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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (9 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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—He disparado una flecha a ciegas y he dado en la diana —dijo el Descifrador con absoluta calma.

Diágoras lo detuvo, tirando con violencia de su manto.

—Voy a decirte algo. No me importa si consideras a las personas únicamente como papiros escritos donde leer y resolver complicados acertijos. No te pago para que ofendas, en mi nombre, a uno de mis mejores discípulos, un efebo que lleva la palabra «Virtud» escrita en cada uno de sus hermosos rasgos… ¡No apruebo tus métodos, Heracles Póntor!

—Me temo que yo tampoco los tuyos, Diágoras de Medonte. Parecía que, en vez de interrogarlos, estabas componiendo un ditirambo en honor de los dos muchachos, y todo porque te parecen muy bellos. Creo que confundes la Belleza con la Verdad…

—¡La Belleza es una parte de la Verdad!

—Oh —dijo Heracles, e hizo un gesto con la mano indicando que no quería iniciar en aquel momento una conversación filosófica, pero Diágoras volvió a tirar de su manto.

—¡Escúchame! Tú eres tan sólo un miserable Descifrador de Enigmas. Te limitas a observar las cosas materiales, juzgarlas y concluir: esto ocurrió de este modo o de este otro, por tal o cual motivo. Pero no llegas, ni llegarás nunca, a la Verdad en sí. No la has contemplado, no te has saciado con su visión absoluta. Tu arte consiste únicamente en descubrir las sombras de esa Verdad. Antiso y Eunío no son criaturas perfectas, como tampoco lo era Trámaco, pero yo conozco el interior de sus almas, y puedo asegurarte que en ellas brilla una porción nada desdeñable de la Idea de Virtud… y ese brillo despunta en sus miradas, en sus hermosos rasgos, en sus armónicos cuerpos. Nada en este mundo, Heracles, puede resplandecer tanto como ellos sin poseer, al menos, un poco de la dorada riqueza que sólo otorga la Virtud en sí —se detuvo, como avergonzado del arrebato de sus propias palabras. Sus ojos pestañearon varias veces en un semblante completamente enrojecido. Entonces, más calmado, agregó—: No ofendas a la Verdad con tu inteligencia, Heracles Póntor.

Alguien carraspeó en algún lugar de la destrozada y vacía palestra, cubierta de escombros:
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era Eumarco. Diágoras se apartó de Heracles, dirigiéndose impetuosamente a la salida.

—Te espero fuera —dijo.

—Por Zeus Tonante, que jamás había visto discutir así a dos personas, salvo a los maridos con las mujeres —comentó Eumarco cuando el filósofo se marchó. A través de la hoz negra de su sonrisa se observaba la obstinada persistencia de un diente, curvo como un pequeño cuerno.

—Y no te sorprenda, Eumarco, si mi amigo y yo terminamos casándonos —repuso Heracles, divertido—: Somos tan diferentes que me parece que lo único que nos une es el amor —ambos compartieron, de buen grado, una breve carcajada—. Y ahora, Eumarco, si no te molesta, vamos a dar un pequeño paseo mientras te cuento la razón de haberte hecho esperar…

Caminaron por el interior del gimnasio, sembrado de las ruinas de la destrucción reciente: veíanse, aquí y allá, paredes agrietadas por embestidas violentas, muebles arrasados que se mezclaban con jabalinas y discóbolos, arenas holladas por pisadas colosales, baldosas cubiertas por la piel desprendida de los muros en forma de enormes flores de piedra caliza del color de los lirios. Sepultados bajo los escombros yacían los pedazos de una vasija rota: uno de ellos mostraba el dibujo de las manos de una muchacha, los brazos alzados, las palmas hacia arriba, como reclamando ayuda o intentando advertir a alguien de un inminente peligro. Una nube moteada de polvo se retorcía en el aire.
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—Ah, Eumarco —dijo Heracles cuando terminaron de hablar—, ¿cómo te pagaría este favor?

—Pagándomelo —replicó el viejo. Volvieron a reír.

