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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (32 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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Quizá Crántor esperaba que el golpe viniera de su puño, pues cuando vio que éste pasaba frente a él sin atinarle no hizo ademán de retroceder, y recibió en todo el rostro el impacto del clavo. Heracles no sabía en qué lugar exacto había golpeado, pero escuchó el dolor. Se lanzó hacia delante, con el mango del atizador como único objetivo de su mirada, pero una fuerte patada en el pecho lo dejó sin aire y lo hizo desplomarse de lado y rodar como una fruta madura que hubiese caído del árbol.

Durante el furioso tormento que siguió, quiso evocar que en su juventud había luchado en el pancracio. Incluso recordó los nombres de algunos de sus adversarios. A su memoria acudieron escenas, imágenes de triunfos y derrotas… Pero sus pensamientos se interrumpían… Las frases perdían coherencia… Eran palabras sueltas…

Soportó el castigo encogido sobre sí mismo, protegiéndose la cabeza. Cuando las rocas que eran los pies de Crántor se cansaron de golpearle, tomó aliento y olfateó sangre. Las patadas lo habían barrido como a una fofa basura hacia una de las paredes. Crántor decía algo, pero él no lograba escucharle. Por si fuera poco, algún niño salvaje y espantoso le chillaba palabras extranjeras al oído y derramaba sobre su rostro una saliva amarga y enfermiza. Reconoció los ladridos y la proximidad de Cerbero. Giró la cabeza y abrió a medias los ojos. El perro, a un palmo de su cara, era una máscara arrugada y vociferante de cuencas vacías. Parecía el espectro de sí mismo. Más allá, en la infinita distancia del dolor, Crántor le daba la espalda. ¿Qué hacía? Hablaba, quizá. Heracles no podía estar seguro, pues la montaña estrepitosa de Cerbero se alzaba entre los demás sonidos y él. ¿Por qué Crántor no continuaba golpeándole? ¿Por qué no remataba su tarea?…

Se le ocurrió algo. No era un buen plan, probablemente, pero a esas alturas ya nada era bueno. Cogió con sus dos manos el ínfimo cuerpo del perro. Éste, poco acostumbrado a las caricias de los extraños, se debatió como un bebé cuya anatomía fuera, en sus tres cuartas partes, una doble hilera de agudos dientes, pero Heracles lo mantuvo alejado de sí mientras levantaba los brazos cargando con su frenética presa. Crántor, sin duda, había percibido el cambio en el tono de los ladridos, porque se había vuelto hacia Heracles y le gritaba algo.

Heracles se permitió recordar por un momento que, en las competiciones, no había sido malo con el discóbolo.

Como una piedra blanda arrojada juguetonamente por un niño, Cerbero golpeó de lleno en el trípode e hizo caer la escudilla y el brasero. Cuando las brasas, desparramadas como el jugo lento de un volcán, entraron en contacto con su pelaje, los ladridos volvieron a variar de tono. Enfangado en fuego, siguió rodando por el suelo. La energía del lanzamiento no había sido tanta, pero el animal contribuía con sus propios músculos: era puro torbellino y ascuas. Sus aullidos, arropados por el eco de la caverna, se clavaron como doradas agujas en los oídos de Heracles, pero, tal como éste había supuesto, Crántor sólo dudó un instante entre el perro y él, y de inmediato se decidió por socorrer al primero.

Escudilla. Trípode. Brasero. Atizador. Cuatro objetos bien delimitados, cada uno en un lugar distinto del suelo, allí donde el azar los había distribuido. Heracles dejó caer su dolorida obesidad en dirección al último. Las imprevistas diosas de la suerte no lo habían alejado demasiado.

—¡Cerbero!… —gritaba Crántor, agachado junto al perro. Daba palmadas sobre el pequeño cuerpo, limpiándolo de cenizas—. ¡Cerbero, calma, hijo, déjame que…!

