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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (36 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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—Sí… —titubeó—. Montalo creía que, si un texto eidético cualquiera evoca en
todos
los lectores la
misma
idea oculta, esto es, si todos somos capaces de hallar la
misma
clave final, eso
probaría
que las ideas poseen existencia propia. Su razonamiento, por pueril que nos parezca, no iba descaminado: si todo el mundo es capaz de encontrar una mesa en esta habitación, la
misma
mesa, eso quiere decir que dicha mesa existe. Además, y aquí está el punto que más interesaba a Montalo, de producirse tal consenso entre los lectores, eso también demostraría que el mundo es racional, y por lo tanto bueno, hermoso y justo.

—Esto último no lo he cogido —dije.

—Es una consecuencia derivada de lo anterior: si todos encontramos la misma idea en una obra eidética, las Ideas existen, y si las Ideas existen, el mundo es racional, tal como Platón y la mayoría de los antiguos griegos lo concebían; y un mundo racional, hecho a medida de nuestros pensamientos e ideales, ¿qué es sino un mundo bueno, hermoso y justo?

—Por lo tanto —murmuré, asombrado—, para Montalo, un texto eidético era poco menos que… la clave de la existencia.

—Algo así. —Arístides lanzó un breve suspiro y se contempló las pulcras uñitas de sus dedos—. Excuso decirte que nunca encontró la prueba que buscaba. Quizás esta frustración fue la principal responsable de su enfermedad…

—¿Enfermedad?

Levantó una ceja con curiosa destreza.

—Montalo se volvió loco. Sus últimos años de vida los pasó encerrado en su casa. Todos sabíamos que estaba enfermo y que no aceptaba visitas, así que lo dejamos declinar en paz. Y un día, su cuerpo apareció devorado por las alimañas… en el bosque de los alrededores… Seguramente había estado vagando sin rumbo fijo, durante uno de sus accesos de locura, y al final se desmayó y… —su voz fue extinguiéndose poco a poco, como si con aquel tono quisiera representar (¿eidéticamente?) el triste final de su amigo. Por último, concluyó con una sola frase, en el límite de la audición humana—: Qué muerte más horrible…

—¿Sus brazos se hallaban ilesos? —pregunté, estúpidamente.
(N. del T.)

[48] «Sucio, plagado de correcciones y manchas, frases ilegibles o corruptas», afirma Montalo acerca del papiro del sexto capítulo.
(N. del T.)

[49] «Las frases parecen perseguir adrede la vulgaridad. La prosa ha perdido el lirismo de los capítulos previos: ha aparecido la sátira, la vacua burla de la comedia, la mordacidad, la repugnancia. El estilo es como un residuo del original, un desperdicio arrojado a este capítulo», afirma Montalo, y participo por completo de su opinión. Añadiría que las imágenes de «suciedad» y «escombros» parecen presagiar que el Trabajo oculto es el de los Establos de Augías, donde el héroe debe limpiar de excrementos las cuadras del rey de la Elide. Es, más o menos, lo que ha tenido que hacer Montalo: «He limpiado el texto de frases corruptas y pulido algunas expresiones; el resultado no resplandece, pero, al menos, resulta más higiénico».
(N. del T.)

[50] Laguna textual a partir de aquí. Según Montalo: «Se han borrado treinta líneas completas debido a una enorme mancha color marrón oscuro, elíptica, inesperada. ¡Qué lástima! ¡El discurso de Trisipo perdido para la posteridad!…».

Vuelvo a mi escritorio después de un incidente curioso: estaba redactando esta nota cuando percibí un extraño movimiento en el jardín de mi casa. Hace buen tiempo, y había dejado la ventana abierta: me agrada, aunque sea de noche, distinguir la hilera de manzanos pequeños que constituye el límite de mi modesta propiedad. Como quiera que el vecino más próximo se halla a un tiro de piedra a partir de esos árboles, no estoy acostumbrado a que la gente me moleste, y menos a altas horas de la madrugada. Pues bien: me hallaba enfrascado en las palabras de Montalo cuando advertí una sombra de reojo, una confusa figura desplazándose entre los manzanos, como si buscara el mejor ángulo para espiarme. Ni que decir tiene que me levanté y fui hacia la ventana; en aquel momento observé que alguien echaba a correr desde los árboles de la derecha; le grité en vano que se detuviera; no sé quién era, apenas vi una silueta. Regresé al trabajo con cierta aprensión, ya que, como vivo solo, constituyo un buen bocado para el apetito de los ladrones. Ahora la ventana está cerrada. En fin, probablemente no tiene importancia. Continúo la traducción a partir de la siguiente línea legible: «Yo creía conocer a mi hijo»…
(N. del T.)

