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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (27 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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Besó y amasó la blanda, alargada protuberancia en la que Heracles apenas había reparado desde la muerte de Hagesíkora, la dúctil y dócil cosa bajo su túnica. Entonces, durante el minucioso rastreo, sorprendió con la boca un diminuto ámbito. Él lo sintió como un grito, una percepción estridente y repentina de la carne. Gimió de placer, dejándose caer en el lecho, y cerró los ojos.

La sensación se propaló hasta formar un fragmentario espacio de piel bajo su vientre. Adquirió anchura, volumen, fortaleza. Ya no era un lugar: era una rebelión. Heracles ni siquiera lograba localizarlo en el complaciente misterio de su miembro. Ahora, la rebelión era una desobediencia tácita a sí mismo que se aislaba y cobraba forma y voluntad. ¡Y ella había usado sólo su boca! Volvió a gemir.

De improviso, la sensación desapareció bruscamente. En su cuerpo quedó un escozor vacío semejante al que provoca una bofetada. Comprendió que la muchacha había interrumpido las caricias. Abrió los ojos y la vio alzarse el extremo inferior del peplo y colocarse a horcajadas sobre sus piernas. Su firme vientre de bailarina se apoyó sobre la rígida escultura que había contribuido a cincelar y que ahora se erguía apremiante. Él la interrogó con gemidos. Ella había empezado a contonearse… No, no exactamente eso sino un baile, una danza limitada sólo a su tronco: los muslos aferraban con firmeza las gruesas piernas de Heracles y las manos se apoyaban en la cama, pero el tronco se movía, especioso, al ritmo de una música epidérmica.

Un hombro se insinuó, y, con calculada lentitud, la tela que sujetaba el peplo por aquel lado comenzó a deslizarse sobre el torneado borde y descendió por el brazo. Yasintra giró la cabeza en dirección al otro hombro y ejecutó un ejercicio similar. La banda de tela de esa zona resistió un poco más en el punto álgido, pero Heracles creyó, incluso, que la dificultad era voluntaria. Después, con un movimiento sorprendente, la hetaira replegó los brazos y, sin asomo de torpeza, los liberó de las ataduras de tela. La prenda resbaló hasta quedar pendiente de los senos erguidos.

Era difícil desnudarse sin ayuda de las manos, pensó Heracles, y en aquella lenta dificultad residía uno de los placeres que ella le regalaba; el otro, el menos obediente, el más moroso, consistía en la continua y creciente presión de su pubis contra la vara enrojecida que él le mostraba.

Con un preciso balanceo del torso, Yasintra logró que la tela resbalara como el aceite por la convexa superficie de uno de los pechos y, salvado el estorbo esconzado del pezón, flotara en un descenso de pluma hacia su vientre. Heracles observó el seno recién desnudo: era un objeto de carne morena, redonda, al alcance de su mano. Sintió deseos de presionar el adorno oscuro y endurecido que temblaba sobre aquel hemisferio, pero se contuvo. El peplo comenzó a derramarse por el otro pecho.

El delgado cuerpo de Heracles se tensó; su frente, con las profundas entradas del cabello en las sienes, estaba húmeda de sudor; sus ojos negros parpadeaban; su boca, orlada por la pulcra barba negra, emitió un gemido; todo su rostro había enrojecido; incluso la pequeña cicatriz de su angulosa mejilla izquierda (el recuerdo de un golpe infantil) aparecía más oscura.
[112]

Atrapado en la cintura por las hebillas de metal, el peplo renunciaba a prolongar el éxtasis. Yasintra usó por primera vez sus dedos, y el cinturón cedió con un suave chasquido. Su cuerpo se abrió paso hacia la desnudez. Al fin expedita, su carne resultaba, a los ojos de Heracles, bellamente muscular; cada tramo de piel mostraba el recuerdo de un movimiento; su anatomía estaba repleta de propósitos. Gruñendo, Heracles se incorporó con dificultad. Ella aceptó su iniciativa, y se dejó empujar hasta caer de lado. El no deseaba mirar su rostro y, girando, se volcó sobre ella. Sintióse capaz de hacer daño: le separó las piernas y se hundió en su interior con suave aspereza. Quiso creer que la había hecho gemir. Tanteó su rostro con la mano izquierda, y Yasintra se quejó al recibir la mordedura del anillo que él llevaba en el dedo medio. Los gestos de ambos se convirtieron en preguntas y respuestas, en órdenes y obediencias, en un ritual innato.
[113]

