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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (4 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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Los ojos castaños del muchacho se hallaban fijos en los del hombre, muy abiertos. Quizá demasiado abiertos. Durante un instante hubo silencio y quietud. Entonces el muchacho movió lentamente sus rosados labios, húmedos y fríos, como si fuera a hablar, pero no dijo nada. Sus ojos continuaban dilatados, saltones, como pequeñas cabezas de marfil con inmensas pupilas negras. El hombre advirtió algo extraño en aquellos ojos, y se quedó tan absorto contemplándolos que apenas percibió que el muchacho retrocedía unos pasos sin interrumpir su mirada, el blanco cuerpo aún rígido, los labios apretados…

El hombre continuó inmóvil mucho tiempo después de que el muchacho huyera.

—Estaba muerto de terror —dijo Diágoras tras un hondo silencio.

Heracles cogió otro higo de la fuente. Un trueno se agitó en la distancia como la sinuosa vibración de un crótalo.

—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo él?

—No. Ya te he contado que huyó antes de que yo pudiese pronunciar una palabra más, tan confuso me encontraba… Pero, aunque carezco de tu poder para leer el rostro de los hombres, he visto demasiadas veces el miedo y creo que sé reconocerlo. El de Trámaco era el horror más espantoso que he contemplado jamás. Toda su mirada estaba llena de eso. Al descubrirlo, no supe reaccionar. Fue como… como si sus ojos me hubieran petrificado con su propio espanto. Cuando miré a mi alrededor, ya se había marchado. No volví a verle. Al día siguiente, uno de sus amigos me dijo que se había ido a cazar. Me extrañó un poco, ya que el estado de ánimo en que yo lo había encontrado la víspera no me parecía el más indicado para disfrutar de aquel ejercicio, pero…

—¿Quién te dijo que se había ido a cazar? —lo interrumpió Heracles atrapando la cabeza de otro higo de entre los múltiples que asomaban por el borde de la fuente.

—Eunío, uno de sus mejores amigos. El otro era Antiso, el hijo de Praxínoe…

—¿También alumnos de la Academia?

—Sí.

—Bien. Prosigue, por favor.

Diágoras se pasó una mano por la cabeza (en la sombra de la pared, un animal reptante deslizose por la untuosa superficie de la esfera) y dijo:

—Precisamente aquel día quise hablar con Antiso y Eunío. Los encontré en el gimnasio…

Manos que se alzan, culebreantes, jugando con la lluvia de diminutas escamas; brazos esbeltos, húmedos; la risa múltiple, los comentarios jocosos fragmentados por el ruido del agua, los párpados apretados, las cabezas alzadas; un empujón, y nuevo eco de carcajadas derramándose. La visión, desde arriba, podría evocar una flor formada por cuerpos de adolescentes, o un solo cuerpo con varias cabezas; brazos como pétalos ondulantes; el vapor acariciando la desnudez untuosa y múltiple; una húmeda lengua de agua deslizándose por la boca de una gárgola; movimientos… gestos sinuosos de la flor de carne… De repente, el vapor, con su denso aliento, nubla nuestra visión
[9]
.

Las neblinas se despejan otra vez: distinguimos una pequeña habitación —un vestuario, a juzgar por la colección de túnicas y mantos colgados de las paredes enjalbegadas— y varios cuerpos adolescentes en diversos grados de desnudez, uno de ellos tendido bocabajo sobre un diván, sin vestigios de ropa, recorrido por la avidez de unas manos morenas que, deslizándose, proporcionan un lento masaje a sus músculos. Se escuchan risas: los adolescentes bromean después de la ducha. El siseo del vapor de las marmitas con agua hirviendo decrece hasta desaparecer. La cortina de la entrada se aparta, y las múltiples risas cesan. Un hombre alto y enjuto, de lustrosa calva y barba bien recortada, saluda a los adolescentes, que se apresuran a responderle. El hombre habla; los adolescentes permanecen atentos a sus palabras aunque intentan no interrumpir sus actividades: continúan vistiéndose o desvistiéndose, frotando con largos paños sus bien formados cuerpos o untando con aceitosos ungüentos los ondulados músculos.

El hombre se dirige sobre todo a dos de los jóvenes: uno de espeso pelo negro y mejillas con perenne rubor que, inclinado hacia el suelo, se ata las sandalias; y el otro, el efebo desnudo que recibe el masaje y cuyo rostro —ahora lo vemos— es hermosísimo.