[51] Yo podría ayudarte, Heracles, pero ¿cómo decirte todo lo que sé? ¿Cómo vas a saber, por muy listo que seas, que esto no es una pista
para ti
sino
para mí
, para
el lector
de una obra eidética en la que
tú mismo
, como personaje,
no eres más que otra pista
? ¡Tu presencia, ahora lo sé, también es
eidética
! Estás ahí porque el autor ha decidido colocarte, como el lirio que el misterioso asesino deposita en la mano de su víctima, para ofrecer al lector con más claridad la idea de los Trabajos de Hércules, que es uno de los hilos conductores del libro. Así pues, los Trabajos de Hércules, la «muchacha del lirio» (con la petición de «ayuda» y la advertencia de «peligro») y el «Traductor» —los tres mencionados en estos últimos párrafos— forman las principales imágenes eidéticas hasta el momento. ¿Qué pueden significar?
(N. del T.)

[52] Interrumpo la traducción pero sigo escribiendo: de este modo, suceda lo que suceda, dejaré constancia de mi situación. En pocas palabras:
alguien ha entrado en mi casa
. Refiero ahora los acontecimientos previos (escribo muy deprisa, quizá desordenado). Es de noche, y me preparaba para comenzar la traducción de la última parte de este capítulo cuando escuché un ruido leve pero raro en la soledad de mi casa. No le di mucha importancia, y empecé a traducir: escribí dos frases y entonces oí varios ruidos a un ritmo regular, como pasos. Mi primer impulso me ordenaba explorar el zaguán y la cocina, pues los ruidos procedían de allí, pero luego pensé que debía anotar todo lo que estaba sucediendo, porque…

¡Otro ruido!

Acabo de regresar de mi exploración particular: no había nadie, ni he notado nada fuera de lo común. No creo que me hayan robado. La puerta principal no ha sido forzada. Es verdad que la puerta de la cocina, que da a un patio exterior, estaba abierta, pero quizá la dejé así yo mismo, no lo recuerdo. Lo cierto es que exploré todos los rincones. Distinguí las formas familiares de mis muebles en la oscuridad (pues no quise brindarle a mi visitante la oportunidad de saber dónde me encontraba, y no usé ninguna luz). Fui al zaguán y a la cocina, a la biblioteca y al dormitorio. Pregunté varias veces:

—¿Hay alguien aquí?

Después, más tranquilo, encendí algunas luces y comprobé lo que acabo de referir: que todo parece haber sido una falsa alarma. Ahora, sentado en mi escritorio otra vez, mi corazón se tranquiliza paulatinamente. Pienso: un simple azar. Pero también pienso: anoche
alguien
me espiaba desde los árboles del jardín, y hoy… ¿Un ladrón? No lo creo, aunque todo es posible. Ahora bien, un ladrón se dedica sobre todo a
robar
, no a vigilar a sus víctimas. Quizá prepara un golpe maestro. Se encontrará con una sorpresa (me río al pensarlo): salvo algunos manuscritos antiguos, no poseo en mi casa nada de valor. En esto, según creo, me parezco a Montalo… En esto, y en muchas otras cosas…

Pienso ahora en Montalo. Hice más averiguaciones en los últimos días. En resumen, puede decirse que su exacerbada soledad no era tan extraña: a mí me ocurre lo mismo. Ambos escogimos el campo para vivir, y casas amplias, cuadriculadas por patios interiores y exteriores, como las antiguas mansiones griegas de los ricos de Olinto o Trecén. Y ambos nos hemos dedicado a la pasión de traducir los textos que la Hélade nos legó. No hemos disfrutado (o sufrido) el amor de una mujer, no hemos tenido hijos, y nuestros amigos (Arístides, por ejemplo, en su caso; Helena —con obvias diferencias— en el mío) han sido sobre todo compañeros de profesión. Surgen algunas preguntas: ¿qué pudo sucederle a Montalo en los últimos años de su vida? Arístides me dijo que estaba obsesionado con probar la teoría de las Ideas de Platón mediante un texto eidético… ¿Quizá La caverna contiene la prueba que buscaba, y eso lo enloqueció? ¿Y por qué, si era experto en obras eidéticas, no advierte en su edición que La caverna lo es?

Aunque no sé muy bien el motivo, cada vez estoy más seguro de que la respuesta a estos interrogantes se oculta en el texto. Debo seguir traduciendo.

Pido disculpas al lector por la interrupción. Comienzo de nuevo en la frase: «En la oscuridad, una voz preguntó».
(N. del T.)

[53] No puedo seguir con la traducción. Mis manos tiemblan.

