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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (38 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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[71] «¡Observa la astucia de Menecmo!», advierte Heracles. «No en vano es un artista: sabe que el aspecto, la apariencia, es un cordial de poderoso efecto. Cuando vimos a Eunío apestando a vino y vestido de mujer, nuestro primer pensamiento fue: "Un joven que se emborracha y se disfraza así es capaz de cualquier cosa". ¡He aquí la trampa: los hábitos de nuestro juicio moral niegan por completo las evidencias de nuestro juicio racional!»
(N. del T.)

[72] «¿Y el lirio?», objeta Diágoras entonces. Heracles se molesta con la interrupción, y afirma: «Un detalle poético, tan sólo. Menecmo es un artista». Pero lo que Heracles no sabe es que el lirio no es un detalle «poético» sino eidético, y, por tanto, inaccesible a su razonamiento como personaje. El lirio es una pista para el lector, no para Heracles. Prosigo ahora con el diálogo normal.
(N. del T.)

[73] Un refuerzo de la eidesis, como en capítulos precedentes, para acentuar la imagen de los Bueyes de Geriones.
(N. del T.)

[74] Claro está que la «vaca del huerto» —como la «bestia» del capítulo cuarto o las «serpientes» del segundo— es una presencia exclusivamente eidética, y por ende invisible para los protagonistas. Pero el autor la utiliza como argumento para apoyar las dudas de Diágoras: en efecto, para el lector, la afirmación es verdad. Me tiembla el pulso. Quizá sea de cansancio.
(N. del T.)

[75] Una vez cumplida su función eidética, la imagen de la vaca desaparece incluso para el lector, y el huerto queda «vacío». Esto no es magia: es, simplemente, literatura.
(N. del T.)

[76] Es mi postura preferida. Acabo de abandonarla, precisamente, para reanudar la traducción. Creo que el paralelismo es adecuado, porque en este capítulo todo parece suceder de forma doble: a unos al mismo tiempo que a otros. Se trata, sin duda, de un refuerzo sutil de la eidesis: los bueyes avanzan juntos, uncidos por la misma yunta.
(N. del T.)

[77] Ahora sé que el individuo que me ha encerrado aquí está completamente loco. Me disponía a traducir este párrafo cuando alcé la vista y lo vi frente a mí, igual que Heracles a Yasintra. Había entrado en mi celda sin hacer ruido. Su aspecto era ridículo: se envolvía con un largo manto negro y llevaba una máscara y una desbaratada peluca. La máscara imitaba el rostro de una mujer, pero su tono de voz y sus manos eran de hombre viejo. Sus palabras y sus movimientos (ahora, al continuar la traducción, lo he sabido) fueron
idénticos
a los de Yasintra en este diálogo (habló en mi idioma, pero la traducción fue exacta). Por ello, anotaré tan sólo mis propias respuestas después de las de Heracles.
(N. del T.)

[78] —¿Quién eres? —pregunté.
(N. del T.)

[79] Creo que aquí no dije nada.
(N. del T.)

[80] —¿A oscuras? ¡Yo no quiero estar a oscuras! —exclamé— ¡Tú eres quien me ha encerrado aquí!
(N del T.)

[81] —¿Un…
masaje
? ¿¿Estás loco??
(N. del T.)

[82] —¡Apártate! —chillé, y me levanté de un salto.
(N. del T.)

[83] —¡¡No me toques!! —creo que dije en este punto, no estoy seguro.
(N. del T.)

[84] —Estás… estás completamente loco… —me horroricé.
(N. del T.)

[85] —¿Un favor?… ¿Qué favor?… ¿Traducir la obra?…
(N. del T.)

[86] —¡Déjame salir de aquí, y seré feliz!
(N. del T.)

[87] —Sí!! ¡Tengo hambre! ¡Y sed!…
(N. del T.)

[88] —jEspera, por favor, no te vayas!… —me angustié de repente.
(N. del T.)

[89] —¡¡NO TE VAYAS!!…
(N. del T.)

[90] —¡¡No!! —grité y comencé a llorar.

Ahora que he recuperado la calma me pregunto: ¿qué ha pretendido conseguir mi secuestrador con esta pantomima absurda? ¿Demostrarme que conoce perfectamente la obra? ¿Darme a entender que sabe en todo momento por dónde va mi traducción?… ¡De lo que sí estoy seguro —¡oh dioses de los griegos, protegedme!— es de que he caído en manos de un viejo
loco
!
(N. del T.)

[91] Y el público se lo comió. La descripción del juicio de Menecmo adopta el revestimiento eidético de un festín donde el escultor es el plato principal. No sé aún a qué Trabajo se alude, pero lo sospecho. Lo cierto es que la eidesis me ha hecho la boca agua.
(N. del T.)

