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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (40 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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[122] La «tirada del perro» era la más baja: tres unos. No obstante, el autor la utiliza para acentuar la eidesis. Por cierto, los perros siguen ladrando afuera.
(N. del T.)

[123] Las curiosas indecisiones entre «derecha» e «izquierda» en estos párrafos —la celda de Sócrates, el ojo del esclavo portero— quizás intentan reflejar eidéticamente el laberíntico viaje de Hércules al reino de los muertos.
(N. del T.)

[124] El movimiento de «descenso» que ha comenzado al principio del capítulo evoca, junto al de «derecha e izquierda», el viaje de Hércules al reino de los muertos. En este último párrafo se refuerza la imagen introduciendo al lector en una gota de lluvia que recorre un largo camino hasta caer en la cabeza de Heracles Póntor.
(N. del T.)

[125] Prosigue el movimiento narrativo de «caída» desde el cielo hasta las inquietudes de Heracles Póntor.
(N. del T.)

[126] Ni una cosa ni otra, claro: sucede que Diágoras, como siempre, «olfatea» la eidesis desde la distancia. Atenas, en efecto, se ha convertido, en este capítulo, en el reino de los muertos.
(N. del T.)

[127] No creo necesario advertir que este cadáver es una presencia eidética, no espectral: el niño y Heracles no pueden verlo, de igual forma que no pueden ver los signos de puntuación del texto de la obra, por ejemplo.
(N. del T.)

[128] Lo siento, Heracles, amigo mío. ¿Qué puedo hacer para aliviarte? Necesitabas una frase, y yo, como traductor omnipotente, era capaz de ofrecértela… ¡Pero no debo hacerlo! El texto es sagrado, Heracles. Mi trabajo es sagrado. Tú me suplicas, me animas a prolongar la mentira… «Es muy fácil mentir con palabras», dices. Tienes razón, pero no puedo ayudarte… No soy escritor sino traductor… Es mi deber advertirle al paciente lector que la respuesta de Etis ha sido invención mía, y pido disculpas por ello. Retrocederé unas líneas y escribiré, ahora sí, la respuesta original del personaje. Lo siento, Heracles. Lo siento, lector.
(N. del T.)

[129] El error de la profecía de Etis es obvio: las creencias religiosas, afortunadamente, han tomado otros derroteros.
(N. de T.)

[130] Es grotesco: el cuerpo del repugnante Menecmo se convierte en la muchacha del lirio al morir. Este juego cruel con las imágenes eidéticas me trastorna.
(N. del T.)

[131] Escribo esta nota frente a él. La verdad, no me importa, pues casi me he acostumbrado a su presencia.

Entró, coincidente como siempre, cuando yo acababa de traducir el final de este penúltimo capítulo y me disponía a descansar un poco. Al escuchar un ruido en la puerta, me pregunté qué máscara traería esta vez. Pero no traía ninguna. Por supuesto que lo reconocí de inmediato, pues su imagen es célebre en el gremio: el pelo blanco cayéndole hasta los hombros, la frente despejada, las líneas de la vejez bien marcadas sobre el rostro, una difusa barba…

—Como ves, pretendo ser sincero —me dijo Montalo—. Tú tenías razón hasta cierto punto, así que no voy a ocultarme por más tiempo. En efecto, fingí mi muerte y me retiré a este pequeño escondite, pero seguí el rastro de mi edición, pues deseaba saber quién la traduciría. Cuando te localicé, estuve vigilándote hasta que, por fin, logré traerte aquí. También es verdad que he jugado a amenazarte para que no perdieras el interés por la obra… como cuando imité las palabras y gestos de Yasintra… Todo eso es cierto. Pero te equivocas si piensas que yo soy el autor de
La caverna de las ideas
.

—¿Y a esto lo llamas ser
sincero
? —repliqué.

Respiró profundamente.

—Te juro que no miento —dijo—. ¿Por qué iba a querer secuestrarte para que trabajaras en mi propia obra?

—Porque necesitabas un lector —respondí tranquilamente—. ¿Qué hace un autor sin un lector?

Montalo pareció divertido con mi teoría. Dijo:

—¿Tan malo soy, que debo secuestrar a alguien para que lea lo que escribo?

—No, pero ¿qué es leer? —repliqué—. Una tarea invisible. Mi padre era escritor, y lo sabía: cuando escribes, creas unas imágenes que, después, iluminadas por ojos ajenos, se muestran bajo otras formas, impensables para el creador. ¡Tú, sin embargo, necesitabas conocer la opinión del lector
día a día
, porque pretendes probar con tu obra la existencia de las Ideas!

Montalo sonrió con cierta nerviosa afabilidad.