Yasintra acarició su voluminosa espalda con uñas afiladas como cuchillos, y él cerró los vigilantes ojos.
[114]
Siguió besándola en las suaves curvas del cuello y el hombro, mordiéndola con suavidad, depositando aquí y allí sus modestos gritos, hasta que sintió
la llegada de un placer extraño, avasallador
.
[115]
Gritó por última vez, percibiendo que la voz resonaba dentro de ella, densa y torrencial.

Al mismo tiempo, la hetaira apartó la mano derecha con una lentitud que desmentía su aparente éxtasis, alzó el objeto que había cogido previamente —él la vio, pero no pudo moverse, no en
aquel
instante— y lo clavó en la espalda de Heracles.
[116]

Él sintió una picadura en su espina dorsal.

Un instante después, se apartó de un salto, alzó la mano y la descargó como el pomo de una espada en la mandíbula de ella. La vio girar, pero advirtió que el peso de su cuerpo le impedía caer del lecho. Entonces se incorporó más y la empujó: la muchacha rodó como una res desollada y golpeó el suelo produciendo un ruido peculiar, misteriosamente suave. Sin embargo, el largo y afilado cuchillo que sostenía rebotó con un pequeño estrépito metálico, absurdo entre tantos sonidos tersos. Fatigado y torpe, Heracles salió de la cama, levantó a Yasintra por el pelo y la llevó hasta la pared más próxima, golpeándole la cabeza contra ella.

Fue entonces cuando logró pensar, y lo primero que pensó fue: «No me ha hecho daño. Pudo haberme clavado el puñal, pero no lo hizo». No obstante, su furia no menguó. Volvió a manipular su cabeza tirando del rizado cabello; el impacto resonó en el muro de adobe.

—¿Qué otra cosa debías hacer, además de matarme? —preguntó con voz ronca.

Cuando ella habló, dos adornos rojos descendieron por su nariz y esquivaron sus gruesos labios.

—No me ordenaron que te matara. Hubiera podido hacerlo, de haber querido. Me dijeron tan sólo que, cuando acudiera tu placer, en ese momento y no antes ni después, apoyara la punta del puñal en tu carne, sin dañarte.

Heracles la sujetaba del pelo. Ambos respiraban jadeantes, los desnudos pechos de ella aplastándose contra la túnica de él. Temblando de rabia, el Descifrador cambió de mano y la cogió del cabello con la izquierda mientras alzaba la derecha y abofeteaba su rostro dos veces, con extrema dureza. Cuando terminó, la muchacha, simplemente, se pasó la lengua por los labios partidos y lo miró sin dar muestras de dolor o cobardía. Heracles dijo:

—Nunca existieron los «hombres altos con acento ateniense», ¿no es cierto?

Yasintra replicó:

—Sí. Eran ellos. Pero llevaban máscaras. Me amenazaron por primera vez tras la muerte de Trámaco. Y después de que vosotros hablarais conmigo, regresaron. Sus amenazas eran espantosas. Me dijeron todo lo que tenía que hacer: debía decirte que había sido Menecmo quien me había amenazado. Y debía ir a tu casa y pedirte cobijo. Y provocarte, y gozar contigo —Heracles volvió a levantar la mano derecha. Ella dijo—: Mátame a golpes si quieres. No le tengo miedo a la muerte, Descifrador.

—Pero a ellos sí —murmuró Heracles sin golpearla.

—Son muy poderosos —Yasintra sonrió con sus labios agrietados—. No puedes imaginarte lo que me dijeron que me harían si no obedecía. Hay muertes que son alivios, pero ellos no prometen la muerte sino un dolor infinito. Convencen pronto a quien quieren. Ni tú ni tu amigo tenéis la más mínima posibilidad frente a ellos.

