Corre el año 1692, en la localidad de Salem (Massachusetts), una rural y pacífica comunidad, que se rige por estrictas normas religiosas que abarcan toda la vida cotidiana. Esta quietud desaparece cuando un grupo de jovencitas siembra el escándalo en esa comunidad: en torno a una de las jóvenes corre el rumor de que ha hecho un obsceno maleficio. Este rumor desata una verdadera «caza de brujas»: los habitantes del pueblo se acusan unos a otros y son presa de una incontenible histeria colectiva. Se inicia entonces un juicio que tal vez propicie temibles venganzas.
Las brujas de Salem
, basada en hechos históricos, es tal vez la más conocida obra de teatro de Arthur Miller. Quien concibió esta pieza teatral como una metáfora a la época negra de la «caza de brujas» desplegada en Estados Unidos durante el macarthismo.
Arthur Miller
Las brujas de Salem
ePUB v1.0
Klein196515.10.11
Autor: Arthur Miller
Título original de la obra:
THE CRUCIBLE
Primera edición: 1953
Título español: LAS BRUJAS DE SALEM
DRAMA EN CUATRO ACTOS
Traducción de Jacobo y Mario Muchnik
A Mary
Esta obra no es histórica en el sentido en que el vocablo es usado por el historiador académico. Fines de orden dramático han requerido a veces que varios personajes se fundieran en uno; el número de muchachas complicadas en la «delación» ha sido reducido; la edad de Abigail ha sido aumentada; aunque hubo varios jueces de casi igual autoridad, los he simbolizado a todos en las personas de Hathorne y Danforth. No obstante, creo que el lector descubrirá aquí la naturaleza esencial de uno de los más extraños y terribles capítulos de la historia humana. La suerte de cada personaje es exactamente la de su modelo histórico, y no hay nadie en el drama que no haya desempeñado un papel similar, y a veces exactamente igual, en el hecho real.
En cuanto al carácter de los personajes, poco se sabe de la mayoría de ellos, exceptuando lo que se puede conjeturar de algunas cartas, las actas del proceso, ciertos volantes escritos en la época y referencias a su conducta provenientes de fuentes más o menos fidedignas. Por lo tanto, pueden tomarse como creaciones mías, logradas en la medida de mi capacidad y de conformidad con su comportamiento conocido, excepto lo que se indica en el comentario que he escrito para el presente texto.
A. M.
por orden de aparición:
El Reverendo Parris
Betty Parris
Títuba
Abigail Williams
Susanna Walcott
Ann Putnam
Thomas Putnam
Mercy Lewis
Mary Warren
John Proctor
Rebecca Nurse
Giles Corey
El Reverendo John Hale
Elizabeth Proctor
Francis Nurse
Ezekiel Cheever
El Alguacil Herrick
El Juez Hathorne
El Comisionado del gobernador, Danforth
Sarah Good
Hopkins
(Obertura)
Un pequeño dormitorio en el piso alto de la casa del reverendo Samuel Parris, en Salem, Massachusetts, en la primavera del año 1692.
A la izquierda, una angosta ventana; a través de sus paneles cuadriculados fluye el sol matutino. Aún arde una vela cerca de la cama, a la derecha. Un arcón, una silla y una pequeña mesa completan el mobiliario. En el foro, una puerta conduce al descanso de la escalera que lleva a la planta baja. En la aseada habitación reina una atmósfera austera. Las vigas del techo están a la vista y los colores de la madera son naturales y sin lustre. Al levantarse el telón, el reverendo Parris está arrodillado junto al lecho, en el que yace, inmóvil, su hija Betty, de diez años.
En la época de estos sucesos, Parris tendría unos cuarenta y cinco años. Dejó una huella repugnante en la historia y es muy poco lo bueno que se puede decir de él. Dondequiera que fuese, creía ser perseguido a pesar de sus esfuerzos por ganarse la voluntad de Dios y la gente. En reunión se sentía ofendido si alguien se levantaba para cerrar la puerta sin antes pedirle permiso. Era viudo, sin interés en los niños, ni talento para tratarlos. Los consideraba como adultos jóvenes y, hasta producirse esta extraña crisis, él como el resto de Salem, jamás concibió que los niños debieran sino agradecer que se les permitiese caminar erguidos,con la mirada baja, los brazos a los costados y la boca cerrada hasta que se les mandase hablar.
Su casa estaba en el «pueblo» —aunque hoy apenas lo llamaríamos aldea—. La capilla estaba cerca y desde este punto —hacia la bahía o hacia tierra adentro— había unas pocas casas, oscuras, de pequeñas ventanas, apretujándose contra el crudo invierno de Massachusetts. Salem había sido fundada apenas cuarenta años antes. Para el mundo europeo toda la provincia era una frontera bárbara, habitada por una secta de fanáticos que, a pesar de todo, exportaban productos en cantidad creciente y de valor en paulatino aumento.
Nadie puede saber realmente cómo eran sus vidas. No tenían novelistas, y aunque hubiese habido uno a mano, no hubieran permitido a nadie leer una novela. Su credo les vedaba toda cosa que se pareciese a un teatro o «placer vano». No festejaban la Navidad, y un día de descanso sólo significaba que debían concentrarse aún más en la oración.
Lo cual no quiere decir que nada rompiese esta rígida y sombría manera de vivir. Cuando se construía una nueva granja los amigos se reunían para «levantar el techo», se preparaban comidas especiales y probablemente se hacía circular alguna poderosa sidra. Había en Salem una buena provisión de inútiles que se entretenían jugando al tejo en la taberna de Bridget Bishop. Probablemente el trabajo duro, más que el credo, impidió que, se deteriorase la moral del lugar. La gente se veía obligada a luchar con la tierra, heroicamente, por cada grano de cereal y nadie disponía de mucho tiempo para holgazanear.
