Una novela enigma. Un desafío de ficción, diversión y espejismo, donde nada es lo que parece y donde hasta el simple hecho de seguir leyendo puede resultar arriesgado.
La caverna de las ideas es una obra griega clásica que narra una intrigante historia: diversos asesinatos ocurridos en la época de Platón. Cuerpos mutilados de efebos son descubiertos en las calles de Atenas, crímenes inexplicables que no parecen seguir ningún orden lógico. Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas, se encargará de resolverlos con ayuda de uno de los filósofos de la célebre Academia platónica, Diágoras de Medonte.
Pero el propio texto de La caverna de las ideas, que el lector tiene ahora en sus manos, también esconde secretos: sus traductores desaparecen o mueren, y el actual se enfrenta a un enigma milenario que desborda su capacidad de juicio y en el que se imbricará tanto la novela como la percepción de cada lector.
José Carlos Somoza
La caverna de las ideas
ePUB v1.0
Chachín25.04.12
© 2000, José Carlos Somoza
PRIMERA EDICIÓN: SEPTIEMBRE, 2000
SEGUNDA EDICIÓN: OCTUBRE, 2000
TERCERA EDICIÓN: OCTUBRE, 2000
I«Hay, en efecto, una razón seria que se opone a que uno intente escribir cualquier cosa en materias como éstas, una razón que ya he aducido yo a menudo, pero que creo que he de repetir aún.
En todos los seres hay que distinguir tres elementos, que son los que permiten adquirir la ciencia de estos mismos seres: ella misma, la ciencia, es el cuarto elemento; en quinto lugar hay que poner el objeto, verdaderamente conocible y real. El primer elemento es el nombre; el segundo es la definición; el tercero es la imagen…»
PLATÓN,
Carta VII
El cadáver se hallaba tendido sobre la fragilidad de unas parihuelas de abedul. El torso y el vientre eran un amasijo de reventones y desgarros florecidos de sangre cuajada y tierra reseca, aunque la cabeza y los brazos presentaban mejor aspecto. Un soldado había apartado los mantos que lo cubrían para que Aschilos pudiera examinarlo, y los curiosos se habían acercado, al principio con timidez, después en gran número, formando un círculo alrededor del macabro despojo. El frío erizaba la piel azul de la Noche, y el Bóreas hacía ondular la cabellera dorada de las antorchas, los oscuros bordes de las clámides y la espesa crin del casco de los soldados. El Silencio tenía los ojos abiertos: las miradas estaban pendientes de la terrible exploración de Aschilos, que, con gestos de comadrona, separaba los labios de las heridas o hundía los dedos en las espantosas cavidades con la pulcra atención con que un lector desliza su índice por los grafitos de un papiro, todo bajo la luz de una lámpara que su esclavo le acercaba protegiéndola con la mano de los zarpazos del viento. Cándalo el Viejo era el único que hablaba: había gritado en medio de las calles, cuando los soldados aparecieron con el cadáver, despertando a todos los vecinos, y aún quedaba en él como un eco de su algarabía; el frío no parecía afectarlo, pese a que estaba casi desnudo; cojeaba alrededor del círculo de hombres arrastrando el marchito pie izquierdo, formado por una sola y renegrida uña de sátiro y tendía los juncos de sus brazos delgadísimos para apoyarse en los demás mientras exclamaba:
—Es un dios… ¡Miradlo!… Los dioses bajan así del Olimpo… ¡No lo toquéis!… ¿No os lo dije?… Es un dios… ¡Júralo, Calímaco!… ¡Júralo, Euforbo!…
Su gran cabellera blanca, que emergía desordenada de la angulosa cabeza como una prolongación de su locura, se agitaba con el viento cubriéndole a medias el rostro. Pero nadie le prestaba mucha atención: la gente prefería observar al muerto antes que al loco.
