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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (28 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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—¿Cuándo, Pónsica? ¿Cuándo comenzaste a odiarme?

Era tanto como preguntar cuándo había decidido convertirse en un ser humano, en una mujer libre, porque de repente le pareció que el odio la había manumitido de algún modo, como la voluntad de un rey poderoso. Recordó el día en que la vio en el mercado, solitaria y poco requerida por los clientes; y los años de eficaz servicio, el silencio de sus gestos, la docilidad de su conducta, su sumisión cuando él le pidió (¿le ordenó?) que usara una máscara… No pudo encontrar ningún resquicio en todo aquel tiempo, ningún instante de sospecha, de explicación.

—Pónsica —susurró en su oído—, dime por qué. Aún puedes mover las manos…

Ella respiraba con esfuerzo. Su devastado rostro de perfil, con los ojos como crías de pájaro o de serpiente aplastadas en sus propios cascarones, ofrecía un aspecto atroz. Pero a Heracles le importaba más su respuesta que su belleza. Le preocupaba que ella muriese sin contestarle. Observó su mano izquierda, que arañaba el suelo. No percibió palabras. Dirigió la mirada hacia la derecha, que había dejado de sostener el puñal. No percibió palabras.

Pensó, ante aquel horrible silencio: «¿Cuándo fue? ¿Cuándo te brindaron la libertad o cuándo la encontraste tú? Quizás acudías realmente a Eleusis, como tantos otros, y los hallaste a ellos…». Se inclinó un poco más y advirtió su olor: era el mismo que había sentido en el aliento de los cadáveres de Eumarco y Antiso. Con Eunío no lo había percibido. «Pero, claro», se dijo, «Eunío apestaba a vino».

Y de repente escuchó los latidos de un corazón. ¿El suyo? ¿El de ella? Quizás el de ella, porque desfallecía. «Está sufriendo terribles dolores, pero no parece importarle.» Se alejó de aquellos latidos. Y el recuerdo de su obsesionante pesadilla volvió a invadirlo, pero esta vez se aferró a su agobiada conciencia como si el estado de vigilia fuera la luz que aquella densa tiniebla precisaba para extinguirse. Vio el corazón recién arrancado, la mano que lo aferraba; distinguió al soldado y escuchó, por fin, sus diáfanas palabras.

Y recordó entonces lo que había olvidado, aquel pequeño detalle que el sueño le había estado gritando con feroz algarabía desde el principio.

A pesar de que la agonía de Pónsica se prolongó durante largo rato, Heracles permaneció inmóvil, de pie junto a su cuerpo, mirando hacia ninguna parte. Cuando ella murió, el día ya había nacido en el exterior y los rayos de sol cruzaban el dormitorio pobremente iluminado.

Pero Heracles continuaba inmóvil.
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XI
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El hombre descendió por los empinados peldaños de piedra hasta el lugar donde la muerte aguardaba. Era una cámara subterránea iluminada por lámparas de aceite que constaba de un pequeño vestíbulo y un pasillo central horadado de celdas. Pero el olor que trasminaba no era el de la muerte, sino el del instante previo: la agonía. La diferencia entre ambos efluvios quizá fuera muy sutil, pensó el hombre, pero cualquier perro podría percibirla. Además, le parecía lógico que hediera así, ya que se trataba de la cárcel donde los condenados a la pena capital esperaban el cumplimiento de la sentencia.

