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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (37 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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Horrorizado, le supliqué que no lo hiciera.

—Vamos a leer entre los dos el texto de Montalo —me interrumpió, de pie en la puerta—. Me da igual si después decides no continuar con la traducción. Quiero quitarte esta locura de la cabeza.

Fuimos hacia el salón —descalzos, desnudos—. Recuerdo que pensé algo absurdo mientras la seguía: «Queremos asegurarnos de que somos seres humanos, cuerpos materiales, carne, órganos, y no sólo personajes o lectores… Vamos a saberlo. Queremos saberlo». En el salón hacía frío, pero de momento no nos importó. Helena llegó antes que yo al escritorio y se inclinó sobre los papeles. Yo fui incapaz de acercarme: aguardé detrás de ella, observando su espalda lustrosa y encorvada, la suave curvatura de sus vértebras, el mullido escabel de sus nalgas. Hubo una pausa. «Está leyendo mi rostro», recuerdo que pensé. La oí gemir. Cerré los ojos. Dijo:

—Oh.

La sentí acercarse y abrazarme. Su ternura me horrorizaba. Dijo:

—Oh… oh…

No quise preguntarle. No quise saberlo. Me amarré a su tibio cuerpo con fuerza. Entonces percibí su risa: suave, creciente, naciendo en su vientre como la alegre presencia de otra vida.

—Oh… oh… oh… —dijo sin dejar de reír.

Después, mucho después, leí lo que ella había leído, y comprendí por qué se reía.

He decidido continuar con la traducción. Reanudo el texto a partir de la frase: «Pero aún no había visto el rostro de la figura».
(N. del T.)

[54] Laguna textual a partir de aquí. Montalo afirma que las cinco líneas siguientes son ilegibles.
(N. del T.)

[55] ¡Acabo de hacer un descubrimiento asombroso! Si no estoy equivocado —y no creo estarlo—, los extraños enigmas relacionados con esta obra empezarían a adoptar un sentido… aunque, desde luego, no menos extraño, y, por lo que a mí respecta, mucho más inquietante. Mi hallazgo ha sido —como sucede en tantas ocasiones— completamente azaroso: revisaba esta misma noche la última parte del capítulo sexto en la edición de Montalo, que aún no había concluido de traducir, cuando observé que los bordes de las hojas se adherían entre sí con irritante obstinación (esto ya me había ocurrido antes, pero, simplemente, lo había pasado por alto). Los examiné de cerca: parecían normales, pero la mezcla líquida que los unía se hallaba aún fresca. Fruncí el ceño, cada vez más inquieto. Estudié hoja tras hoja el capítulo sexto y me convencí, sin ninguna duda, de que las últimas habían sido agregadas al libro recientemente. Mi cerebro era una tormenta de hipótesis. Regresé al texto y comprobé que los trozos «nuevos» se correspondían con la detallada descripción de la estatua de Menecmo. Mi corazón empezó a latir con fuerza. ¿Qué significaba aquella locura?

Postergué mis deducciones y terminé la traducción del capítulo. Entonces, de improviso, al mirar por la ventana (ya nocturna) y contemplar en la penumbra la hilera de manzanos que limita mi jardín, recordé al hombre que parecía espiarme y que huyó cuando advertí su presencia… y la sospecha que tuve, a la noche siguiente, de que alguien había entrado en mi casa. Me levanté de un salto. Mi frente se hallaba húmeda y mis sienes martilleaban a intervalos cada vez más breves.

La deducción me parece obvia: alguien ha estado cambiando, en mi propio escritorio, las hojas del texto de Montalo por otras idénticas, y lo ha hecho hace poco tiempo. ¿Se trata, quizá, de alguien que me conoce, al menos en lo que atañe a mi aspecto físico, y que ha podido, por tanto, añadir los asombrosos detalles de la descripción de la escultura? Ahora bien, ¿quién sería capaz de arrancar las hojas de una obra original y sustituirlas por un texto propio con el único fin de atormentar al traductor?

Sea como fuere, evidentemente, ya no podré dormir tranquilo a partir de ahora. Tampoco trabajar tranquilo, pues ¿cómo sabré de quién es la obra que traduzco? Peor aún: ¿lograré avanzar de frase en frase sin detenerme a pensar que quizás algunas de ellas —o todas— constituyen mensajes directos del misterioso desconocido hacia mi?. Ahora que la duda anida en mi interior, ¿cómo podré estar seguro de que otros párrafos, en capítulos previos, no tienen nada que ver conmigo? La fantasía de la literatura es tan ambigua que ni siquiera se necesita quebrantar las reglas del juego: tan sólo la sospecha de que alguien pueda haberlas quebrantado lo transforma todo, le da un giro terrible a todo. Seamos sinceros, lector: ¿no tienes, a veces, la enloquecedora sensación de que un texto —por ejemplo, este mismo que ahora lees— se dirige a ti personalmente? Y cuando esa sensación te gobierna, ¿acaso no mueves la cabeza, parpadeando, y piensas: «Qué tontería. Mejor olvidarlo y seguir leyendo»? ¡Juzga entonces cuál no será mi pavor al saber con absoluta certeza que una parte de este libro me concierne sin lugar a dudas!… Y digo bien: «pavor», en efecto. ¡Tan acostumbrado como he estado siempre a ver los textos desde la distancia… y de repente encontrarme incluido en uno!

