Read La caverna de las ideas Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (30 page)

BOOK: La caverna de las ideas
4.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿A cuál? —replicó Heracles—. ¿A la que os procura el bebedizo que tomáis?

Etis sonrió.

—Sí, el
kyon
. Veo que lo sabes todo. En realidad, nunca dudé de tus facultades: estaba segura de que terminarías por descubrirnos. Bebemos
kyon
, en efecto, pero el
kyon
no es magia: simplemente nos convierte en lo que somos. Dejamos de razonar y nos transformamos en cuerpos que gozan y sienten. Cuerpos a los que no les importa morir o ser mutilados, que se entregan al sacrificio con la alegría con la que un niño recibe un juguete…

Caía. Era consciente a medias de que caía.

El descenso no podía ser más accidentado, ya que su cuerpo mantenía una caprichosa obsesión por la línea vertical, pero las piedras desparramadas por la ladera del báratro —el precipicio cercano a la Acrópolis donde se arrojaba a los condenados a muerte— formaban un terreno oblicuo cuyo aspecto semejaba el interior de una crátera. Dentro de muy poco, su cuerpo y aquellas piedras habrían de encontrarse: eso sucedería
ya
, mientras lo pensaba. Se golpearía y rodaría, sin duda, para volver a golpearse. Sus manos no iban a poder ayudarle: las tenía atadas a la espalda. Quizá se golpeara muchas veces antes de llegar al fondo, repleto de piedras pálidas como cadáveres. Pero ¿qué importaba todo eso si experimentaba la
sensación del sacrificio
? Un buen amigo, Tríptemes, servidor de los Once y sectario como él, le había llevado a la prisión un poco de
kyon
, tal como se había acordado tiempo atrás, y la bebida sagrada lo confortaba en aquel momento. El era el
sacrificio
y moriría por sus hermanos. Se había convertido en la víctima del holocausto, el buey de la hecatombe. Podía verlo: su vida derramándose por la tierra, y, en apropiada simetría, su hermandad, la secreta cofradía de hombres y mujeres libres a la que pertenecía, extendiéndose por la Hélade y acogiendo nuevos adeptos… ¡Aquella felicidad lo hacía sonreír!

El primer golpe quebró su brazo derecho como el tallo de un lirio y destrozó la mitad de su rostro. Siguió cayendo. Al llegar al fondo, sus pequeños pechos se aplastaron contras las piedras, la bella sonrisa comenzó a entumirse en su rostro de muchacha, el lindo peinado rubio se disipó como un tesoro y toda su preciosa figurita adoptó aires de muñeca rota.
[130]

—¿Por qué no te unes a nosotros, Heracles? —en la voz de Etis flotaba un ansia apenas contenida—. ¡No conoces la inmensa felicidad que otorga la liberación de tus instintos! Dejas de tener miedo, de preocuparte, de sufrir… Te conviertes en un dios.

Hizo una pausa y suavizó el tono de voz para añadir:

—Podríamos… ¿quién sabe?… comenzar de nuevo… tú y yo…

Heracles no dijo nada. Los observó. No sólo a Etis: a todos, uno por uno. Eran seis personas: dos viejos esclavos (quizás uno de ellos fuera Ifímaco), dos jóvenes esclavas, Etis y Elea. Le tranquilizó comprobar que el niño no se encontraba entre ellos. Se detuvo en el pálido rostro de la hija de Etis y le dijo:

—Sufriste, ¿verdad, Elea? Aquellos gritos que dabas no eran fingidos, como el dolor de tu madre…

La joven no dijo nada. Miraba a Heracles con semblante inexpresivo, como Etis. En aquel momento, él se percató del enorme parecido físico que existía entre ambas. Prosiguió, imperturbable:

—No, no fingiste. Tu dolor era
real
. Cuando la droga dejó de hacerte efecto, recordaste, ¿no es cierto?… Y no pudiste soportarlo.

La muchacha pareció ir a responder algo, pero Etis intervino con rapidez.

—Elea es muy joven y le cuesta entender ciertas cosas. Ahora es feliz.