—Una cosa más, buen Eumarco. He podido observar que en la repisa de Eunío, el amigo de tu pupilo, hay una pequeña jaula con un pájaro. Se trata de un gorrión, el típico regalo de un amante a su amado. ¿Sabes quién es el amante de Eunío?

—¡Por Febo Apolo que de Eunío no sé nada, Heracles, pero Antiso posee un regalo idéntico, y puedo decirte quién se lo hizo: Menecmo, el escultor poeta, que anda loco por él! —Eumarco tiró del manto de Heracles y bajó la voz—. Esto me lo contó Antiso hace tiempo, y me hizo jurar por los dioses que no se lo diría a nadie…

Heracles meditó un instante.

—Menecmo… Sí, la última vez que vi a ese estrafalario artista fue en el funeral de Trámaco, y recuerdo que su presencia me sorprendió. Así que Menecmo le regaló a Antiso un pequeño gorrión…

—¿Y te extraña? —chilló el viejo con su voz rasposa—. ¡Por los ojos zarcos de Atenea, que ese bello Alcibíades de pelo dorado recibiría de mi parte un nido completo, aunque debido a mi condición de esclavo y a mi edad, de nada me sirviera regalárselo!

—Bien, Eumarco —Heracles parecía de repente mucho más feliz—, ahora debo marcharme. Pero haz lo que te he dicho…

—Si sigues pagándome como hasta ahora, Heracles Póntor, tu orden será como decirle al sol: «Sal todos los días».

Dieron un rodeo para no tener que regresar por el ágora, que a esas horas de la tarde estaría abarrotada debido a las fiestas Leneas, pero aun así la aglomeración de los juegos públicos, los obstáculos de las farsas improvisadas, el laberinto de la diversión y la lenta violencia de la multitud que les embestía dificultaron su marcha. No hablaron durante el camino, sumido cada uno en sus propios pensamientos. Al fin, cuando llegaron al barrio de Escambónidai, donde Heracles vivía, éste dijo:

—Acepta mi hospitalidad por una noche, Diágoras. Mi esclava Pónsica no cocina excesivamente mal, y una cena tranquila al final del día es la mejor manera de recobrar fuerzas para el siguiente.

El filósofo aceptó la invitación. Cuando penetraban en el oscuro jardín de la casa de Heracles, Diágoras dijo:

—Quería pedirte excusas. Creo que pude haber mostrado mi desacuerdo en el gimnasio de manera mucho más discreta. Lamento haberte herido con ofensas innecesarias…

—Eres mi cliente y me pagas, Diágoras —replicó Heracles con la misma calma de siempre—: Todos los problemas que tengo contigo los considero dentro del negocio. En cuanto a tus excusas, las asumo como un rasgo de amistad. Pero también son innecesarias.

Mientras avanzaban por el jardín, Diágoras pensó: «Qué hombre tan frío. Nada parece rozar su alma. ¿Cómo puede llegar a descubrir la Verdad alguien a quien la Belleza no le importa y la Pasión, ni siquiera de vez en cuando, le arrebata?».

Mientras avanzaban por el jardín, Heracles pensó: «Aún no he determinado con exactitud si este hombre es tan sólo un idealista o si además es idiota. En cualquier caso, ¿cómo puede presumir de haber descubierto la Verdad, si todo cuanto sucede a su alrededor se le pasa desapercibido?».
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De repente, la puerta de la casa se abrió con violenta embestida y apareció la oscura silueta de Pónsica. Su máscara sin rasgos permanecía inexpresiva, pero sus delgados brazos se movían con ímpetu inusual frente a su amo.

—¿Qué ocurre?… Un visitante… —descifró Heracles—. Cálmate… ya sabes que no puedo leerte bien cuando estás nerviosa… Comienza de nuevo… —entonces se escuchó un desagradable bufido proveniente de la oscuridad de la casa; enseguida, ladridos agudísimos—. ¿Qué es eso? —Pónsica movía las manos frenéticamente—. ¿El visitante?… ¿Me visita un perro?… Ah, un hombre con un perro… Pero ¿por qué lo has dejado pasar en mi ausencia?