Heracles pensó que un solo golpe, sosteniendo el mango con ambas manos, sería suficiente, pero sin duda había subestimado la resistencia de Crántor. Éste se llevó una mano a la cabeza e intentó girar sobre sí mismo. Heracles volvió a golpearlo. Esta vez, Crántor cayó boca arriba. Pero Heracles también se desplomó sobre él, extenuado.

—… gordo, Heracles —escuchó que jadeaba Crántor—. Deberías hacer… ejercicio.

Con dolorosa lentitud, Heracles volvió a incorporarse. Sentía sus brazos como pesados escudos de bronce. Se apoyó en el atizador.

—Gordo y débil —sonrió Crántor desde el suelo.

El Descifrador logró sentarse a horcajadas sobre Crántor. Ambos jadeaban como si acabaran de disputarse una carrera olímpica. Una húmeda serpiente negra había empezado a crecer en la cabeza de Crántor, y mientras se transformaba sucesivamente en cría, víbora y pitón, no dejaba de reptar por el suelo. Crántor volvió a sonreír.

—¿Ya notas… el kyon? —dijo.

—No —dijo Heracles.

«Por eso no quiso matarme», pensó: «Estaba aguardando a que la droga me produjera algún efecto».

—Golpéame —murmuró Crántor.

—No —repitió Heracles, y se esforzó por levantarse.

La serpiente ya era más grande que la cabeza que la había engendrado. Pero había perdido su primitiva forma: ahora parecía la silueta de un árbol.
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—Te contaré… un secreto —dijo Crántor—. Nadie… lo sabe… Sólo algunos… hermanos… El
kyon
es… únicamente… agua, miel y… —hizo una pausa. Se pasó la lengua por los labios— … Un chorro de vino aromatizado.

Amplió su sonrisa. La herida del clavo en su mejilla izquierda sangró un poco. Añadió:

—¿Qué te parece, Heracles?… El
kyon
no es…
nada

Heracles se apoyó en la pared cercana. No habló, aunque siguió escuchando los jadeantes susurros de Crántor.

—Todos creen que es droga… y, al beberlo, se transforman… se vuelven furiosos… enloquecen… y hacen… lo que esperamos que hagan… como si de verdad… hubieran bebido droga… Todos, menos tú… ¿Por qué?

«Porque yo sólo creo en lo que veo», pensó Heracles. Pero como no se sentía con fuerzas para hablar, no dijo nada.

—Mátame —pidió Crántor.

—No.

—Entonces, a Cerbero… Por favor… No quiero que sufra.

—No —volvió a decir Heracles.

Se arrastró hasta la pared opuesta, donde yacía Diágoras. El rostro del filósofo se hallaba cubierto de magulladuras, y una brecha en su frente presentaba mal aspecto, pero seguía vivo. Y tenía los ojos abiertos y la expresión alerta.

—Vamos —dijo Heracles.

Diágoras no pareció reconocerlo, pero se dejó conducir por él. Cuando salieron trastabillando de la cueva hacia la noche reciente, los ladridos de dolor del perro de Crántor quedaron, por fin, sepultados.

La luna se alzaba redonda y dorada, colgando del cielo negro, cuando la patrulla los encontró. Un poco antes, Diágoras, que caminaba apoyado en Heracles, había empezado a hablar.

—Me obligaron a beber su pócima… No recuerdo mucho más a partir de entonces, pero creo que me ocurrió lo que ellos pronosticaron. Fue… ¿Cómo describirlo?… Perdí el dominio de mí mismo, Heracles… Sentí removerse en mi interior un monstruo, una sierpe enorme y rabiosa… —jadeando, con los ojos enrojecidos al recordar su locura, prosiguió—: Comencé a gritar y a reír… Insulté a los dioses… ¡Incluso creo que ofendí al maestro Platón!…

—¿Qué le dijiste?

Tras una pausa, Diágoras, con evidente esfuerzo, contestó:

—«Déjame en paz, sátiro» —se volvió hacia Heracles con expresión de profunda tristeza—. ¿Por qué lo llamé «sátiro»?… ¡Qué horror!…

El Descifrador, en tono de consuelo, le dijo que todo había que achacarlo a la droga. Diágoras se mostró de acuerdo, y añadió:

—Luego empecé a darme cabezazos contra la pared hasta perder la conciencia.