Las contempló a las dos, madre e hija: sus rostros eran como muros blancos, parecían desprovistos de emoción e inteligencia. Miró a su alrededor: lo mismo ocurría con los esclavos. Razonó que sería inútil intentar abrir una brecha en aquel impávido adobe de miradas que no parpadeaban. «Ésta es la fe religiosa», se dijo: «Borra del rostro la inquietud de las dudas, como les ocurre a los necios». Se aclaró la garganta y preguntó:

—¿Y por qué tuvo que ser Trámaco?

—Le llegó su turno —dijo Etis—. Lo mismo ocurrirá conmigo, y con Elea…

—Y con los campesinos del Ática —replicó Heracles.

La expresión de Etis, por un instante, semejó la de una madre que reuniera paciencia para explicarle algo muy fácil a su hijo pequeño.

—Nuestras víctimas siempre son voluntarias, Heracles. A los campesinos les damos la oportunidad de beber
kyon
, y ellos pueden aceptar o no. Pero la mayoría acepta —y añadió, con débil sonrisa—: Nadie vive feliz gobernado sólo por sus pensamientos…

Heracles replicó:

—No te olvides, Etis, de que yo iba a ser una víctima involuntaria…

—Tú nos habías descubierto, y eso no podíamos permitirlo. La hermandad debe seguir siendo secreta. ¿No hicisteis vosotros lo mismo con mi esposo cuando pensasteis que la estabilidad de vuestra maravillosa democracia peligraba con individuos como él?… Pero queremos darte esta última oportunidad. Únete a nuestro grupo, Heracles… —y de repente añadió, como suplicándole—: ¡Sé feliz por una vez en tu vida!

El Descifrador respiró hondo. Supuso que ya estaba todo dicho, y que ellos, ahora, aguardaban alguna clase de respuesta por su parte. De modo que, con firme y sosegada voz, comenzó:

—No quiero ser descuartizado. Ésa no es mi forma de ser feliz. Pero te diré, Etis, lo que pienso hacer, y podéis comunicárselo a vuestro líder, sea quien fuere. Voy a llevaros ante el arconte. A todos. Voy a hacer justicia. Sois una secta ilegal. Habéis asesinado a varios ciudadanos atenienses y a muchos campesinos áticos que nada tienen que ver con vuestras absurdas creencias… Vais a ser condenados y torturados hasta morir. Esta es mi forma de ser feliz.

Volvió a recorrer, una a una, las pétreas miradas que lo contemplaban. Se detuvo en los oscuros ojos de Etis y añadió:

—A fin de cuentas, como tú dijiste, es una cuestión de responsabilidad, ¿no?

Tras un silencio, ella dijo:

—¿Crees que la muerte o la tortura nos asustan? No has entendido nada, Heracles. Hemos descubierto una felicidad que va más allá de la razón… ¿Qué nos importan tus amenazas? Si es preciso, moriremos sonriendo… y tú no comprenderás nunca por qué.

Heracles se hallaba de espaldas a la salida del cenáculo. De improviso, una nueva voz, densa y poderosa pero con un punto de burla, como si no se tomara en serio a sí misma, se dejó oír en toda la habitación procedente de aquella salida:

—¡Hemos sido descubiertos! A manos del arconte ha llegado un papiro donde se habla de nosotros y se menciona tu nombre, Etis. Nuestro buen amigo tomó sus precauciones antes de venir a verte…

Heracles se volvió para contemplar el rostro de un perro deforme. El perro iba en los brazos de un hombre inmenso.

—Preguntabas hace un momento por nuestro líder, ¿no, Heracles? —dijo Etis.

