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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (39 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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[101] Rogaría al lector que no tuviese en cuenta este repentino hermafroditismo de Diágoras, ya que es eidético. La ambigüedad sexual que preside la descripción de los personajes secundarios en este capítulo contamina ahora a uno de los protagonistas. Parece señalar la presencia del noveno Trabajo: el Cinturón de Hipólita, donde el héroe debe enfrentarse a las amazonas (las doncellas guerreras, o sea, las mujeres-hombres) para robar el cinturón de la reina Hipólita. No obstante, creo que el autor se permite cierta venenosa burla a costa de uno de los caracteres más «serios» de toda la obra (imaginar a Diágoras de tal guisa me ha hecho reír de nuevo). Este grotesco sentido del humor no se diferencia mucho, en mi opinión, del que gasta mi enmascarado carcelero…
(N. del T.)

[102] ¿Desde qué distancia? ¿Desde aquí abajo?
(N. del T.)

[103] Llevo demasiado tiempo encerrado. Por un momento me ha parecido que estas dos frases podían traducirse de forma menos grosera; quizá: «La luna era un seno rozado por el dedo de una nube. La luna era una cavidad donde quería encerrarse la nube de afilados contornos», o algo así. En cualquier caso, algo mucho más poético que la versión por la que he optado. Pero es que… ¡Oh, Helena, cuánto te recuerdo y te necesito! Siempre he creído que los deseos físicos eran meros servidores de la noble actividad mental… y ahora… ¡Cuánto daría por un buen revolcón! (Lo digo así, sin ambages, porque, seamos sinceros: ¿
quién va a leer todo esto
?) ¡Oh, traducir, traducir: un necio Trabajo de Hércules ordenado por un Euristeo absurdo! ¡Sea, pues! ¿No soy, en este reducto oscuro, dueño de lo que escribo? ¡Pues ésta es mi traducción, por chocante que resulte!
(N. del T.)

[104] ¿Qué es esto? ¡Es obvio que se trata de una repentina floración eidética de la palabra «vigilar»! Pero… ¿qué significa? ¿Acaso alguien «vigila» a Heracles?
(N. del T.)

[105] ¡Cuchillos! ¡La eidesis, de repente, crece como hiedra venenosa! ¿Cuál es la imagen? «Vigilancia»… «Cuchillo»… ¡Oh, Heracles, Heracles, cuidado: estás en
peligro
!
(N. del T.)

[106] ¡Y ahora, «espalda»! ¡Es una advertencia! Quizá: «
Vigila
tu
espalda
, porque… hay un
cuchillo
». ¡Oh, Heracles, Heracles! ¿Cómo puedo avisarte? ¿Cómo? ¡No te acerques a ella!
(N. del T.)

[107] La repetición, en este párrafo, de las tres palabras eidéticas refuerza la imagen! ¡Vigila tu espalda, Heracles: ella tiene un cuchillo!
(N. del T.)

[108] ¡No le des la espalda!
(N. del T.)

[109] ¡¡NO, MALDITO SEAS!!
(N. del T.)

[110] ¡No ha pasado el peligro: las tres palabras persisten como signos eidéticos de aviso!
(N. del T.)

[111] Los ojos se me cierran ante estas palabras hipnóticas.
(N. del T.)

[112] Soy yo. No es la descripción del cuerpo de Heracles sino del mío. ¡Yo soy quien yace con Yasintra!
(N. del T.)

[113] Es terrible verme ahí, descrito en mi propia sexualidad. Quizá todo lector se imagina a sí mismo en una escena así: él cree ser él, y ella, ella. Aunque intento evitarlo, estoy excitado: leo y escribo al mismo tiempo que percibo
la llegada de un placer extraño, avasallador

(N. del T.)

[114] ¡Las tres palabras eidéticas de advertencia: «Espalda», «cuchillo», «vigilar»! ¡Es una TRAMPA! ¡Tengo que…, quiero decir, Heracles tiene que…!
(N. del T.)

[115] ¡Mis propias palabras! ¡Las que acabo de escribir en una nota previa! (Las he subrayado en el texto y en la nota para que el lector lo compruebe.) Por supuesto, yo las escribí
antes
de traducir esta frase. ¿No es casi una fusión? ¿No es un acto de amor? ¿Qué otra cosa es hacer el amor sino unir fantasía y realidad? ¡Oh, maravilloso placer textual: acariciar el texto, gozar el texto, frotar mi pluma sobre el texto! No me importa que mi hallazgo sea casual: ya no hay duda, yo
soy él
; yo estoy
ahí, con ella

(N. del T.)

[116] Heracles no ha podido reaccionar. Yo tampoco. Él ha seguido. Yo he seguido. Así, hasta el final. Ambos hemos optado por continuar.
(N. del T.)

[117] ¿Por qué surgen de nuevo las tres palabras eidéticas (las he subrayado) cuando el peligro, para Heracles, parece haber cesado? ¿Qué ocurre?
(N. del T.)