Así pues, he de hacer algo.

Por lo pronto, interrumpiré mi trabajo hasta que este asunto quede resuelto. Pero también intentaré capturar a mi desconocido visitante…
(N. del T.)

[56] Durante estas últimas horas he recuperado el control de mis nervios. Ello se debe, sobre todo, a que he distribuido racionalmente mis períodos de descanso entre los párrafos: estiro las piernas y doy breves paseos alrededor de mi celda. Gracias a este ejercicio he logrado concretar mejor el reducido mundo en que me hallo: un rectángulo de cuatro pasos por tres con un camastro en una esquina y una mesa con su silla junto a la pared opuesta; sobre la mesa, mis papeles de trabajo y el texto de La caverna de Montalo. También dispongo —¡oh lujo derrochador!— de un pequeño agujero excavado en el suelo para hacer mis necesidades. Una maciza puerta de madera con flejes de hierro me niega la libertad. Tanto la cama como la puerta —no digamos el agujero— son vulgares. La mesa y la silla, sin embargo, parecen muebles caros. Poseo, además, abundante material de escritura. Todo esto representa un buen cebo para mantenerme ocupado. La única luz que mi carcelero me permite es la de esta lámpara miserable y caprichosa que ahora contemplo, colocada sobre la mesa. Así pues, por mucho que intente resistirme siempre termino sentándome y continuando con la traducción, entre otras cosas para no volverme loco. Sé que eso es exactamente lo que quiere Quiensea. «¡Traduce!», me ordenó a través la puerta hace… ¿cuánto tiempo?… pero… Ah, oigo un ruido. Seguro que es la comida. Por fin.
(N. del T.)

[57] Yo también percibo sombras en mi «celda-caverna»: las palabras helénicas me bailan en los ojos —¿cuánto tiempo hace que no veo la luz del sol, que es la del Bien, de la que todo procede? ¿Dos días? ¿Tres?—. Pero más allá de esta frenética danza de grafismos intuyo los «retorcidos colmillos» y el pelaje «erizado» y «áspero» de la Idea de Jabalí, relacionada con el tercer Trabajo de Hércules, la captura del Jabalí de Erimanto. Y si en ninguna parte se menciona la palabra «jabalí» pero aun así yo
veo
uno —incluso creo escucharlo: sus roncos bufidos, la polvareda de sus pataleos, el irritante arañazo de las ramas bajo sus pezuñas—, entonces es que la Idea de Jabalí
existe
, es tan real como yo. ¿Se hallaba Montalo interesado en esta obra porque consideraba que
probaba
definitivamente la teoría platónica de las Ideas? ¿Y Quiensea? ¿Por qué se ha dedicado primero a jugar conmigo, añadiendo texto falso al original, y después me ha secuestrado? Deseo gritar, pero creo que la Idea de Grito es la que más me desahogaría.
(N. del T.)

[58] Sí. Mucha, Crántor. Te estoy traduciendo mientras degusto las inmundicias que Quiensea ha tenido a bien dejarme hoy en la escudilla. ¿Te apetece probar un poco?
(N. del T.)

[59] Las palabras eidéticas del capítulo, sí, ya lo había advertido. Gracias de todas formas, Crántor.
(N. del T.)

[60] Sí, también. Lo adivinas todo, Crántor. Desde que estoy encerrado aquí, uno de los principales problemas que tengo es el estreñimiento.
(N. del T.)

[61] Debo haberme vuelto loco. ¡He estado
dialogando
con un personaje! De repente me pareció que se dirigía a mí, y le contesté con mis notas. Quizá todo sea achacable al tiempo que llevo encerrado en esta celda, sin hablar con nadie. Pero también es cierto que Crántor permanece siempre en la línea divisoria entre lo ficticio y lo real… Mejor dicho: en la línea divisoria entre lo literario y lo no literario. A Crántor no le preocupa ser creíble: se complace, incluso, en revelar el artificio verbal que lo rodea, como cuando hizo hincapié en las palabras eidéticas.
(N. del T.)

[62] Me he dado cuenta de que aún no he narrado cómo he llegado a parar a esta celda. Si es verdad que estas notas me han de servir para no enloquecer, quizá sea bueno contar todo lo que recuerdo sobre lo sucedido como si me dirigiera a un futuro e improbable lector. Permíteme, lector, esta nueva interrupción. Sé que te interesa mucho más continuar con la obra que escuchar mis desgracias, pero recuerda que, por muy marginal que me veas aquí abajo, me debes un poco de atención en agradecimiento a mi fructífera labor, sin la cual no podrías disfrutar de la mencionada obra que tanto te agrada. Así pues, léeme con paciencia.