Que había algunos bromistas está indicado, sin embargo, por la costumbre de designar una patrulla de dos hombres cuya obligación era «marchar durante las horas del culto de Dios para tomar nota ya sea de quienes permanecieren cerca de la capilla sin concurrir al rito y la oración, o de aquellos que permanecieren en sus casas o en el campo sin justificarlo debidamente, y tomar los nombres de dichas personas y presentarlos a los magistrados a fin de que éstos puedan obrar en consecuencia». Esta predilección por meterse en asuntos ajenos fue tradicional entre la gente de Salem e indudablemente creó muchas de las sospechas que alimentarían la locura que estaba próxima. Fue también, a mi juicio, una de las cosas contra las que se rebelaría un John Proctor, pues la época del campo armado casi había pasado y, desde que el país estaba razonablemente —aunque no totalmente— seguro, las antiguas disciplinas comenzaban a resentirse. Pero, como en todos estos asuntos, la cuestión no estaba resuelta pues el peligro continuaba siendo una posibilidad y era en la unidad, todavía, donde se hallaba la mejor promesa de seguridad.
El extremo del desierto estaba cerca. El continente americano se extendía interminablemente hacia el oeste y estaba, para ellos, lleno de misterio. Oscuro y amenazador, se alzaba sobre sus cabezas noche y día, pues de allí, de tiempo en tiempo, venían a merodear tribus de indios y el reverendo Parris inclusive tenía algunos feligreses que habían perdido familiares a manos de esos paganos.
La parroquial petulancia de esta gente fue responsable, en parte, de su fracaso en convertir a los indios. También es probable que prefirieran arrebatarle tierra a paganos y no a correligionarios... De cualquier modo, muy pocos indios fueron convertidos y la gente de Salem creía que la selva virgen era la morada del Diablo, su último refugio, la ciudadela para su defensa final. Para ellos, la selva americana era el último refugio de la tierra en el que no se rendía tributo a Dios.
Por estas razones, entre otras, ostentaban un aire de innata resistencia, hasta de persecución. Sus padres habían sido, por supuesto, perseguidos en Inglaterra. De modo que ahora, ellos y su iglesia, encontraban necesario negarle su libertad a cualquier otra secta, para que su nueva Jerusalén no fuese profanada y corrompida por comportamientos equivocados e ideas engañosas.
Creían, en resumen, que ellos sostenían en sus firmes manos la bujía que iluminaría al mundo. Nosotros hemos heredado esa creencia y ella nos ha ayudado y dañado. A ellos, con la disciplina que les dio, les ayudó. Fueron, en general, gentes aplicadas; y tuvieron que serlo para afrontar la vida que habían elegido —o a la que habían nacido— en este país.
La prueba del valor que para ellos tuvo su creencia puede hallarse en el carácter opuesto de la primera colonia de Jamestown, más al sur, en Virginia. Los ingleses que desembarcaron allí eran impulsados principalmente por un afán de ganancias. Habían pensado alzarse con los bienes del nuevo país y regresar, ricos, a Inglaterra. Eran una banda de individualistas y un grupo mucho más simpático que los hombres de Massachusetts. Pero Virginia los destruyó. También Massachusetts trató de matar a los Puritanos, pero ellos se aliaron; establecieron una sociedad comunal que, en el comienzo, fue poco más que un campo armado bajo una dirección autocrática y muy devota. fue, empero, una autocracia por consentimiento, pues estaban unidos de arriba abajo por una ideología común cuya perpetuación era la razón y justificación de todos sus sufrimientos. Así, pues, su abnegación, su resolución, su desconfianza hacia todo propósito vano, su despótica justicia, fueron en conjunto instrumentos perfectos para la conquista de este espacio tan hostil al hombre.
Pero el pueblo de Salem en 1692 no era precisamente la gente aplicada que arribara en el Mayflower. Había tenido lugar un gran cambio y, en esa misma época, una revolución había depuesto al gobierno real reemplazándolo por una junta que en este momento estaba en el poder. A los ojos de ellos, ésos debían parecer tiempos dislocados y para la gente común deben de haber sido tan insolubles y complicados como lo es nuestra época hoy.
Es notable la facilidad con que pudo convencerse a muchos de que esa era de confusión les había sido infligida por fuerzas subterráneas y tenebrosas. No es que aparezca indicio de tal especulación en las actas del tribunal, pero el desorden social en cualquier época alienta semejantes sospechas místicas y cuando, como en Salem, se extraen milagros de debajo de la superficie social, es demasiado pretender que la gente se abstenga durante mucho tiempo de caer sobre las víctimas con toda la fuerza de sus frustraciones.
La tragedia de Salem, que está por comenzar en estas páginas, fue el producto de una paradoja. Es una paradoja en cuyas garras vivimos aún y todavía no hay perspectivas de que descubramos su resolución. Simplemente, era esto: con buenos propósitos, hasta con elevados propósitos, el pueblo de Salem desarrolló una teocracia, una combinación de estado y poder religioso, cuya función era mantener unida a la comunidad y evitar cualquier clase de desunión que pudiese exponerla a la destrucción por obra de enemigos materiales o ideológicos. Fue forjada para un fin necesario y logró ese fin. Pero toda organización es y debe ser fundada en una idea de exclusión y prohibición, por la misma razón por la que dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio. Evidentemente, llegó un momento en que las represiones en Nueva Inglaterra fueron más severas de lo que parecían justificar los peligros contra los que se había organizado ese orden. La «caza de brujas» fue una perversa manifestación del pánico que se había adueñado de todas las clases cuando el equilibrio empezó a inclinarse hacia una mayor libertad individual.