—¿Esto me lo dices porque te lo han ordenado también?

—No; esto lo sé.

—¿Cómo te comunicas con ellos? ¿Dónde puedo encontrarlos?

—Ellos te encuentran a ti.

—¿Han venido aquí?

—Sí —dijo ella, y Heracles observó que titubeaba. La obligó a apoyar más la espalda contra la pared, clavándole el codo izquierdo en el hombro como un cuchillo mientras vigilaba cualquier movimiento que ella pudiese hacer.
[117]

Yasintra añadió:

—En realidad,
están
aquí.

—¿Aquí? ¿Qué quieres decir?
[118]

Yasintra hizo una pausa: sus ojos se movieron de un lado a otro, como abarcando toda la habitación. Dijo, con extraña lentitud:

—Me ordenaron también que…, después de hacerte gozar, procurara hablarte… y te distrajera…

Heracles observó el rápido movimiento de los ojos de la muchacha.
[119]

De repente creyó escuchar algo parecido a una voz interior que le gritaba: «¡Vuélvete!». Lo hizo justo a tiempo.

La figura, enmascarada y vestida con un pesado manto negro, acababa de completar el silencioso y mortífero arco con su brazo derecho, pero el imprevisto obstáculo del antebrazo de Heracles desvió la trayectoria del golpe y la hoja se clavó sin daño en el aire. El Descifrador logró girar antes de que su agresor descargara otra puñalada y, extendiendo la mano, atrapó su muñeca derecha. Forcejearon. Heracles contempló el rostro enmascarado y fue entonces cuando sintió que sus fuerzas flaqueaban, pues reconoció de inmediato aquella máscara sin rasgos, las facciones artesanas y falsas y la oscura inquietud filtrada por las dos aberturas simétricas de los ojos, que ahora emitían destellos de odio. Pónsica aprovechó su momentánea confusión para aproximar más la punta de la daga a la blanda carne de su cuello. Heracles trastabilló, retrocediendo y golpeándose contra la pared. Se obligó a pensar (un pensamiento de refilón, como una mirada de reojo) que Yasintra, al menos, no parecía atacarle, aunque él no sabía qué otra cosa podía estar haciendo ella. Así pues, se enfrentaba a un solo enemigo, una mujer (aunque muy fuerte, como acababa de comprobar en aquel mismo instante). Decidió que podía permitirse el riesgo de que la afiladísima hoja se acercara un poco más a su objetivo a costa de reunir potencia en su mano derecha: alzó el puño y lo descargó contra la máscara. Escuchó un gemido tan profundo como el que hubiera podido percibir desde el brocal de un pozo. Volvió a golpear. Otro gemido, pero nada más. Peor aún: la concentración en su brazo derecho le había hecho olvidar la daga, que acortaba cada vez más la nimia distancia hacia su palpitante cuello, hacia las débiles ramas de las venas y la trémula y dócil musculatura. Entonces dejó de golpear e hizo algo que, sin duda, sorprendió a su frenética oponente: sus dedos se extendieron y empezaron a acariciar cariñosamente los contornos de la máscara, el promontorio de la nariz, el reborde de los pómulos…, como un ciego que deseara reconocer al tacto el rostro de un viejo amigo.

Pónsica comprendió sus intenciones demasiado tarde.

Dos gruesos arietes, dos enormes émbolos penetraron sin previo aviso por las aberturas de los ojos y se hundieron sin encontrar resistencia en una curiosa viscosidad protegida por delgadas láminas de piel. De inmediato, la hoja del puñal se apartó del cuello de Heracles y algo gimió y vociferó bajo la indiferente expresión de la careta. El Descifrador extrajo los dos dedos, húmedos hasta la segunda falange, y se alejó de ella. Pónsica lanzó un aullido. La máscara seguía paciente y neutra. Retrocedió. Perdió el equilibrio.

Cuando cayó al suelo, Heracles se abalanzó sobre ella.