[92] Las frecuentes metáforas culinarias, así como las relacionadas con «caballos», describen eidéticamente el Trabajo de las Yeguas de Diomedes, que, como es sabido, comían carne humana y terminaron devorando a su propio amo. No sé hasta qué punto la «delegación de esposas de los prítanos» que «quieren carne» son identificadas con las yeguas. Si es así, se trataría de una burla irrespetuosa.
(N. del T.)

[93] ¿ La Verdad? ¿Y cuál es la Verdad? ¡Oh, Heracles Póntor, Descifrador de Enigmas, dímela! Me estoy quedando ciego de descifrar tus pensamientos, intentando encontrar alguna verdad, por pequeña que sea, y nada encuentro salvo imágenes eidéticas, caballos que devoran carne humana, bueyes de torcido paso, una pobre muchacha con un lirio que desapareció páginas atrás y un traductor que viene y se va, incomprensible y enigmático como el loco que me ha encerrado aquí. Tú, al menos, Heracles, has descubierto algo, pero yo… ¿Qué he descubierto yo? ¿Por qué murió Montalo? ¿Por qué me han raptado? ¿Qué secreto oculta esta obra? ¡No he averiguado nada! Lo único que hago, además de traducir, es llorar, añorar mi libertad, pensar en la comida… y defecar. Desde luego, defecar ya defeco bien. Esto me mantiene optimista.
(N. del T.)

[94] La eidesis se refuerza con esta imagen absurda: ¡una yegua comiendo carne podrida, y en el jardín de la Academia! Me ha dado tal ataque de risa que he terminado asustándome, y el miedo me ha hecho reír otra vez. He arrojado los papeles al suelo, me he cogido el vientre con ambas manos y he empezado a soltar carcajadas cada vez más fuertes, mientras mi espejo mental me devolvía la imagen de un hombre maduro con cabello negro y entradas en las sienes que se partía de risa en la soledad de una habitación cerrada a cal y canto y casi completamente a oscuras. Aquella imagen no me ha hecho reír sino llorar: pero existe un curioso extremo final en el que ambas emociones se funden. ¡Una yegua carnívora en la Academia de Platón! ¿No es gracioso? ¡Y, por supuesto, ni Platón ni Diágoras la ven! Hay cierta perversidad sacrílega en esta eidesis… Montalo dice: «La presencia de un animal así nos desconcierta. Las fuentes históricas de la Academia no mencionan la existencia de yeguas carnívoras en los jardines. ¿Un error, como los muchos que comete Heródoto?». ¡Heródoto!… ¡Por favor!… Pero debo dejar de reírme: dicen que la locura comienza con carcajadas.
(N. del T.)

[95] ¿Sin saber por qué? ¡Me dan ganas de reír otra vez! Es evidente que las imágenes eidéticas se infiltran con frecuencia en la conciencia de Diágoras (curiosamente, nunca en la de Heracles, que no ve más de lo que ven sus ojos). La «sonrisa de la yegua» se ha convertido en el recuerdo de la sonrisa de Menecmo.
(N. del T.)

[96] La metamorfosis de la yegua eidética en el mirlo real (esto es, en un mirlo que pertenece a la realidad de la ficción) acentúa el misterioso mensaje de esta escena: ¿se burla el mal de los filósofos? Hay que recordar que el color del mirlo es negro…
(N. del T.)

[97] Llegó, embozado en otra máscara (esta vez, un rostro de hombre sonriente). Me levanté del escritorio.

—¿Ya has descubierto la clave final? —su voz sonaba amortiguada por la burla de las facciones.

—¿Quién eres?

—Soy la pregunta —respondió mi carcelero. Y repitió—: ¿Ya has descubierto la clave final?

—Déjame salir de aquí…

—Cuando la descubras. ¿Ya has descubierto la clave final?

—¡No! —exclamé, perdiendo los estribos, las riendas eidéticas de mi serenidad—. ¡La obra menciona en eidesis los Trabajos de Hércules… y una muchacha con un lirio, y un traductor… pero no sé qué puede significar todo esto! ¡Yo…!

Me interrumpió con burlona seriedad.

—Quizá las imágenes eidéticas sean sólo parte de la clave. ¿Cuál es el tema?

—La investigación de unos asesinatos… —tartamudeé—. El protagonista parecía haber hallado al culpable, pero ahora… ahora han surgido nuevos problemas… no sé cuáles todavía.

Mi secuestrador pareció emitir una risita. Digo «pareció» porque su careta era un espejismo de sus emociones. Entonces dijo:

—También es posible que no haya una clave final, ¿no es cierto?

—No lo creo —repliqué enseguida.

—¿Por qué?

—Porque si no hubiera una clave final, yo no estaría encerrado aquí.

—Oh, muy bien —parecía divertido—. ¡Por tanto, yo soy para ti
una prueba
de la existencia de una clave final!… Mejor dicho: la prueba
más importante
.

Golpeé la mesa. Grité.

—¡Ya basta! ¡Tú conoces la obra! ¡Incluso la has modificado: has elaborado páginas falsas y las has mezclado con las originales! ¡Dominas bien el idioma y el estilo! ¿Para qué me necesitas a mí?

