofensivo niño y la intentada víctima. Sí, soy el hijo de Imotu; sí, soy vuestro legítimo rey; esos (señalando a los jefes), os lo pueden decir, pues han visto con sus propios ojos la sagrada serpiente en derredor de mi cintura. Y si no fuera así, ¿estarían estos hombres blancos, estos temibles magos, al lado mío? ¡Temblad jefes oficiales, soldados y pueblo! ¿Acaso las tinieblas que esparcieron por la tierra toda, para confundir a Twala y proteger nuestra marcha, cuando más hermosa brillaba la luna en el cielo, no os llena aún de estupor?
—Sí —contestaron los soldados.
—Yo soy el rey, lo digo a vosotros. ¡Yo soy el rey! —repitió Ignosi irguiéndose majestuosamente y blandiendo su enorme hacha de combate por encima de la cabeza—. Si hay alguno entre vosotros que diga lo contrario, salga de las filas para combatir conmigo, y su roja sangre será una nueva prueba de que os digo la verdad. Venga, venga a mí, que aquí le espero —y agitó vigorosamente su arma, que relampagueaba a la luz del sol.
Como nadie pareció dispuesto a aceptar este reto a muerte, nuestro ex-criado prosiguió:
—En verdad, soy el rey, y si estáis a mi lado durante el combate, si soy el vencedor, compartiré con vosotros la gloria y los honores de la victoria. Os daré bueyes y esposas, y vuestros regimientos serán los primeros del ejército; si sois vencidos, si morís, yo moriré con vosotros.
»Y, oíd la promesa que os hago. Cuando me siente en el trono de mis padres no habrá más derramamiento de sangre en el país; no clamaréis por justicia para que os conteste con el hierro, no habrá más cacerías de brujas en las que se os mate sin que seáis delincuentes. Ningún hombre morirá, a menos que viole las leyes. Cesará la destrucción de vuestros kraales; todos podrán dormir tranquilos bajo el techo de sus chozas, que la justicia velará hasta en los más lejanos rincones de mi tierra.
»¿Os habéis decidido, jefes, capitanes, soldados y pueblo?
—Nos hemos decidido ¡oh rey! —contestaron en masa.
—Está bien. Volved vuestras cabezas y ved a los emisarios de Twala cómo, saliendo de la gran ciudad, corren al Norte y Sur, al Este y Oeste para reunir un formidable ejército, con el fin de exterminarme, y exterminar a vosotros y a mis amigos y protectores. Mañana, tal vez pasado mañana, caerá sobre nosotros con todos los que aún le son fieles. Entonces sabrá quiénes son mis más adictos partidarios, quiénes no temen morir por mi causa, y desde ahora os digo que no los olvidaré cuando llegue el momento de los despojos. He dicho, ¡oh! jefes, oficiales, soldados y pueblo. Ahora, volved a vuestros alojamientos y apercibíos para el combate.
Hubo una corta pausa; uno de los jefes levantó su mano y de todas las bocas salió el real saludo «kum», prueba evidente de que los regimientos reconocían a Ignosi por su Rey, y enseguida desfilaron en batallones.
—Media hora después nos reunimos en consejo de guerra, al que asistieron los comandantes de los regimientos. Evidente era no transcurriría mucho tiempo sin que nos viéramos atacados por fuerzas superiores a las nuestras; y, en efecto, desde la ventajosa posición que ocupábamos, pudimos observar la concentración de las tropas enemigas y a los correos, que saliendo a la carrera de Loo, se dirigían en todos sentidos, indudablemente con órdenes de Twala, para que acudieran a la capital los regimientos de guarnición en los kraales. Por nuestra parte, contábamos con unos veinte mil hombres que formaban en siete regimientos, los mejores del país. Twala tenía, según Infadús y los jefes calculaban, de treinta a treinta y cinco mil guerreros, obedientes a su mando, reunidos en Loo; y suponían que hacia la mitad del siguiente día habrían engrosado su ejército con otros cinco mil. Era probable que algunos de aquellos cuerpos, desertando de su bandera, se pasaran a la nuestra; pero no debíamos fundar nuestros planes en una mera contingencia. Entretanto, notamos no se descuidaba el adversario en dictar oportunas medidas para someternos, pues numerosas y fuertes patrullas rondaban cerca de la base de la colina, mientras otros movimientos parecían predecir la inminencia de un ataque.
Sin embargo, Infadús y los jefes opinaron que el ataque no tendría lugar aquel día, dedicado a los necesarios preparativos y a levantar el ánimo de los soldados, aún muy impresionados por el efecto de nuestra magia sobre la luna; y sí al siguiente, en lo que no se equivocaron, como los hechos vinieron a demostrarlo.