A duras penas logró refrenar el casi irresistible impulso de utilizar su propio puñal. En vez de ello, después de desarmarla, se sirvió de los pies descalzos para golpearla en varias zonas débiles que su ceguera dejaba indefensas. Usó el talón: le pareció que aplastaba un enorme insecto.

Cuando todo terminó, jadeante, confuso, observó que Yasintra continuaba desnuda e inmóvil contra la pared, como él la había dejado; tan sólo parecía haberse limpiado un poco la sangre del rostro. A Heracles casi le disgustó que ella no lo atacara también: hubiese querido reunir una furia con otra, una lucha encadenada a otra lucha, la perpetuación de un golpe constante. Ahora sólo disponía del aire y de los objetos a su alrededor para destruir, arrancar, aniquilar. Cuando recuperó la voz, dijo:

—¿En qué momento la reclutaron?

—No lo sé. Cuando ellos me enviaron aquí, me dijeron que acatara sus instrucciones. Ella no habla, pero sus gestos resultan fáciles de entender. Y yo ya conocía las órdenes.

—¡Los Sagrados Misterios! —murmuró Heracles, con desprecio. Yasintra lo miró sin comprender—. Pónsica me dijo que era devota de los Sagrados Misterios, como Menecmo. Ambos mentían.

—Quizá no —sonrió la bailarina—, porque no te dijeron qué clase de Sagrados Misterios adoraban.

Heracles alzó una ceja y la contempló. Le dijo:

—Vete. Lárgate de aquí.

Ella recogió su peplo y su cinturón del suelo y, dócilmente, cruzó la habitación. En la puerta, se volvió hacia él.

—Tu esclava era la encargada de matarte, no yo. Ellos hacen las cosas a su manera, Descifrador: ni tú ni nadie puede comprenderlos. Por eso son tan peligrosos.

—Vete —repitió él, jadeante, casi sin resuello.

Ella le dijo aún:

—Huye de la Ciudad, Heracles. No vivirás más allá del amanecer.

Cuando Yasintra se marchó, Heracles pudo mostrar por fin todo el cansancio que sentía: se recostó en la pared y se frotó los ojos. Necesitaba recobrar la paz de sus pensamientos, limpiar las herramientas mentales de su trabajo y volver a empezar, con calma…

Un ruido lo sobresaltó. Pónsica intentaba incorporarse en el suelo. Al girar hacia un lado, la máscara surtió dos espesas líneas de sangre por las aberturas de la mirada. El aspecto de aquel rostro blanco y falso dividido por una doble columna rojiza era espantoso. «Es imposible», pensó Heracles. «Le rompí varias costillas. Debe de estar agonizando. No puede moverse.» Recordó la fábula de los autómatas inexorables diseñados por el sabio Dédalo; los movimientos de Pónsica le hicieron pensar en un mecanismo maltrecho: se apoyaba en una mano, se erguía, volvía a caer, volvía a apoyarse, con ademanes de pantomima truncada. Por fin, comprendiendo quizá que su intención era vana, cogió el puñal y se arrastró hacia Heracles con denodado empeño. Sus ojos vomitaban dos regueros paralelos de humores.

—¿Por qué me odias tanto, Pónsica? —preguntó Heracles.

La vio detenerse a sus pies, la respiración hirviéndole en el pecho, y alzar la daga, trémula, amenazándole con un gesto derrotado. Pero las fuerzas la traicionaron y el cuchillo cayó al suelo, estrepitoso. Exhaló, entonces, un profundo suspiro que en su extremo final pareció convertirse en un gruñido de rabia, y quedó inmóvil, pero aun su misma respiración semejaba una muestra de furia, como si se negara a capitular antes de cumplir su objetivo. Heracles la contemplaba maravillado. Por fin, se acercó con la cautela del cazador que desconfía de la agonía de la presa recién cobrada. Quería entender su conducta antes de sacrificarla. Se inclinó y la despojó de la máscara. Contempló aquel rostro enhebrado de cicatrices y la flamante destrucción de los ojos. La vio boquear como un pez.

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