La habitación exuda calor, como los cuerpos. Entonces un remolino de niebla serpentea ante nuestros ojos, y la visión desaparece.

—Les pregunté sobre Trámaco —explicó Diágoras—. Al principio no comprendían muy bien lo que quería de ellos, pero ambos admitieron que su amigo había cambiado, aunque no se explicaban la causa. Entonces Lisilo, otro alumno que por casualidad se hallaba allí, me hizo una increíble revelación: que Trámaco frecuentaba, en secreto, desde hacía unos meses, a una hetaira del Pireo llamada Yasintra. «Quizás ella sea quien le ha hecho cambiar, maestro», añadió socarronamente. Antiso y Eunío, muy tímidos, confirmaron la existencia de aquella relación. Quedé asombrado, y en cierto modo dolido, pero al mismo tiempo experimenté un considerable alivio: que mi pupilo me ocultara sus infamantes visitas a una prostituta del puerto era preocupante, desde luego, teniendo en cuenta la noble educación que había recibido, pero si el problema se reducía a eso pensé que no había nada que temer. Me propuse abordarle de nuevo, en ocasión más propicia, y discutir con él razonablemente aquella desviación de su espíritu…

Diágoras hizo una pausa. Heracles Póntor había encendido otra lámpara adosada a la pared, y las sombras de las cabezas se multiplicaron: troncos de cono de Heracles que se movían, gemelos, en el muro de adobe, y esferas de Diágoras, pensativas, quietas, perturbadas por la asimetría del pelo blanco derramado sobre su nuca y la bien recortada barba. Cuando reanudó su narración, la voz de Diágoras parecía afectada por una repentina afonía:

—Pero entonces… aquella misma noche, de madrugada, los soldados de frontera llamaron a mi puerta… Un cabrero había hallado su cuerpo en el bosque, cerca del Licabeto, y había avisado a la guardia… Cuando lo identificaron, sabiendo que en su casa no había hombres para recibir la noticia y que su tío Daminos no se hallaba en la Ciudad, me llamaron a mí…

Hizo otra pausa. Se escuchó la tormenta lejana y la suave decapitación de un nuevo higo. El semblante de Diágoras se hallaba contraído, como si cada palabra le costara ahora un gran esfuerzo. Dijo:

—Por extraño que pueda parecerte, me sentí culpable… Si me hubiese ganado su confianza aquella tarde, si hubiera logrado que me dijese lo que le ocurría… quizá no se habría marchado a cazar… y aún estaría vivo —elevó los ojos hacia su obeso interlocutor, que lo escuchaba retrepado en la silla con pacífico semblante, como si estuviera a punto de dormirse—. Puedo confesarte que he pasado dos días espantosos pensando que Trámaco improvisó su fatídica jornada de caza para huir de mí y de mi torpeza… Así que tomé una decisión esta tarde: quiero saber lo que le ocurría, qué le aterrorizaba tanto y hasta qué punto mi intervención hubiera podido ayudarle… Por eso acudo a ti. En Atenas se dice que para conocer el futuro es necesario el oráculo de Delfos, pero para saber el pasado basta con contratar al Descifrador de Enigmas…

—¡Eso es absurdo! —exclamó Heracles de repente.

Su imprevista reacción casi asustó a Diágoras: se incorporó con rapidez, arrastrando consigo todas las sombras de su cabeza, y empezó a dar breves paseos por la húmeda y fría habitación mientras sus gruesos dedos acariciaban uno de los untuosos higos que acababa de coger. Prosiguió, en el mismo tono exaltado:

—¡Yo no descifro el pasado si no puedo verlo: un texto, un objeto o un rostro son cosas que puedo ver, pero tú me hablas de recuerdos, de impresiones, de… opiniones! ¿Cómo dejarme guiar por ellas?… Dices que, desde hace un mes, tu discípulo parecía «preocupado», pero ¿qué significa «preocupado»?… —alzó el brazo con brusquedad—. ¡Un momento antes de que entraras en esta habitación, hubieras podido decir que yo también estaba «preocupado» contemplando la grieta!… Después afirmas que viste el terror en sus ojos… ¡El terror!… Te pregunto: ¿acaso el terror estaba escrito en su pupila en caracteres jónicos? ¿El miedo es una palabra grabada en las líneas de nuestra frente? ¿O es un dibujo, como esa grieta en la pared? ¡Mil emociones distintas podrían producir la misma mirada que tú atribuiste sólo al terror!…

Diágoras replicó, un poco incómodo:

—Yo sé lo que vi. Trámaco estaba aterrorizado.