El capitán de la guardia fronteriza había salido de la casa más próxima acompañado de dos soldados, y ahora se ajustaba de nuevo el casco de larga melena: le parecía correcto mostrar sus signos militares frente al público. A través de la oscura visera contempló a todos los presentes, y, reparando en Cándalo, lo señaló con la misma indiferencia con que hubiera podido espantar la molestia de una mosca.
—Hacedle callar, por Zeus —dijo, sin dirigirse a ninguno de los soldados en especial.
Uno de ellos se acercó al viejo, levantó la lanza por su base y golpeó con un solo movimiento horizontal el arrugado papiro de su vientre inferior. Cándalo tomó aire en medio de una palabra y se dobló sobre sí mismo sin ruido, como el cabello cuando el viento lo inclina. Quedó retorciéndose y gimiendo en el suelo. La gente agradeció el repentino silencio.
—¿Tu dictamen, físico?
Aschilos el médico no se apresuró a responder; ni siquiera alzó la mirada hacia el capitán. No le gustaba que lo llamaran así, «físico», y menos en aquel tono que parecía proclamar a todos los individuos despreciables salvo a su poseedor. Aschilos no era militar, pero procedía de un antiguo linaje de aristócratas y su educación había sido exquisita: conocía bien los Aforismos, practicaba en todos sus puntos el Juramento y había dedicado largas temporadas de estudio en la isla de Cos, aprendiendo el sagrado arte de los Asclepíadas, discípulos y herederos de Hipócrates. No era, pues, alguien a quien un capitán de la guardia fronteriza podía humillar fácilmente. Además, se sentía ultrajado: los soldados lo habían despertado a una hora incierta de la tenebrosa madrugada para que examinara en plena calle el cadáver de aquel joven que habían traído en parihuelas desde el monte Licabeto, con el fin, sin duda, de elaborar alguna clase de informe; pero él, Aschilos, bien lo sabían todos, no era médico de muertos sino de vivos, y consideraba que aquella tarea indigna desacreditaba su oficio. Alzó las manos del cuerpo destrozado arrastrando consigo una cabellera de humores sanguinolentos; su esclavo se apresuró a purgarlas con un paño humedecido en agua lustral. Se aclaró dos veces la garganta antes de hablar. Dijo:
—Los lobos. Probablemente fue atacado por una manada hambrienta. Mordiscos, zarpazos… No tiene corazón. Se lo arrancaron. La cavidad de los fluidos cálidos está vacía parcialmente…
El Rumor, de luengos cabellos, recorrió los labios del público.
—Ya lo has oído, Hemodoro —susurró un hombre a otro—. Los lobos.
—Se debería hacer algo al respecto —repuso su interlocutor—. Hablaremos del asunto en la Asamblea…
—La madre ya ha sido informada —anunció el capitán, extinguiendo los comentarios con la firmeza de su voz—. No he querido darle detalles; sólo sabe que su hijo ha muerto. Y no verá el cuerpo hasta que llegue Daminos de Clazobion: ahora es el único hombre de la familia, y será él quien determine lo que se ha de hacer —hablaba con voz potente, acostumbrada a los usos de la obediencia, las piernas separadas, los puños apoyados en el faldellín de la túnica. Parecía dirigirse a los soldados, aunque era evidente que disfrutaba con la atención del público vulgar—. ¡En lo que a nosotros atañe, ya hemos terminado!
Y se volvió hacia el grupo de civiles para añadir:
—¡Vamos, ciudadanos, a vuestras casas! ¡Ya no hay nada más que ver aquí! Conciliad el sueño si podéis… ¡Aún queda un resto de noche!
Como una espesa melena alborotada por un viento caprichoso en la que cada cabello escoge una dirección para agitarse, así se fue dispersando la modesta muchedumbre, marchándose unos en compañía, otros por separado, comentando el espantoso suceso, o bien en silencio:
—Es cierto, Hemodoro, los lobos abundan en el Licabeto. He oído decir que varios campesinos han sufrido sus ataques…
—Y ahora… ¡este pobre efebo! Debemos hablar del tema en la Asamblea…
Un hombre de baja estatura, muy obeso, no se movió cuando los demás lo hicieron. Se encontraba a los pies del cadáver, contemplándolo con ojos entrecerrados y pacíficos, sin mostrar ninguna expresión en su grueso aunque pulcro rostro. Aparentaba haberse dormido de pie: los hombres que se marchaban lo esquivaban, pasando junto a él sin mirarlo, como si se tratase de una columna o una piedra. Uno de los soldados se le acercó y tiró de su manto.