[118] ¡Ya comprendo! ¡¡Heracles, cuidado: a tu ESPALDA!!
(N. del T.)

[119] ¡¡VUÉLVETE!!
(N. del T.)

[120] ¡Te he salvado la vida, viejo amigo, Heracles Póntor! ¡Es increíble, pero creo que te he salvado la vida! Lloro al pensar que pueda ser cierto. Mientras traducía, anoté mi propio grito, y tú lo escuchaste. Desde luego, cabe imaginar que leyera previamente el texto y después, al elaborar mi traducción, escribiera la palabra una línea antes de que apareciese, pero juro que no fue así; al menos, no de forma consciente… Y ahora, ¿qué has recordado? ¿Por qué yo no lo recuerdo? ¡Debería haberme dado cuenta, igual que tú, pero…!

Han ocurrido cosas importantes. Mi carcelero acaba de marcharse ahora mismo. Entró, como siempre, de forma brusca e imprevista, mientras escribía el párrafo anterior, con la misma máscara de hombre sonriente y el manto negro. Cruzó mi pequeña celda y regresó sobre sus pasos antes de preguntarme:

—¿Cómo va?

—He terminado la traducción del capítulo décimo. Es la eidesis del Cinturón de Hipólita, las mujeres guerreras, las amazonas. Pero —añadí— también estoy yo.

—¿De veras?

—Tú lo sabes mejor que nadie —dije.

Su máscara me contemplaba con una sonrisa perenne.

—Yo no he añadido ningún texto a la obra, ya te lo he dicho —replicó.

Respiré hondo y revisé mis notas.

—Cuando Heracles goza con la bailarina Yasintra, se describe su cuerpo como «delgado». Y Heracles es muy gordo: eso ya lo sabe el lector.

—¿Y?


Yo
soy delgado.

Su carcajada sonó forzada a través del obstáculo de la máscara. Cuando dejó de reír, comentó:


Leptós
en griego es «delgado» pero también «sutil», ya sabes. Y todos los lectores, en este punto, comprenderían que se está hablando más bien de la sutil inteligencia de Heracles Póntor, que no de su complexión… Recuerdo la frase. Dice, literalmente: «El sutil Heracles tensó su cuerpo». Se le denomina «sutil Heracles» de la misma forma que Hornero califica a Ulises de «astuto»… —volvió a reír—. ¡Por supuesto, a ti te interesaba traducir
leptós
como «delgado», y ya me imagino por qué! Pero no eres el único, no te preocupes: cada cual lee lo que desea leer. Las palabras sólo son un conjunto de símbolos que siempre se acomodan a nuestro gusto.

Se burló igualmente del resto de las supuestas pruebas: Heracles también podía tener «profundas entradas» en las sienes, y la mención de la barba «negra» —como la mía— en lugar de «plateada», obedecería a un error del copista. La cicatriz en el pómulo izquierdo, recuerdo de un «golpe infantil» —tan similar a la que me produjo un compañero de escuela— era, sin duda, una «coincidencia», y lo mismo cabía decir del anillo en el dedo medio de la mano izquierda.

—Millares de personas tienen cicatrices y llevan anillos —dijo—, lo que ocurre es que admiras al protagonista y quieres parecerte a él a toda costa… particularmente en los momentos más interesantes. ¡Es la presunción de todos los lectores: creéis que el texto está escrito pensando en vosotros, y al leerlo os imagináis la escena a vuestra manera! —su voz sonó de repente muy similar a la mueca de su máscara—. ¿Acaso… acaso has
disfrutado
mientras leías esos párrafos, eh? ¡No me mires así, ocurre muchas veces!

Aprovechando mi incómodo silencio, se acercó y leyó la nota que estaba redactando antes de ser interrumpido.

—¿Qué? ¿Le has «salvado la vida» al protagonista? —le oí decir, a mi espalda, en tono incrédulo—. ¡Oh, pero qué fuerza poseen los libros eidéticos!… Es curioso, una obra escrita hace tanto tiempo…, ¡y aún provoca estas reacciones!

Pero su nueva carcajada cesó bruscamente cuando repliqué:

—Quizá no haya sido escrita hace
tanto tiempo
.

¡Me gustó devolverle el golpe! Sus impenetrables ojos me contemplaron un instante a través de las aberturas de la máscara. Entonces espetó:

—¿Qué quieres decir?

—Montalo afirma que el papiro en este capítulo huele a mujer, y que posee textura de «seno» y de «brazo de atleta». A su modo, esta ridícula nota es eidética: representa a la «mujer-hombre» o «mujer guerrera» del Cinturón de Hipólita. Rastreando hacia atrás, pueden encontrarse ejemplos parecidos en la descripción del papiro en cada capítulo…

—¿Y qué deduces de eso?