—Es verdad que durante muchos años quise probar que Platón tenía razón cuando afirmaba que las Ideas existen —reconoció—, y que, por ello, el mundo es bueno, razonable y justo. Y creía que los libros eidéticos podían suministrarme esa prueba. Nunca tuve éxito, pero tampoco recibí grandes decepciones… hasta que encontré el manuscrito de
La caverna
, oculto y olvidado en los anaqueles de una vieja biblioteca… —hizo una pausa, y su mirada se perdió en la oscuridad de la celda—. Al principio, la obra me entusiasmó… Percibí, como tú, las sutiles imágenes que albergaba: el hábil hilo conductor de los Trabajos de Hércules, la muchacha del lirio… ¡Estaba cada vez más seguro de que había hallado, por fin, el libro que había estado buscando durante toda mi vida!…

Volvió sus ojos hacia mí, y advertí su profunda desesperación.

—Pero entonces… empecé a percibir algo extraño… La imagen del «traductor» me confundía… Quise creer que, como un novato cualquiera, había mordido un «cebo» y estaba dejándome arrastrar por el texto… Sin embargo, conforme avanzaba en la lectura, mi mente rebosaba de misteriosas sospechas… No, no era un simple «cebo», había algo más… Y cuando llegué al último capítulo…
lo supe
.

Hizo una pausa. Su palidez era espantosa, como si hubiera muerto el día anterior. Prosiguió:

—Descubrí la clave de repente… Y comprendí que
La caverna de las ideas
no sólo no constituía una prueba de la existencia de ese mundo platónico bondadoso, razonable y justo, sino que, por el contrario, era una prueba de lo opuesto —y de repente, estalló—: ¡Sí, aunque no me creas: esta obra demuestra que nuestro universo, este espacio ordenado y luminoso repleto de causas y efectos y gobernado por leyes justas y piadosas,
no existe
!…

Y mientras lo veía jadear, su rostro convertido en una nueva máscara de labios trémulos y mirada extraviada, pensé (y no me importa escribirlo, aunque Montalo lo lea): «Está completamente loco». Entonces pareció recobrar la compostura y añadió, gravemente:

—Tal fue mi horror ante este hallazgo que quise
morir
. Me encerré en casa… Dejé de trabajar y me negué a recibir visitas… Se empezó a comentar que me había vuelto loco… ¡Y quizá fuera cierto, porque a veces la verdad es enloquecedora!… Incluso valoré la posibilidad de destruir la obra, pero ¿qué ganaría con ello, si yo ya la
conocía
?… De modo que opté por una solución intermedia: tal como sospechabas, la idea del cuerpo destrozado por los lobos me sirvió para fingir mi muerte con el cadáver de un pobre viejo, al que vestí con mis ropas y desfiguré… Después elaboré una versión de
La caverna
respetando el texto original y reforzando la eidesis, pero sin mencionarla explícitamente…

—¿Por qué? —lo interrumpí.

Por un instante me miró como si fuera a golpearme.

—¡Porque quería comprobar si su futuro lector hacía el mismo descubrimiento que yo, pero sin
mi ayuda
! ¡Porque aún cabe la posibilidad, por pequeña que sea, de que yo esté
equivocado
! —sus ojos se humedecieron al añadir—: Y si es así, y ruego por que lo sea, el mundo… nuestro mundo… se habrá
salvado
.

Intenté sonreír, pues recordé que a los locos se les debe tratar con mucha amabilidad:

—Por favor, Montalo, basta ya —dije—. Esta obra es un poco extraña, lo reconozco, pero no tiene nada que ver con la existencia del mundo… ni con el universo… ni siquiera con nosotros. Es un libro, nada más. Por muy eidético que sea, y por mucho que nos obsesione a ambos, no podemos llevar las cosas demasiado lejos… Yo lo he leído casi todo y…

—Aún no has leído el último capítulo —dijo.

—No, pero lo he leído casi todo y no…

—Aún no has leído el último capítulo —repitió.

Tragué saliva y contemplé el texto abierto sobre el escritorio. Volví a observar a Montalo.

—Bien —propuse—, haremos lo siguiente: terminaré mi traducción y te demostraré que… que se trata de una simple fantasía, más o menos bien escrita, pero…

—Traduce —pidió.

No he querido enfadarle. Por eso he obedecido. El sigue aquí, y observa lo que escribo. Comienzo la traducción del último capítulo.
(N. del T.)

[132] —«Manzanas» —protesté—. ¡Qué vulgaridad mencionarlas!

—Cierto —reconoció Montalo—. Es de mal gusto citar el objeto de la eidesis en la metáfora. Aquí debería bastar con las dos palabras más repetidas desde el comienzo del capítulo: «colgar» y «dorado»…

—Haciendo referencia a las Manzanas de las Hespérides, que eran de oro y colgaban de los árboles —asentí—, ya lo sé. Por eso digo que es una metáfora vulgar. Además, no estoy muy seguro de que los pasteles de manzana pujen…

—Calla y sigue traduciendo.
(N. del T.)