Aunque la máscara seguía riéndose, él pareció pensativo durante un instante. Entonces dijo:

—Yo no he modificado la obra en absoluto. No hay páginas falsas. Lo que ocurre es que has mordido un cebo eidético.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando un texto posee una eidesis muy fuerte, como es el caso, las imágenes llegan a obsesionar de tal manera al lector que lo implican de algún modo en la obra. No podemos obsesionarnos con algo sin sentir, al mismo tiempo, que formamos parte de ese algo. En la mirada de tu amante crees atisbar su amor por ti, y en las palabras de un libro eidético crees descubrir tu presencia…

Rebusqué entre mis papeles, irritado.

—¿También aquí? —le señalé una hoja—. ¿También cuando Heracles Póntor habla con un supuesto traductor secuestrado, en el falso capítulo octavo? ¿Aquí también mordí un «cebo eidético»?

—Así es —contestó con calma—. A lo largo de la obra se menciona a un Traductor al que Crántor, a veces, se dirige en segunda persona, y con el que Heracles habla en ese «falso» capítulo… ¡Pero ello no significa que
seas tú
!…

No supe qué contestar: su lógica era aplastante. De repente escuché su risita a través de la máscara.

—¡Ah, la literatura!… —dijo—. ¡Leer no es pensar a solas, amigo mío: leer es dialogar! Pero el diálogo de la lectura es un diálogo platónico: tu interlocutor es una idea. Sin embargo, no es una idea inmutable: al dialogar con ella, la modificas, la haces tuya, llegas a creer en su existencia independiente… Los libros eidéticos aprovechan esta característica para tender hábiles trampas… que pueden… enloquecerte —y añadió, tras un silencio—: Lo mismo le ocurrió a Montalo, tu predecesor…

—¿Montalo? —sentí frío en las entrañas—. ¿Montalo estuvo aquí?

Hubo una pausa. Entonces la máscara estalló en una risotada estrepitosa y dijo:

—Claro que estuvo… ¡Más tiempo del que crees! En realidad, yo conocí esta obra gracias a su edición, igual que tú. Pero yo
sabía
que
La caverna
ocultaba una clave, así que lo encerré y lo obligué a encontrarla. Fracasó.

Esto último lo había dicho como si «fracasar» fuera exactamente lo que esperaba de sus víctimas. Hizo una pausa y la sonrisa de su máscara pareció extenderse. Prosiguió:

—Me harté, y mis perros saciaron su apetito con él… Después arrojé su cadáver al bosque. Las autoridades pensaron que lo habían devorado los lobos.

Y, tras una nueva pausa, agregó:

—Pero no te inquietes: aún me falta mucho tiempo para hartarme de ti.

El miedo se me deshizo en rabia.

—¡Eres… eres un horrible y despiadado… —hice una pausa, intentando hallar la palabra adecuada: ¿«Asesino»? ¿«Criminal»? ¿«Verdugo»? Al fin, desesperado, comprendiendo que mi aversión era intraducible, exclamé—: ¡… galimatías! —y proseguí, desafiándolo—: ¿Crees que me atemorizas?… ¡Eres tú quien tiene miedo, y por eso te cubres la cara!

—¿Quieres quitarme la máscara? —me interrumpió.

Hubo un hondo silencio. Dije:

—No.

—¿Por qué?

—Porque, si veo tu rostro, sé que nunca saldré vivo de aquí…

Escuché su odiosa risita de nuevo.

—¡De modo que tú necesitas de mi máscara para tu
seguridad
, y yo de tu presencia para la
mía
! ¡Eso significa que no podemos separarnos! —se dirigió hacia la puerta y la cerró antes de que yo pudiera alcanzarlo. Su voz me llegó a través de las hendiduras de la madera—: Sigue traduciendo. Y piensa esto: si hay una clave, y tú la descubres, saldrás de aquí. Pero si no la hay, no saldrás nunca. Así que tú eres el
principal
interesado en que haya una, ¿no?
(N. del T.)

[98] «Un penetrante aroma de mujer. Y al tacto… ¡oh, tersa firmeza! Algo así como la suavidad de un seno de muchacha y la reciedumbre de un brazo de atleta.» Ésta es la absurda descripción que hace Montalo de la textura del papiro en el décimo capítulo.
(N. del T.)

[99] Esta contraseña (inmediatamente sabremos que se trata de una contraseña) reproduce con extraña exactitud un momento de la conversación que he mantenido con mi secuestrador hace escasas horas. ¿Otro «cebo eidético»?
(N. del T.)

[100] «Muchachas» y «pétalos blancos» me hacen pensar otra vez en la imagen de mi muchacha del lirio: la veo corriendo bajo el sol fuerte de Grecia, con un lirio en la mano, alegre, confiada… ¡Y todo, en este horrendo párrafo! ¡Oh, maldito libro eidético!
(N. del T.)

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