—Sabes lo que creíste ver —puntualizó Heracles—. Saber la verdad equivale a saber cuánta verdad podemos saber.

—Sócrates, el maestro de Platón, opinaba algo parecido —admitió Diágoras—. Decía que sólo sabía que no sabía nada, y, de hecho, todos estamos de acuerdo con este punto de vista. Pero nuestro pensamiento también tiene ojos, y con él podemos ver cosas que nuestros ojos carnales no ven…

—¿Ah, sí? —Heracles se detuvo bruscamente—. Pues bien: dime qué ves aquí.

Alzó la mano con rapidez, acercándola al rostro de Diágoras: de sus gruesos dedos sobresalía una especie de cabeza verde y untuosa.

—Un higo —dijo Diágoras tras un instante de sorpresa.

—¿Un higo como los demás?

—Sí. Parece intacto. Tiene buen color. Es un higo normal y corriente.

—¡Ah, ésta es la diferencia entre tú y yo! —exclamó Heracles, triunfal—. Yo observo el mismo higo y opino que
parece
un higo normal y corriente. Puedo, incluso, llegar a opinar que es
muy probable
que se trate de un higo normal y corriente, pero ahí me detengo. Si quiero saber más, debo abrirlo… como ya había hecho con éste mientras tú hablabas…

Separó con suavidad las dos mitades del higo que mantenía unidas: con un único movimiento sinuoso, múltiples cabezas diminutas se alzaron airadas del oscuro interior, retorciéndose y emitiendo un debilísimo siseo. Diágoras hizo una mueca de repugnancia. Heracles añadió:

—Y cuando lo abro… ¡no me sorprendo tanto como tú si la verdad no es la que yo esperaba!

Volvió a cerrar el higo y lo colocó sobre la mesa. De repente, en un tono mucho más tranquilo, similar al que había empleado al comienzo de la entrevista, el Descifrador prosiguió:

—Los elijo personalmente en el comercio de un meteco del ágora: es un buen hombre y casi nunca me engaña, te lo aseguro, pues sabe de sobra que soy experto en materia de higos. Pero a veces la naturaleza juega malas pasadas…

La cabeza de Diágoras había vuelto a enrojecer. Exclamó:

—¿Vas a aceptar el trabajo que te propongo, o prefieres seguir hablando del higo?

—Compréndeme, no puedo aceptar algo así… —el Descifrador cogió la crátera y sirvió espeso vino no mezclado en una de las copas—. Sería como traicionarme a mí mismo. ¿Qué me has contado? Sólo suposiciones… y ni siquiera suposiciones mías sino tuyas… —meneó la cabeza—. Imposible. ¿Quieres un poco de vino?

Pero Diágoras ya se había levantado, recto como un junco. Sus mejillas ardían de rubor.

—No, no quiero vino. Ni tampoco quiero quitarte más tiempo. Ya sé que me he equivocado al elegirte. Discúlpame. Tú has cumplido con tu deber rechazando mi petición, y yo con el mío exponiéndotela. Que pases buena noche…

—Aguarda —dijo Heracles con aparente indiferencia, como si Diágoras hubiera olvidado algo mientras se marchaba—. He dicho que no puedo ocuparme de tu trabajo, pero si quisieras pagarme por un trabajo
propio
, aceptaría tu dinero…

—¿Qué clase de broma es ésta?

Las cabezas de los ojos de Heracles emitían múltiples destellos de burla como si, en efecto, todo lo que hubiera dicho hasta ese instante no hubiera sido sino una inmensa broma. Explicó:

—La noche en que los soldados trajeron el cuerpo de Trámaco, un viejo loco llamado Cándalo alertó a todo el vecindario de mi barrio. Salí a ver lo que ocurría, como los demás, y pude contemplar su cadáver. Un médico, Aschilos, lo estaba examinando, pero ese inepto es incapaz de ver nada más allá de su propia barba… Sin embargo, yo
sí vi algo
que me pareció curioso. No había vuelto a pensar en ello, pero tu petición me ha hecho recordarlo… —se atusó la barba mientras reflexionaba. Entonces, como si hubiera tomado una decisión repentina, exclamó—: ¡Sí, aceptaré resolver el misterio de tu discípulo, Diágoras, pero no por lo que tú
creíste
ver cuando hablaste con él sino por lo que yo
vi
al observar su cadáver!