Permanecía intocable desde los tiempos de Solón, como si las sucesivas autoridades hubieran temido acercarse a ella para remozarla de alguna forma. En el vestíbulo, los porteros solían jugarse a los dados las guardias nocturnas y soltaban juramentos con las tiradas más importantes —«¡El perro, Eumolpo! ¡Debes pagar, por Zeus!»—.
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Más allá, breves escaleras conducían a la densa tiniebla de las celdas, donde los reos languidecían contando el tiempo que les quedaba antes de la llegada de las tinieblas definitivas. Aunque estos habitáculos carecían, como es lógico suponer, de las más elementales comodidades, se habían hecho notables excepciones en algunos casos: Sócrates, por ejemplo, que estuvo encerrado en el penúltimo de la derecha —algunos porteros afirman que en el último de la izquierda—, poseía un camastro, una lámpara, una pequeña mesa y varias sillas que siempre estaban ocupadas por las numerosas visitas que recibía. «Pero ello fue debido», explican los porteros, «a que pasó mucho tiempo antes de que la sentencia se cumpliera, pues el final de su juicio coincidió con los Días Sagrados, cuando el barco de peregrinos viaja a Delos y las ejecuciones se prohíben, ya se sabe… Pero él no se quejaba por la demora, qué va… ¡Tenía una paciencia, el pobre…!». Sea como fuere, tales casos no eran frecuentes. Y, desde luego, no se había hecho ninguna excepción con el único condenado que acechaba en aquel momento la hora fatídica: iba a ser ejecutado ese mismo día.

El portero de turno era un joven esclavo melio llamado Anfio. El hombre pensó, no por primera vez, que Anfio hubiera podido ser apuesto, pues su cuerpo era esbelto y sus maneras mucho más educadas que las de otros de su condición, pero que algún travieso dios, o quizá diosa, al tirar de las traillas de su ojo izquierdo al nacer, había convertido su rostro —donde la barba nacía por islotes debido a una curiosa tina— en un enigma inquietante. ¿Con qué ojo miraba Anfio en realidad? ¿Con el derecho? ¿Con el izquierdo? Al hombre le molestaba preguntárselo a sí mismo cada vez que lo contemplaba.

Se saludaron. El hombre dijo: «¿Cómo está?». Anfio respondió: «No se queja; creo que charla con los dioses, porque a veces lo oigo hablar a solas». El hombre —que era un servidor de los Once llamado Tríptemes— anunció: «Voy a verlo». Anfio dijo: «¿Qué es eso que llevas ahí, Tríptemes?». El hombre mostró la pequeña crátera sellada. «Cuando lo encerramos, nos pidió que le consiguiéramos un poco de vino de Lesbos.» «Espera, Tríptemes», dijo Anfio, «ya sabes que está prohibido que los condenados reciban nada del exterior». El hombre, suspirando, repuso: «Vamos, Anfio, dedícate a tu trabajo y deja que yo me dedique al mío. ¿Qué temes? ¿Que se emborrache el día de su muerte?». Rieron. El hombre prosiguió: «Y si se emborracha, mejor. Caerá dando tumbos al precipicio del báratro, y pensará que regresa de un
symposio
en casa de algún amigo y que ha tropezado al caminar por la calle… ¡
Oh, por Atenea ojizarca, qué calles más malas tiene la Ciudad
!». Rieron aún más fuerte. Anfio se sonrojó, como avergonzado de haberse mostrado tan suspicaz. «Pasa, Tríptemes, y entrégale el vino, pero que no lo sepan los amos.» «No lo sabrán.»

«Mira con el ojo derecho, ahora estoy seguro», pensó mientras cogía una de las antorchas y se disponía a descender hacia la oscuridad de las celdas.
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Descendemos del cielo junto al belísono séquito de los rayos y, en las plumas de un golpe de viento, nos apartamos de la geometría de los templos en dirección al elegante barrio del Escambónidai. Bajo nuestros pies divisamos una quebrada línea gris que atraviesa el suburbio de un lado a otro: es la calle principal. Sí, la mancha que ahora se desplaza por ella a prudente velocidad hacia uno de los jardines particulares es un hombre, tan ínfimo se ve desde esta altura. Un esclavo, a juzgar por el manto. Joven, a juzgar por su agilidad. Otro hombre lo aguarda bajo los árboles. A pesar del cobijo de las ramas, su manto muestra el lustre de las ropas empapadas. La lluvia arrecia. Nuestra mirada también. Nos abatimos sobre el rostro del hombre que aguarda: grande, grasiento, con pulcra barbita plateada y ojos grises donde las pupilas destacan como fíbulas de ébano. Su impaciencia es evidente: mira hacia un lado, hacia otro; por fin, advierte al esclavo y su expresión se torna más ansiosa. ¿Cuáles son sus pensamientos en este instante?… ¡Ah, pero dentro de su cabeza no podemos descender!… Percutimos en la enredadera de sus cabellos grises, y ahí se acaba todo para nosotros, pobres gotas de agua.
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—¡Amo! ¡Amo! —gritó el joven esclavo—. ¡He ido a casa de Diágoras, como me ordenaste, pero no he hallado a nadie!