Y en ese momento, Heracles sintió el fuerte golpe en la cabeza.
[131]

XII

La caverna, al principio, fue un reflejo dorado que colgaba en algún lugar de la oscuridad. Después se convirtió en puro dolor. Volvió a transformarse en el reflejo dorado y colgante. El vaivén no cesaba. Entonces hubo formas: un hornillo sobre las brasas, pero, cosa curiosa, maleable como el agua, donde los hierros parecían cuerpos de serpientes asustadas. Y una mancha amarilla, un hombre cuya silueta se estiraba en un punto y cedía en otro, como colgada de cuerdas invisibles. Ruidos, sí, también: un ligero eco de metales y, de vez en cuando, el tormento puntiagudo de un ladrido. Olores escogidos entre la variada gama de la humedad. Y, de nuevo, todo se cerraba como un rollo de papiro y regresaba el dolor. Fin de la historia.

No supo cuántas historias similares transcurrieron hasta que su mente empezó a comprender. De igual forma que un objeto colgado de un extremo al recibir un golpe repentino se balancea de un lado a otro, primero con gran violencia y desajuste, después isócrono, por último con moribunda lentitud, acomodándose cada vez más a la calma natural de su estado previo, así el furioso torbellino del desmayo extinguió su vaivén, y la conciencia, planeando sobre un punto de reposo, buscó —y encontró al fin— permanecer lineal e inmóvil, en armonía con la realidad del entorno. Fue entonces cuando pudo diferenciar aquello que le pertenecía —el dolor— de aquello que le era ajeno —las imágenes, los ruidos, los olores—, y desechando esto último atendió a lo primero, y preguntóse qué le dolía —la cabeza, los brazos— y por qué. Y como el porqué no era posible saberlo sin el auxilio del recuerdo, hizo uso de su memoria. «Ah, me hallaba en casa de Etis cuando ella dijo: "Placer"… Pero, no; después…»

Al mismo tiempo, su boca decidió gemir y sus manos se retorcieron.

—Oh, temía que te hubiéramos hecho demasiado daño.

—¿Dónde estoy? —preguntó Heracles, queriendo preguntar: «¿Quién eres?». Pero el hombre, al responder a su pregunta formulada, respondió a ambas.

—Éste es, digamos, nuestro lugar de reunión.

Y acompañó la frase de un gesto amplio de su musculoso brazo derecho, mostrando una muñeca roturada de cicatrices.

La helada comprensión de lo ocurrido cayó sobre Heracles de igual manera que, por juego, los niños suelen agitar el fino tronco de los árboles empapados por la lluvia reciente, y su densa carga de gotas colgadas de las hojas se desparrama de golpe sobre sus cabezas.

El lugar era, en efecto, una caverna de considerables dimensiones. El reflejo dorado correspondía a una antorcha colgada de un gancho que sobresalía de la roca. A la luz de sus llamas se advertía un sinuoso pasillo central flanqueado por dos paredes: una, en la que se hallaba la propia antorcha; otra, la que sostenía los clavos dorados a los que Heracles estaba atado mediante gruesas y serpentinas cuerdas, de modo que sus brazos permanecían alzados por encima de la cabeza. El pasillo formaba un recodo a la izquierda que parecía resplandecer con luz individual, aunque mucho más humilde que el oro de la antorcha, debido a lo cual el Descifrador dedujo que allí se encontraría la salida de la cueva, y que, probablemente, gran parte del día había transcurrido ya. A su derecha, sin embargo, el corredor se perdía entre rocas escarpadas y una tiniebla densísima. En el centro erguíase un hornillo colocado sobre un trípode; un atizador colgaba entre la refulgente sangre de sus ascuas. Sobre el hornillo, una escudilla repicaba con los burbujeos de un líquido dorado. Cerbero menudeaba alrededor, repartiendo los ladridos por igual entre aquel artilugio y el cuerpo inmóvil de Heracles. Su amo, envuelto en un astroso manto gris, se servía de una rama para revolver el líquido de la escudilla. Su expresión mostraba la simpática ufanía con que una cocinera contempla la puja de un dorado pastel de manzanas.
[132]
Otros objetos que hubieran podido ser dignos de interés yacían más allá del hornillo, junto a la pared de la antorcha, y Heracles no los distinguía muy bien.