—Tu esclava no ha tenido la culpa —bramó desde la casa una voz potente con extraño acento—. Pero si deseas castigarla, dímelo y me marcharé.

—Esa voz… —murmuró Heracles—. ¡Por Zeus y Atenea Portaégida…!

El hombre, inmenso, surgió con ímpetu del umbral. No podía saberse si sonreía, pues su barba era muy espesa. Un perro pequeño, aunque espantoso y de cabeza deforme, apareció ladrando a sus pies.

—Quizá no reconozcas mi rostro, Heracles —dijo el hombre—, pero supongo que no has olvidado mi mano derecha…

Alzó la mano con la palma abierta: un poco por encima de la muñeca se retorcía la piel, horadada por un violento nudo de cicatrices, como el lomo de un viejo animal.

—Oh, por los dioses… —susurró Heracles.

Los dos hombres se saludaron con efusión. Un instante después, el Descifrador se volvía hacia un boquiabierto Diágoras:

—Es mi amigo Crántor, del
demo
de Póntor —dijo—. Ya te he hablado de él alguna vez: fue el que colocó la mano derecha sobre las llamas.

El perro se llamaba Cerbero. Al menos, así lo llamaba el hombre. Sobrellevaba una frente inmensa y ondulada de pliegues, como la de un toro viejo, y desnudaba una desagradable colección de dientes dentro de una boca rosácea que contrastaba con la blancura enferma de su rostro. Sus ojillos, astutos y bestiales, parecían de sátrapa persa. El cuerpo era un pequeño esclavo que se arrastraba detrás de su amo cefálico.

El hombre también portaba una ostentosa cabeza, pero su cuerpo, alto y robusto, constituía una columna digna de aquel capitel. Todo en él parecía exagerado: desde sus maneras a sus proporciones. Su rostro era amplio, de frente despejada y grandes fosas nasales, pero el pelo lo cubría casi por completo; las manos, inmensas y bronceadas, se hallaban recorridas por gruesas venas; torso y vientre poseían la misma desmesurada anchura; los pies eran macizos, casi cuadrados, y, en ellos, todos los dedos parecían de idéntica longitud. Vestía un enorme y abigarrado manto gris que, sin duda, había sido fiel compañero de sus aventuras, pues se adaptaba como un molde rígido a la silueta.

El hombre y el perro, en cierto modo, se parecían: en ambos era posible vislumbrar el mismo brillo violento en la mirada; ambos, al moverse, sorprendían, y no era fácil anticipar el propósito de sus gestos pues parecía que aun ellos mismos lo ignoraban; y ambos mostraban un apetito voraz y complementario, pues todo lo que el primero rechazaba era engullido furiosamente por el segundo, pero a veces el hombre recogía del suelo un hueso que el perro no había terminado de mondar, y, con breves mordiscos, remataba lo que éste había empezado.

Y ambos, el hombre y el perro, olían igual.

El hombre, reclinado en uno de los divanes del cenáculo y apresando entre sus inmensas manos oscuras un racimo de uvas negras, hablaba en aquel momento. Su tono de voz era espeso, profundo, y su acento fuertemente extranjero.

—¿Qué puedo contarte, Heracles? ¿Qué puedo decirte de las maravillas que he conocido, de los prodigios que mi razonamiento ateniense jamás hubiese querido admitir y que mis ojos atenienses han visto? Me haces muchas preguntas, pero no tengo respuestas: no soy un libro, aunque me hallo repleto de extrañas historias. He recorrido la India y Persia, Egipto y los reinos del sur, más allá del Nilo. He visitado las grutas donde moran los hombres-león, y he aprendido el violento lenguaje de las serpientes que piensan. He caminado sobre la arena de océanos que se abren y se cierran a tu paso, como puertas. He observado a los escorpiones negros mientras escriben sus signos secretos en el barro. Y he visto cómo la magia puede provocar la muerte, y cómo los espíritus de los muertos hablan a través de sus familiares, y las infinitas formas en que los
démones
se manifiestan a los brujos. Te juro, Heracles, que fuera de Atenas hay un mundo. Y es infinito.