Vuelvo al trabajo tras dos días de angustia. Aún no sé si continuaré o no, quizá no tenga valor. Pero al menos he logrado regresar a mi escritorio, sentarme y contemplar mis papeles. No hubiese creído posible hacer esto ayer por la mañana, cuando charlaba con Helena. Lo de Helena fue un acto impulsivo, lo reconozco: le pedí el día anterior que me hiciera compañía —no me sentía con fuerzas para soportar la soledad nocturna de mi casa—, y, aunque no quise contarle en aquel momento las razones ocultas de mi petición, ella debió de percibir algo en mis palabras, porque aceptó de inmediato. Procuré no hablar del trabajo. Fui amable, cortés y tímido. Tal conducta persistió incluso cuando hicimos el amor. Hice el amor con el secreto deseo de que ella me
lo hiciera
a mí. Palpé su cuerpo bajo las sábanas, aspiré el acre aroma del placer y escuché sus crecientes gemidos sin que nada de ello me ayudara demasiado: buscaba —creo que buscaba— sentir
en ella
lo que ella sentía
de mí
. Quería —ansiaba— que sus manos me explorasen, me percibieran,
golpearan
en mi obstáculo, me dieran forma en la oscuridad… Pero no,
forma
no. Quería sentirme como un simple material, un resto sólido de algo que estaba allí, ocupando un espacio, no como una silueta, una figura con rasgos e identidad. No quería que me hablase, no deseaba escuchar palabras —menos aún mi nombre—, nada de frases vacías que pudieran aludirme. Ahora comprendo parcialmente lo que me sucedió: se debe, quizá, al agobio de traducir, a esta horrible sensación de
porosidad
, como si mi existencia se me hubiera revelado, de repente, como algo mucho más frágil que el texto que traduzco y que se manifiesta a través de mí en la parte
superior
de estas páginas. He pensado que necesitaba, por ello, reforzar estas notas
marginales
, equilibrar de algún modo el peso de Atlas del texto
superior
. «Si pudiera escribir», he pensado —no por primera vez pero sí con mayores ansias que nunca—, «si pudiese crear algo propio…». Mi actividad con Helena —su cuerpo, sus pechos firmes, sus músculos suaves, su juventud— me sirvió de poco: quizá tan sólo para reconocerme (precisaba con urgencia de su cuerpo como de un espejo en el que poder verme
sin mirarme
), pero aquel breve reencuentro, aquella anagnórisis conmigo mismo, sólo me ayudó a conciliar el sueño, y por tanto a desaparecer de nuevo. Al día siguiente, con el alba despuntando entre las colinas, desnudo y de pie frente a la ventana de mi dormitorio —percibiendo un rebullir de sábanas en la cama y la voz soñolienta de mi compañera, desnuda y acostada— decidí contárselo todo. Hablé con calma, sin desviar los ojos de la creciente flama del horizonte:


Estoy en el texto
, Helena. No sé cómo ni por qué, pero soy yo. El autor me describe como una estatua esculpida por uno de los personajes, a la que llama «El traductor», que se encuentra sentado ante una mesa traduciendo lo mismo que yo. Todo corresponde: las profundas entradas en las sienes, las zonas de calvicie, las orejas finas con lóbulos abultados, las manos delgadas y venosas… Soy yo. No me he atrevido a seguir traduciendo: no podría soportar leer la descripción de mi propio
rostro

Ella protestó. Se incorporó en la cama. Me hizo muchas preguntas, se enfadó. Yo —aún desnudo— salí del cuarto, me dirigí a! salón y regresé con los papeles de mi traducción interrumpida. Se los entregué. Era gracioso: ambos desnudos —ella sentada, yo de pie—, convertidos otra vez en compañeros de trabajo; ella frunciendo el ceño de profesora al tiempo que sus pechos —trémulos, rosáceos— se alzaban con cada respiración; yo, aguardando en silencio frente a la ventana, mi absurdo miembro arrugado por el frío y la angustia.

—Es ridículo… —dijo al acabar la lectura—. Es absolutamente ridículo…

Protestó de nuevo. Me increpó. Me dijo que me estaba obsesionando, que la descripción era muy vaga, que podía corresponder a cualquier otra persona. Agregó:

—Y el anillo de la estatua lleva un círculo grabado en el sello. ¡Un
círculo
! ¡No un
cisne
, como el tuyo!…

Ese era el detalle más horrible. Y ella ya se había dado cuenta.

—En griego, «círculo» es
kúklos
y «cisne»
kúknos
, ya lo sabes —repuse con calma—. Sólo una letra de diferencia. Si esa
I
, esa lambda, es una
n
, una ny, entonces ya no cabe ninguna duda: soy yo —contemplé el anillo con la silueta del cisne en el dedo medio de mi mano izquierda, un regalo de mi padre del que nunca me despojo.

—Pero el texto dice
kúklos
y no…

—Montalo advierte en una de sus notas que la palabra es difícil de leer. Él interpreta
kúklos
, pero señala que la cuarta letra es confusa. ¿Comprendes, Helena? La cuarta letra —mi tono de voz era neutro, casi indiferente—. Dependo de la simple opinión filológica de Montalo sobre
una letra
para saber si debo volverme loco…

—¡Pero es absurdo! —se exasperó—. ¿Qué haces… aquí dentro? —golpeó los papeles—. ¡Esta obra fue escrita hace miles de años!… ¿Cómo…? —apartó las sábanas que cubrían sus largas piernas. Se atusó el pelo rojizo. Avanzó, descalza y desnuda, hacia la puerta—. Ven. Quiero leer el texto original —había cambiado de tono: hablaba ahora con firmeza, con decisión.

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