—Vete a tu casa, ciudadano. Ya has oído a nuestro capitán.
El hombre apenas se sintió aludido: continuó mirando en la misma dirección al tiempo que sus gruesos dedos acariciaban los bordes de su bien cortada barba plateada. El soldado, pensando que era sordo, le dio un débil empujón y alzó la voz:
—¡Eh, contigo hablo! ¿No has oído a nuestro capitán? ¡Vete a tu casa!
—Discúlpame —dijo el hombre en un tono que en modo alguno evidenciaba que la intromisión del soldado le preocupara lo más mínimo—. Ya me voy.
—¿Qué miras?
El hombre parpadeó dos veces y desvió la vista del cuerpo, que ahora otro soldado cubría con un manto. Dijo:
—Nada. Pensaba.
—Pues piensa acostado en tu lecho.
—Tienes razón —asintió el hombre. Parecía haber despertado de un brevísimo sueño. Miró a su alrededor y se alejó con lentitud.
Todos los curiosos se habían marchado ya, y Aschilos, que comentaba algo con el capitán de la guardia, parecía más que dispuesto a desaparecer velozmente en cuanto se lo permitiera su interlocutor. Incluso el viejo Cándalo, aún retorcido de dolor y gemebundo, alejábase a gatas, azuzado por las patadas de los soldados, en busca de algún oscuro rincón en el que pasar la noche soñando con su locura; su larga melena blanca cobraba vida con el viento, se encrespaba a lo largo de la espalda, alzándose al instante siguiente en un cúmulo irregular de cabellos de nieve, un albo penacho inquietado por el aire. En el cielo, sobre las líneas exactas del Partenón, la nubla cabellera de la Noche, orlada de plata, se desflecaba perezosa como el lento peinado de una doncella.
[2]
.
Pero el hombre obeso a quien el soldado parecía haber despertado de un sueño no penetró, como los demás, en la cabellera de calles que formaban el complejo barrio interior sino que, titubeando, como si se lo hubiese pensado dos veces, dio un rodeo por la pequeña plaza a paso tranquilo y dirigiose a la casa de la que había salido, momentos antes, el capitán de la guardia, y por la que ahora emergían —eran claramente audibles— funestos lamentos. La vivienda, aun en la agotada penumbra de la noche, denunciaba la presencia de una familia de cierta posición económica: era grande, de dos plantas, y estaba precedida por un extenso jardín y un muro de baja altura. El portón de entrada, al que se accedía mediante breves escalinatas, era de doble hoja y se hallaba flanqueado por columnas dóricas. Las puertas estaban abiertas. Sentado en las escalinatas, bajo la luz de una antorcha colgada de la pared, había un niño.
Cuando el hombre se acercó, un anciano apareció por las puertas dando tumbos: vestía la túnica gris de los esclavos, y al principio, por su manera de moverse, el hombre creyó que estaba borracho o tullido, pero después percibió que lloraba amargamente. El anciano ni siquiera lo miró al pasar: aferrando su rostro entre las sucias manos, avanzó a ciegas por el camino del jardín hasta la pequeña estatua del Hermes tutelar mientras balbucía frases sueltas, ininteligibles, entre las que a veces podía escucharse: «¡Mi ama…!», o bien: «¡Oh, infortunio…!». El hombre dejó de prestarle atención y se dirigió al niño, que lo observaba sin dar muestras de timidez, sentado aún en la escalinata, con los pequeños brazos cruzados sobre las piernas.
—¿Sirves en esta casa? —preguntó, mostrándole el herrumbroso disco de un óbolo.