El hombre parecía crear el silencio con sus palabras como la araña crea la tela con los hilos del vientre. Cuando dejaba de hablar, nadie intervenía de inmediato. Un instante después, el hipnotismo se quebraba y los labios y los párpados de sus oyentes cobraban vida.

—Me regocija comprobar, Crántor —dijo Heracles entonces—, que lograste cumplir con tu propósito inicial. Cuando te abracé en el Pireo hace años, sin saber cuándo volvería a verte, te pregunté por enésima vez la razón de tu voluntario exilio. Y recuerdo que me respondiste, también por enésima vez: «Quiero sorprenderme todos los días». Y parece que lo has conseguido, desde luego —Crántor soltó un gruñido que, sin duda, equivalía a una sonrisa de asentimiento. Heracles se volvió hacia Diágoras, que permanecía callado y obediente en su diván, bebiendo el último vino de la cena—. Crántor y yo pertenecemos al mismo
demo
y nos conocimos cuando éramos niños. Nos educamos juntos, y, aunque yo llegué a la efebía antes que él, durante la guerra participamos en misiones idénticas. Después, cuando me casé, Crántor, que era muy celoso, decidió emprender un viaje por el mundo. Nos despedimos y… así hasta hoy. En aquella época sólo nos separaban nuestros deseos… —hizo una pausa y sus ojos chispearon de alegría—. ¿Sabes, Diágoras? En mi juventud, yo quería ser como tú: filósofo.

Diágoras expresó con sinceridad su sorpresa.

—Y yo, poeta —dijo Crántor con su voz poderosa, dirigiéndose también a Diágoras.

—Al final, él terminó siendo filósofo…

—¡Y él, Descifrador de Enigmas!

Rieron. La de Crántor era una risa sucia, desgarbada; Diágoras pensó que parecía una colección de risas ajenas, adquiridas durante sus viajes. En cuanto a él —Diágoras—, sonreía cortésmente. Envuelta en su propio silencio, Pónsica retiró las fuentes vacías de la mesa y sirvió más vino. La noche en el interior del cenáculo ya era completa, y las lámparas de aceite aislaban los rostros de los tres hombres, provocando la ilusión de que flotaban en la tiniebla de una caverna. Se escuchaba el incesante crepitar de la masticación de Cerbero, pero por los ventanucos penetraban a veces, como relámpagos, los violentos gritos de la muchedumbre que recorría las calles.

Crántor se negó a aceptar la hospitalidad de Heracles: estaba de paso por la Ciudad, explicó, en el perenne viaje de su vida; se dirigía al norte, más allá de Tracia, a los reinos bárbaros, en busca de los Hiperbóreos; no tenía pensado permanecer en Atenas más de unos cuantos días; deseaba divertirse en las Leneas y asistir al teatro —al «único buen teatro ateniense: las comedias»—. Aseguró haber encontrado alojamiento en una casa de huéspedes donde permitían la presencia de Cerbero. El perro ladró feísimamente al escuchar su nombre. Heracles, que sin duda había bebido más de la cuenta, señaló al animal y dijo:

—Al final has terminado casándote, Crántor, tú que siempre me criticabas por haber tomado esposa. ¿Dónde conociste a tu linda parejita?

Diágoras casi se atragantó con el vino. Pero la amable reacción del aludido le demostró lo que ya sospechaba: que entre éste y el Descifrador fluía el cauce íntimo e impetuoso de una fuerte amistad infantil, misteriosa para el ojo ajeno, que ni los años de lejana distancia ni las extrañas experiencias que los separaban habían logrado atajar del todo. Del
todo,
en efecto, porque Diágoras también intuía —no hubiera sabido decir cómo, pero eso le ocurría muchas veces— que ninguno de los dos se sentía completamente a gusto con el otro, como si necesitaran acudir con apremio a los niños que fueron para poder comprender, y aun soportar, a los adultos que eran.

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