Se recordará que la noche en que terminé de traducir el capítulo anterior me propuse atrapar a mi desconocido visitante, el misterioso falsificador del texto en el que trabajo. Con este propósito, apagué las luces de la casa y fingí acostarme, pero lo que en realidad hice fue permanecer al acecho en el salón, oculto tras una puerta, aguardando su «visita». Cuando me hallaba casi seguro de que esa noche ya no vendría, escuché un ruido. Me asomé por la puerta entornada, y sólo tuve oportunidad de distinguir una sombra abalanzándose sobre mí. Desperté con un gran dolor de cabeza, y me vi encerrado entre estas cuatro paredes. En cuanto a la celda, ya la he descrito, y remito al lector interesado a una nota previa. Sobre la mesa se encontraban el texto de Montalo y mi propia traducción, que finaliza en el capítulo sexto. Sobre esta última, una nota escrita en una hoja aparte con fina caligrafía: «NO TE INTERESA SABER QUIÉN SOY. LLÁMAME "QUIENSEA". PERO SI DE VERDAD TE INTERESA SALIR DE AQUÍ, CONTINÚA TRADUCIENDO. CUANDO TERMINES, QUEDARÁS EN LIBERTAD». Hasta ahora, éste es el único contacto que he tenido con mi anónimo secuestrador. Bueno, éste y su voz asexuada, que escucho de vez en cuando a través de la puerta de la celda, ordenándome: «¡Traduce!». Y eso es lo que hago.
(N. del T.)

[63] He resistido la imperiosa tentación de destruir este falso capítulo octavo que mi secuestrador, sin duda, ha deslizado en la obra. En lo único que ha acertado este hijo de perra es en el llanto: últimamente lloro con mucha frecuencia. Es una de mis formas de medir el tiempo. Pero si Quiensea cree que con estas hojas intercaladas va a volverme loco, está muy equivocado. Ahora sé para qué las utiliza: son mensajes, instrucciones, órdenes, amenazas… Ni siquiera le importa ya disimular su origen espurio. La sensación de
leerme
en primera persona ha sido nauseabunda. Para librarme de ella, he intentado pensar en las cosas que
yo habría dicho
realmente. No creo que hubiese «gemido», como afirma el texto. Sospecho que habría hecho muchas más preguntas que esta patética creación suya con la que intenta imitarme. Ahora bien, en lo del llanto ha acertado plenamente. Comienzo la traducción de lo que imagino que es el verdadero capítulo octavo.
(N. del T.)

[64] ¡Voy muy lento! ¡Muy lento! ¡Muy LENTO! Tengo que traducir más rápido si quiero salir de aquí.
(N. del T.)

[65] ¡Es la eidesis, idiota, la eidesis, la EIDESIS! La eidesis lo modifica todo, se introduce en todo, influye en todo: ahora es la idea de «lentitud», que oculta, a su vez, otra idea…
(N. del T.)

[66] Lo siento, pero no lo soporto. La eidesis se ha infiltrado también en las descripciones, y el encuentro de Heracles con Yasintra está narrado con exasperante lentitud. Abusando de mi privilegio de traductor, intentaré condensarlo para ir más rápido, limitándome a narrar lo esencial.
(N. del T.)

[67] Aquí me detengo yo. El resto del larguísimo párrafo es una agobiante descripción de cada uno de los pasos de Heracles acercándose a Yasintra: sin embargo, paradójicamente, el Descifrador nunca llega a alcanzarla —lo que recuerda al «Aquiles nunca alcanzará a la tortuga» de Zenón de Elea (de ahí la expresión «eleático segmento»)—. Todo esto sugiere, junto a la frecuencia con que se repiten términos como «lento», «pesado» o «torpe» y las metáforas sobre labranza, el Trabajo de los Bueyes de Geriones, el lento ganado que Hércules debe robarle al monstruo del mismo nombre. El «torcido paso» que se menciona a veces es homérico, pues los bueyes, para el autor de la
Ilíada
, son animales de «torcido paso»… Y hablando de pesadez y lentitud, debo anotar aquí que por fin he podido hacer mis necesidades completas, lo cual me ha puesto de buen humor. Quizás el cese de mi estreñimiento sea señal de buen augurio, de rapidez y de obtención de metas.
(N. del T.)

[68] La densa explicación que Heracles Póntor ofrece del misterio constituye otro refuerzo de la eidesis, pues el Descifrador, de ordinario tan parco, se extiende aquí en largas y bizarras digresiones que avanzan con la lentitud de los bueyes geriónicos. He decidido elaborar una versión resumida. Anotaré, cuando me parezca oportuno, algunos comentarios originales.
(N. del T.)

[69] «Podemos imaginar sus risas nocturnas», dice Heracles, «los sutiles contoneos frente al lento cincel de Menecmo, las espaciosas travesuras del amor, los núbiles cuerpos enrojecidos por las antorchas…».
(N. del T.)

[70] «Y, tras el hechizante sorbo de vino del placer, el agrio poso de las discusiones», dice Heracles.
(N. del T.)

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