Heracles pensaba en lo que le había contado Crántor sobre el
kyon
. ¿Había mentido? No era improbable que así fuese. Pero, en tal caso, ¿por qué la supuesta pócima no le había hecho ningún efecto a él? Por otra parte, si era cierto que el
kyon
no era más que agua, miel y un poco de vino, ¿por qué provocaba aquellos sorprendentes ataques de locura? ¿Por qué hizo que Eumarco se destrozara a sí mismo? ¿Por qué había afectado a Diágoras? Y otra pregunta lo atormentaba: ¿debía saber este último lo que Crántor le había revelado? Decidió guardar silencio. La patrulla de soldados se tropezó con ellos en la Vía Sagrada. Heracles distinguió las antorchas y alzó la voz para explicarles quiénes eran. El capitán, que se hallaba al tanto de la situación debido al papiro que Heracles había dirigido al arconte, se interesó por el paradero de la secta, pues el único lugar conocido —la casa de la viuda Etis— había sido abandonado por sus moradores con sospechosa precipitación. Heracles ahorró palabras —que en aquel momento en que su fatiga le colgaba del cuerpo como una armadura hoplita le parecían de oro— y pidió que algunos soldados condujeran a Diágoras a la Ciudad para que fuera visto por un médico, ofreciéndose después a guiar al capitán y al resto de sus hombres a la caverna. Diágoras protestó con débiles palabras, pero terminó accediendo, pues se hallaba confuso y extenuado. El Descifrador no tardó en encontrar la senda de regreso, ayudado por las antorchas.

En los alrededores de la cueva, que se hallaba en una zona boscosa no muy lejos del Licabeto, uno de los soldados descubrió un grupo de caballos atados a los árboles y una gran carreta con mantos y víveres. Se sospechó, por tanto, que los sectarios no debían de estar muy lejos, y el capitán ordenó que se desenvainaran las espadas e hizo avanzar a sus hombres con cuidadosa prudencia hasta el reducto de la entrada. Heracles les había explicado lo que había sucedido y lo que podían esperar encontrar, así que a nadie sorprendió que el cuerpo de Crántor, mudo e inmóvil sobre un charco de sangre, permaneciera todavía tendido en la misma posición en que el Descifrador lo recordaba. Cerbero era una criatura arrugada y pacífica que gimoteaba a los pies de su amo.

Heracles no quiso saber si Crántor seguía vivo o no, así que no se acercó cuando los demás lo hicieron. El perro los amenazó con roncos gruñidos, pero los soldados se echaron a reír, e incluso agradecieron el inesperado recibimiento, ya que los rumores que habían oído sobre la secta mezclados con sus propias fantasías habían terminado por amedrentarlos, y la ridícula presencia de aquella deforme criatura contribuyó no poco a aliviar la tensión. Jugaron un rato con el can, burlándolo con amagos de golpes, hasta que una seca orden del capitán los hizo detenerse. Entonces lo degollaron sin mediar más palabras, al igual que ya habían hecho con Crántor, con quien, por cierto, había sucedido otra anécdota graciosa que después sería muy comentada en el regimiento: mientras sus compañeros se ocupaban del perro, uno de los soldados se había aproximado a Crántor y apoyado el filo de la espada en su robusto cuello; otro le preguntó:

—¿Está vivo?

Y, al tiempo que lo degollaba, el soldado respondió:

—No.

Los demás, siguiendo a su capitán, se internaron en las profundidades de la caverna. Heracles iba con ellos. Más allá, el pasillo se ensanchaba hasta formar un recinto de notables dimensiones. El Descifrador hubo de reconocer que el lugar era ideal para celebrar cultos prohibidos, teniendo en cuenta la relativa angostura de la entrada exterior. Y era obvio que había sido utilizado recientemente: máscaras de arcilla y mantos negros se hallaban esparcidos por doquier; también armas y una considerable provisión de antorchas. Cosa curiosa, no se encontraron ni estatuas de dioses ni túmulos de piedra ni representación religiosa alguna. Sin embargo, este hecho no llamó la atención en aquel momento, pues otro mucho más evidente y asombroso atrajo las miradas de todos. El primero en descubrirlo —uno de los soldados de vanguardia— avisó al capitán con un grito, y los demás se detuvieron.