Ni una sola de las múltiples preguntas que surgieron en la cabeza de Diágoras obtuvo la mínima respuesta por parte del Descifrador, que se limitó a agregar:

—No hablemos del higo antes de abrirlo. Prefiero no decirte nada más por ahora, ya que puedo estar equivocado. Pero confía en mí, Diágoras: si resuelvo
mi
enigma, es probable que el tuyo quede resuelto también. Si quieres, pasaré a comentarte mis honorarios…

Enfrentaron las múltiples cabezas del aspecto económico y llegaron a un acuerdo. Entonces Heracles indicó que comenzaría su investigación al día siguiente: iría al Pireo e intentaría encontrar a la hetaira con la que Trámaco se relacionaba.

—¿Puedo ir contigo? —lo interrumpió Diágoras.

Y, mientras el Descifrador lo observaba con expresión de asombro, Diágoras añadió:

—Ya sé que no es necesario, pero
me gustaría
. Quiero colaborar. Será una forma de saber que aún puedo ayudar a Trámaco. Prometo hacer lo que me ordenes.

Heracles Póntor se encogió de hombros y dijo, sonriente:

—Bien, considerando que el dinero es tuyo, Diágoras, supongo que tienes todo el derecho del mundo a ser contratado…

Y, en aquel instante, las múltiples serpientes enroscadas bajo sus pies levantaron sus escamosas cabezas y escupieron la untuosa lengua, llenas de rabia
[10]
.

III
[11]

Parece adecuado que detengamos un instante el veloz curso de esta historia para decir algunas rápidas palabras acerca de sus principales protagonistas: Heracles, hijo de Frínico, del
demo
de Póntor, y Diágoras, hijo de Jámpsaco, del
demo
de Medonte. ¿Quiénes eran? ¿Quiénes creían ser ellos? ¿Quiénes creían los demás que eran?

Acerca de Heracles, diremos que
[12]

Acerca de Diágoras
[13]

Y, una vez bien enterado el lector de estos pormenores concernientes a la vida de nuestros protagonistas, reanudamos el relato sin pérdida de tiempo con la narración de lo sucedido en la ciudad portuaria del Pireo, donde Heracles y Diágoras acudieron en busca de la hetaira llamada Yasintra.

La buscaron por las angostas callejuelas por las que viajaba, veloz, el olor del mar; en los oscuros vanos de las puertas abiertas; aquí y allá, entre los pequeños cúmulos de mujeres silenciosas que sonreían cuando ellos se acercaban y, sin transición, se enseriaban al ser interrogadas; arriba y abajo, por las pendientes y las cuestas que se hundían al borde del océano; en las esquinas donde una sombra —mujer u hombre— aguardaba silenciosa. Preguntaron por ella a las ancianas que aún se pintaban, cuyos rostros de bronce, inexpresivos, cubiertos de albayalde, parecían tan antiguos como las casas; depositaron óbolos en manos temblorosas y agrietadas como papiros; escucharon el tintineo de las ajorcas doradas cuando los brazos se alzaban para señalar una dirección o un nombre: pregunta a Kopsias, Melita lo sabe, quizás en casa de Talia, Anfítrite la busca también; Eo ha vivido más en este barrio, Clito las conoce mejor, yo no soy Talia sino Meropis. Y mientras tanto, los ojos, bajo párpados sobrecargados de tinturas, siempre entrecerrados, siempre veloces, móviles en sus tronos de pestañas negras y dibujos de azafrán o marfil o rojizo oro, los ojos de las mujeres, siempre rápidos, como si sólo en las miradas las mujeres fueran libres, como si sólo reinaran tras el negror de las pupilas que destellaban de… ¿burla?, ¿pasión?, ¿odio?, mientras sus labios quietos, las facciones endurecidas y la brevedad de las respuestas ocultaban sus pensamientos; sólo los ojos fugaces, penetrantes, terribles.

BOOK: La caverna de las ideas
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