Tarareando una cancioncilla, Crántor dejó por un instante de revolver y cogió un cazo dorado que colgaba del trípode, lo introdujo en el líquido y se lo llevó hasta la nariz. La sinuosa columna de humo que le empañó el rostro pareció brotar de su propia boca.

—Hmm. Un poco caliente, pero… Toma. Te sentará bien.

Acercó el cazo a los labios de Heracles, desatando con ello la ira de Cerbero, que parecía considerar como un oprobio que su amo le ofreciera algo a aquel individuo gordo antes que a él. Heracles, que pensaba que no tenía mucha elección y que además se hallaba sediento, probó un poco. Sabía a cereal dulzón con un punto de picante. Crántor inclinó el cazo y gran parte del contenido se derramó por la barba y la túnica de Heracles.

—Bebe, vamos.

Heracles bebió.
[133]

—Es
kyon
, ¿verdad? —dijo después, jadeando.

Crántor asintió, regresando al hornillo.

—Hará efecto dentro de poco tiempo. Tú mismo podrás comprobarlo…

—Tengo los brazos fríos como serpientes —protestó Heracles—. ¿Por qué no me desatas?

—Cuando el
kyon
haga efecto, tú mismo podrás liberarte. Es increíble la fuerza oculta que poseemos y que el raciocinio no nos permite utilizar…

—¿Qué me ha ocurrido?

—Me temo que te golpeamos y te trajimos aquí en una carreta. Por cierto: a algunos de los nuestros les ha resultado sumamente difícil salir de la Ciudad, pues los soldados ya habían sido alertados por el arconte… —levantó la negra mirada de la escudilla y la dirigió hacia Heracles—. Nos has hecho bastante daño.

—El daño os gusta —replicó el Descifrador con desprecio. Y preguntó—: ¿Debo entender que habéis huido?

—Oh sí, todos. Yo me he quedado en la retaguardia para convidarte a un
symposio
de
kyon
y charlar un poco… Los demás han buscado nuevos aires.

—¿Siempre has sido el máximo líder?

—No soy el máximo líder de nada —Crántor golpeó suavemente la escudilla con la punta de la rama, como si fuera ella la que hubiera preguntado—. Soy un miembro muy importante, eso es todo. Me presenté cuando supimos que la muerte de Trámaco estaba siendo investigada, lo cual nos sorprendió, porque no esperábamos que levantara sospechas de ningún tipo. El hecho de que tú fueras el principal investigador no hizo más fácil mi trabajo, aunque sí más agradable. De hecho, acepté ocuparme del asunto precisamente porque
te conocía.
Mi labor consistió en intentar engañarte… lo cual, dicho sea en tu honor, resultó bastante difícil…

Se acercó a Heracles con la rama colgando de sus dedos como un maestro balancea la vara de castigo frente a sus pupilos para inspirar respeto. Prosiguió:

—Mi problema era: ¿cómo engañar a alguien a quien nada se le pasa
desapercibido
?. ¿Cómo burlar la mirada de un Descifrador de Enigmas como tú, para quien la complejidad de las cosas no ofrece ningún secreto? Pero llegué a la conclusión de que tu mayor ventaja es, al mismo tiempo, tu principal
defecto

Todo
lo razonas, amigo mío, y a mí se me ocurrió usar esa peculiaridad de tu carácter para distraer tu atención. Me dije: «Si la mente de Heracles resuelve hasta el problema más complejo, ¿por qué no
cebarla
con problemas complejos?»… Y disculpa la vulgaridad de la expresión.

Crántor parecía divertido con sus propias palabras. Regresó a la escudilla y continuó revolviendo el líquido. A veces se inclinaba y chasqueaba la lengua en dirección a Cerbero, sobre todo cuando éste molestaba más de lo usual con sus chirriantes ladridos. El resplandor proveniente del recodo se hacía cada vez más tenue.

BOOK: La caverna de las ideas
4.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dessert First by Dean Gloster
J. Lee Coulter by Spirit Of McEwen Keep
Bayview Heights Trilogy by Kathryn Shay
Eden's Pleasure by Kate Pearce
Beyond Lies the Wub by Philip K. Dick