—¿Estás seguro?

—¡Seguro, amo! ¡He llamado varias veces a su puerta!

—Bien, pues te diré lo que debes hacer ahora: entra en mi casa y aguárdame hasta el mediodía. Si no regreso para entonces, avisa a los servidores de los Once. Diles que mi esclava pretendió asesinarme esta noche, y que hube de defenderme: si saben que hay un cadáver por medio actuarán con más rapidez. Entrégales también este papiro, rogándoles que sus jerarcas lo lean, y jura por el honor de tu amo que un peligro de considerable importancia se cierne sobre la paz de la Ciudad; no es del todo cierto, según creo, pero si logras infundirles algún temor obedecerán tus instrucciones al punto. ¿Lo has entendido?

El esclavo asintió, sobresaltado.

—¡Sí, amo, y así lo haré! Pero ¿adónde vas? ¡Me da escalofríos oírte!

—Haz lo que te he dicho —alzó la voz Heracles, pues la lluvia era cada vez más fuerte—. Regresaré al mediodía, si todo va bien.

—¡Oh amo, cuídate! ¡Esta tormenta parece llena de funestos presagios!

—Si cumples puntualmente mis órdenes, nada habrás de temer.

Heracles se alejó, descendiendo por la calle en pendiente hacia el abismo mortecino de la Ciudad.
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Los dedos muertos de la lluvia habían despertado a Diágoras muy temprano: palparon las paredes del dormitorio, arañaron los ventanucos, llamaron infatigables a su puerta. Se levantó del lecho y se vistió con rapidez. Usó el manto a modo de capucha y salió.

El Kolytos, su barrio, estaba muerto; algunos comercios, incluso, habían cerrado, como si fuera día de fiesta. Por las vías más transitadas apenas deambulaban uno o dos individuos, pero en las oscuras callejuelas la lluvia gobernaba a solas. Diágoras pensó que debía apresurarse si quería ver a Menecmo aquella mañana. En realidad, tenía la impresión de que la premura sería imprescindible si quería ver a alguien, quienquiera que fuese, en algún lugar, pues toda Atenas parecía haberse convertido, a sus ojos, en un pluvioso cementerio.

Descendió por la irregular pendiente de una calle hasta llegar a una pequeña plaza de la que partía otra calle cuesta abajo. Advirtió entonces la sombra de un anciano al amparo de una cornisa, aguardando sin duda a que el temporal amainase, pero le sorprendió su rostro demacrado en violento contraste con la penumbra que orlaba sus párpados. Luego, las mejillas de un esclavo que cargaba con dos ánforas se le antojaron demasiado pálidas. Y una hetaira le sonrió como un perro famélico desde una esquina, pero el albayalde derretido de su cara le recordó la erosión de las mortajas. «¡Por el dios de la bondad, sólo hago ver rostros de cadáveres desde que he salido!», pensó. «Quizás es que la lluvia es una forma de presentimiento; o quizá se deba a que el color de la vida en nuestras mejillas se diluye con el agua.»
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Sumido en tales cavilaciones, observó que dos siluetas encapuchadas se acercaban desde una calle lateral. «He aquí, por Zeus, otro par de espíritus.»