[133] —¿Puedo beber? —acabo de decirle a Montalo.

—Aguarda. Traeré agua. Yo también estoy sediento. Tardaré el tiempo que tardes tú en escribir una nota narrando esta interrupción, así que ni por asomo se te ocurra que vas a poder escapar.

La verdad, no se me había ocurrido. Ha cumplido su palabra: regresa ahora mismo con una jarra y dos copas.
(N. del T.)

[134] Montalo acaba de comentarme:

—Es posible que
Bacantes
sea una obra eidética, ¿no te parece? Habla de sangre, de muerte, de furia, de locura… Quizás Eurípides describió un ritual de Lykaion en eidesis…

—¡No creo que el maestro Eurípides enloqueciera hasta ese punto! —he replicado.
(N. del T.)

[135] —¡Heracles acertó en sus pronósticos! ¡Quizás aquí se encuentre la clave de la obra!

Montalo me mira en silencio.

—Sigue traduciendo —dice.
(N. del T.)

[136] —Es curioso —apunto—. Otra vez el paso a segunda…

—¡Sigue! ¡Traduce! —me interrumpe mi secuestrador con ansiedad, como si nos halláramos en un momento importantísimo del texto.
(N. del T.)

[137] —¿Qué te ocurre? —dice Montalo.

—Estas palabras de Crántor… —temblé.

—¿Qué pasa con ellas? —Recuerdo que… mi padre…

—¡Sí! —me anima Montalo—. ¡Sí!… Tu padre ¿qué?

—Escribió un poema hace tiempo…

Montalo vuelve a animarme. Intento recordar.

He aquí la primera estrofa del poema de mi padre, tal como yo la recuerdo:

Alza su múltiple cabeza la Hidra,

Ruge el horrendo león, y hacen resonar

Sus cascos de bronce las yeguas antropófagas.

—¡Es el comienzo de un poema de mi padre! —afirmo, en el colmo del asombro. Montalo parece muy triste por un instante. Asiente con la cabeza y murmura:

—Conozco el resto.

A veces, las ideas y teorías de los hombres

Hazañas de Hércules me parecen,

En combate perenne contra las criaturas

Que se oponen a la nobleza de su razón.

Pero, como un traductor encerrado por un loco

Y obligado a descifrar un texto absurdo,

Así imagino en ocasiones a mi pobre alma

Incapaz de hallar el sentido de las cosas.

Y tú, Verdad final, Idea platónica

—Tan semejante en belleza y fragilidad

A un lirio en las manos de una muchacha—,

¡Cómo gritas pidiendo ayuda al comprender

Que el peligro de tu inexistencia te sepulta!

¡Oh Hércules, vanas son todas tus proezas,

Pues conozco hombres que aman a los monstruos,

Y se entregan con deleite al sacrificio,

Haciendo de las dentelladas su religión!

Brama el toro entre la sangre,

El Can ladra y vomita fuego,

Aun las doradas manzanas del jardín

Vigiladas están por la afanosa serpiente.

He copiado el poema entero. Lo releo. Lo recuerdo.

—¡Es un poema de mi padre!

Montalo baja los ojos. ¿Qué irá a decir? Dice:

—Es un poema de Filotexto de Quersoneso. ¿Recuerdas a Filotexto?

—¿El escritor que aparece en el capítulo séptimo cenando con los mentores en la Academia?

—Eso es. Filotexto usó su propio poema para inspirarse en las imágenes eidéticas que contiene
La caverna
: los Trabajos de Hércules, la muchacha del lirio, el traductor…

—Pero entonces…

Montalo asiente. Su expresión es inescrutable.

—Sí:
La caverna de las ideas
fue escrita por Filotexto de Quersoneso —dice—. No me preguntes cómo lo sé, porque el hecho es que lo sé. Pero sigue traduciendo, por favor. Falta un poco para llegar al final.
(N. del T.)

[138] «Serpiente» y «árbol». La sangre que mana de la cabeza de Crántor forma una doble y bella imagen eidética sobre el monstruo que custodia las Manzanas Doradas y los árboles de las que éstas penden… ¡La posibilidad de que mi padre plagiara un poema de Filotexto sigue preocupándome!… Montalo me ordena: «Traduce».
(N. del T.)

[139] El macabro hallazgo de los cuerpos de los sectarios reproduce, en eidesis, el árbol de las «Manzanas de las Hespérides», colgadas y «bañadas en oro», como imagen final.
(N. del T.)

[140] —¡El texto está incompleto!

—¿Por qué lo dices? —pregunta Montalo.

—Porque termina con esta frase: «Entonces, el Traductor dijo»…

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