Parecían carnes colgadas en un comercio del ágora y destinadas al banquete de algún insaciable Creso. Se hallaban bañadas en oro puro debido al resplandor de las antorchas. Eran por lo menos una docena, hombres y mujeres desnudos y atados cabeza abajo por los tobillos a ganchos incrustados en las paredes de piedra. Invariablemente, todos mostraban los vientres abiertos y las entrañas colgando como burlonas lenguas o nudos de serpientes muertas. Bajo cada cuerpo distinguíase un grumoso cúmulo de ropas y sangre y una afilada espada corta.
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—¡Les han sacado las vísceras! —exclamó un joven soldado, y la voz grave del eco repitió sus palabras con horror creciente.

—Han sido ellos mismos —dijo alguien a su espalda en tono mesurado—. Las heridas son de lado a lado y no de arriba abajo, lo cual indica que se abrieron el vientre mientras se hallaban colgados…

El soldado, que no estaba muy seguro de quién era el que había hablado, se volvió para contemplar, a la luz inestable de su antorcha, la figura obesa y fatigada del hombre que los había guiado hasta allí (cuya exacta identidad no conocía bien: ¿un filósofo quizá?), y que ahora, después de haber dicho aquello, como sin darle importancia a su propio razonamiento, se alejaba en dirección a los cuerpos mutilados.

—Pero ¿cómo han podido…? —murmuraba otro.

—Un grupo de locos —zanjó la cuestión el capitán.

Escucharon de nuevo la voz del hombre obeso (¿un filósofo?). Aunque su tono era débil, todos entendieron bien las palabras:

—¿Por qué?

Se hallaba de pie bajo uno de los cadáveres: una mujer madura pero aún hermosa, de largo pelo negro, cuyos intestinos se derramaban sobre su pecho como los bordes plegados de un peplo. El hombre, que se hallaba a la misma altura que su cabeza (hubiera podido besarla en los labios, si tan aberrante idea hubiese cruzado por su mente), parecía muy afectado, y nadie quiso molestarlo. De modo que, mientras se dedicaban a la desagradable tarea de descolgar los cuerpos, varios soldados aún lo oyeron murmurar durante un tiempo, siempre junto a aquel cadáver y en un tono cada vez más perentorio:

—¿Por qué?… ¿Por qué?… ¿Por qué?…

Entonces, el Traductor dijo:
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Epílogo

Levanto, trémulo, la pluma del papiro, tras haber escrito las últimas palabras de mi obra. No puedo imaginarme qué opinará Platón —quien, con ansia similar a la mía, tanto ha esperado a que la concluyera— sobre ella. Quizá su luminoso semblante se distienda en una fina sonrisa durante algunos momentos de la lectura. En otros, bien lo sé, fruncirá el ceño. Es posible que me diga (me parece escuchar su mesurada voz): «Extraña creación, Filotexto; sobre todo, el doble tema que desarrollas: por una parte, la investigación de Heracles y Diágoras; por otra, este curioso personaje, el Traductor (no le otorgas ningún nombre), que, situado en un inexistente futuro, anota al margen sus hallazgos, dialoga con otros personajes y, por fin, es secuestrado por el loco Montalo… ¡Triste suerte la suya, pues ignoraba ser una criatura tan ficticia como las de la obra que traducía!». «Pero tú has imaginado muchas palabras en boca de tu maestro Sócrates», le diré yo. Y agregaré: «¿Qué destino es peor? ¿El de mi Traductor, que no ha existido nunca salvo en mi obra, o el de tu Sócrates, que, a pesar de su existencia, se ha convertido en una criatura tan literaria como la mía? Creo que es preferible condenar a un ser imaginario a la realidad que a uno real a lo ficticio».

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