—Que la intervención de Montalo es
parte
del texto —sonreí ante su silencio—. Sus escasas notas marginales son eidéticas, no lingüísticas, y refuerzan las imágenes del libro. Siempre me sorprendió que el erudito Montalo no hubiese advertido que
La caverna
era eidética. Pero ahora sé que él
lo sabía
, y jugaba con la eidesis de la
misma forma
que el autor lo hace en la obra…

—Veo que has estado pensando —admitió—. ¿Y qué más?

—Que
La caverna de las ideas
, tal como la conocemos, es una obra
falsa
. Ya comprendo por qué nadie ha oído hablar de ella… Sólo poseemos la edición de Montalo, ni siquiera el original. Ahora bien, la obra está escrita pensando en un posible traductor, y se halla repleta de artificios y trampas que sólo otro colega de similar o superior categoría podría elaborar… La única explicación que se me ocurre es… ¡que fue Montalo quien la
escribió
!

La máscara no dijo nada. Proseguí, implacable:

—El original de
La caverna
no ha desaparecido: ¡la edición de Montalo es el original!

—¿Y por qué Montalo iba a escribir algo así? —preguntó mi carcelero en tono neutro.

—Porque enloqueció —repliqué—. Montalo estaba obsesionado con los libros eidéticos: creía que podían probar la teoría platónica de las Ideas, y demostrar, de este modo, que el mundo, la vida, el universo, son razonables y justos. Pero no lo logró. Entonces, enloquecido, escribió él mismo una obra eidética, aprovechando sus enormes conocimientos de griego y de eidesis. La obra estaría destinada a sus propios colegas. Sería una forma de decirles: «¡Mirad! ¡Las Ideas existen! ¡Aquí están! ¡Vamos! ¡Descubrid la clave final!»…

—Pero Montalo desconocía cuál era la clave final —repuso mi carcelero—. Yo lo encerré…

Contemplé fijamente las aberturas negras de su máscara y dije:

—Ya basta de patrañas, Montalo…

¡Ni Heracles Póntor lo hubiera dicho mejor!

—A pesar de todo —añadí, aprovechando su silencio—, tu juego ha sido inteligente: probablemente te las arreglaste con cualquier vagabundo… Prefiero pensar que lo encontraste muerto y después le pusiste tus ropas destrozadas, simulando el engaño que habías imaginado para el asesinato de Eunío… Entonces, oficialmente «fallecido», empezaste a actuar en la sombra… Escribiste esta obra pensando en un posible traductor. Después, cuando averiguaste que yo era el encargado de traducirla, me vigilaste. Añadiste páginas falsas para confundirme, para obligarme a que me obsesionara con el texto, pues, como tú mismo afirmas, «no podemos obsesionarnos con algo sin pensar que formamos parte de ese algo». Por último, me secuestraste y me encerraste aquí… Quizás esto sea el sótano de tu casa… o el escondite en el que has vivido desde que fingiste tu muerte… ¿Y qué quieres de mí? Lo mismo que has querido siempre: ¡probar la existencia de las Ideas! Si yo logro descubrir en
tu
libro las imágenes que

has ocultado, eso significa que las ideas existen con independencia de quien las piense, ¿no es cierto?

Tras un larguísimo silencio durante el que mi rostro, como el suyo, fue también una máscara sonriente, le oí decir, marcando cada palabra:

—Traductor:
limítate
a permanecer en la
caverna
de tus notas a pie de página. No pretendas salir de ese encierro y
ascender
hasta llegar al
texto
. No eres un Descifrador de Enigmas, por mucho que lo desees… Eres un simple traductor. ¡De modo que
sigue traduciendo
!

—¿Por qué voy a limitarme a ser un simple traductor si tú no te limitas a ser un simple
lector
? —repliqué, desafiándolo—. ¡Ya que eres el autor de esta obra, déjame a mí imitar a sus personajes!

—¡Yo no soy el autor de
La caverna de las ideas
! —dijo, gimió casi, la máscara.

Y salió dando un portazo.

Me siento mejor. Creo haber ganado este combate.
(N. del T.)

[121] Me han despertado furibundos ladridos de perros. Aún los oigo: no parecen hallarse demasiado lejos de mi celda. Me pregunto si mi carcelero pretende atemorizarme con ellos o se trata, por el contrario, de un simple azar (al menos, una cosa es cierta: no mintió al decirme que tiene perros, pues en verdad los
tiene
). Pero queda una tercera posibilidad, bastante extraña: faltan dos capítulos por traducir, y sendos Trabajos para cada uno de ellos; si el orden es correcto, éste —el undécimo— debería estar dedicado al Can Cerbero, y el último a las Manzanas de las Hespérides, En el Trabajo del Can Cerbero, Hércules desciende a los infiernos para capturar al peligroso
perro
multicéfalo que custodia ferozmente sus puertas. Así pues, ¿acaso mi enmascarado guardián pretende hacer una eidesis con la
realidad
? Por otra parte, Montalo afirma del papiro: «Destrozado, sucio, con olor a perro muerto».
(N. del T.)

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