Las siluetas se detuvieron frente a él, y una de ellas le dijo, con voz amable:

—Oh Diágoras de Medonte, acompáñanos de inmediato, pues va a suceder algo terrible.

Le bloqueaban el paso. A través de la tiniebla de sus capuchas, Diágoras podía entrever la blancura de sendos rostros misteriosamente parecidos.

—¿Cómo es que me conocéis? —preguntó—. ¿Quiénes sois?

Los encapuchados se miraron entre sí.

—Somos… eso tan
terrible
que va a suceder si no nos acompañas —dijo el otro.

Diágoras comprendió de repente que sus ojos lo habían engañado esta vez: la blancura de aquellos rostros era falsa.

Llevaban máscaras.

«Quizá su poder se extienda hasta el arconte rey», pensaba Heracles, alarmado. «A fin de cuentas,
cualquiera
puede pertenecer a ellos…» Pero, un instante después, con más calma, razonaba: «Por pura lógica, si han llegado hasta esa altura, deberían sentirse más seguros, pero, en cambio, les aterroriza ser descubiertos». Y concluía: «Quizá sean poderosos como dioses, pero les arredra la justicia de los hombres». Volvió a golpear la puerta con insistencia. El niño esclavo apareció en la oscuridad del umbral.

—Otra vez tú —sonrió—. Buena cosa es que nos visites tanto. Tus visitas significan recompensas.

Heracles ya tenía preparados los dos óbolos.

—Esta casa es tenebrosa, y sin un guía como yo podrías perderte —comentó el niño, conduciendo a Heracles por los oscuros corredores—. ¿Sabes lo que dice Ifímaco, el viejo esclavo amigo mío?

—¿Qué dice?

El pequeño guía se detuvo y bajó la voz.

—Que aquí se perdió alguien hace mucho tiempo y murió sin hallar la salida. Y a veces, de noche, te lo encuentras caminando por los pasillos, más blanco y frío que el mármol de Calcidia, y te pregunta con mucha cortesía por dónde se sale.

—¿Tú lo has visto alguna vez?

—No, pero Ifímaco dice que sí lo ha visto.

Reanudaron la marcha mientras Heracles replicaba:

—Pues no te lo creas hasta que no lo veas por ti mismo. Todo lo que no se ve, es cuestión de opiniones.

—La verdad es que finjo asustarme cuando me lo cuenta —observó el niño alegremente—, porque a Ifímaco le agrada que me asuste. Pero en realidad no me da miedo. Y si un día me encontrara con el muerto, le diría: «¡La salida, por la segunda a la derecha!».

Heracles rió de buena gana.

—Haces bien en no tener miedo. Ya eres casi un efebo.

—Sí, ya lo soy —admitió el niño con orgullo.

Se cruzaron con el hombre erizado de gusanos que venía en dirección contraria. El hombre no los miró al pasar, porque sus cuencas se hallaban desahuciadas. Siguió caminando en silencio, llevando consigo la fetidez de mil días de cementerio.
[127]
Cuando llegaron al cenáculo, el niño dijo:

—Bueno, aguarda aquí. Avisaré al ama.

—Te lo agradezco.

Se separaron con un gesto de divertida complicidad, y Heracles pensó de repente que, con el mismo gesto, se estaba despidiendo para siempre, no sólo del niño sino de aquella lóbrega casa y de todos sus habitantes, aun de sus propios recuerdos. Era como si el mundo hubiese muerto y él fuera el único que lo supiera. Sin embargo, por alguna extraña razón, nada le entristecía más que abandonar al niño: ni siquiera sus recuerdos, tenues o duraderos, valiosos o rutiles, le parecían más importantes que aquella hermosa e inteligente criatura, aquel diminuto hombrecito del que —váyase a saber por qué misterioso azar o graciosa y perpetua coincidencia— seguía sin conocer el nombre.

La presencia de Etis se hizo notar, como siempre, por su voz.

—Demasiadas visitas en poco tiempo, Heracles Póntor, para tratarse de simple cortesía.

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